El Domund y las autonomías

En la historia interminable de nuestro continuo desencuentro, ahora se llama desapego, entre zonas de la Península Ibérica que reclaman su identidad histórica, su condición de nación y su autonomía política y económica, se ha introducido un debate sobre quién es más solidario o paga más de su bolsillo para mantener a los habitantes de otras zonas menos desarrolladas.

La polémica me retrotae a la infancia. El Domund era, y creo que sigue siendo, la sigla del domingo mundial de la propagación de la fe, aunque en realidad duraba toda una semana, con acompañamiento de los medios oficiales y propaganda gratuita para que no olvidásemos nuestra imperial misión de propagar la única religión verdadera, si bien con la recaudación de limosnas, ya que la espada no estaba para mayores hazañas.

Antes del día señalado nos entregaban en el colegio, las huchas con ranuras en las cabezas de negros, chinos y cobrizos jefes indios luciendo plumajes en su cabeza, como las que veíamos en las películas del Oeste. Cada clase sumaba las cantidades recaudadas, ávidas de comprobar si habías superado a los rivales. El hermano director recorría las aulas y a todos nos decía lo mismo: ¡Los de 4ª, los mejores!, y así sucesivamente hasta completar la totalidad de los cursos de un bachillerato que duraba siete años.

El debate actual sobre las generosidades de los unos con los otros genera confusión y cansancio. Se escuchan argumentos contradictorios que reclaman, a la vez, mayor concentración de poder centralista y, al mismo tiempo, destacan el indudable despegue económico de las autonomías que no alcanzaron el rango de históricas y han sabido desarrollarse utilizando las potencialidades de sus propios Estatutos.

Los que se aferran a estos principios, sostienen que se debe a la ausencia de veleidades nacionalistas y no al trabajo e iniciativa de sus habitantes. Lo que verdaderamente nos importa a todos es que han llegado a cotas que nos permiten presentar un cuadro macroeconómico bastante más homogéneo que en los tiempos de la economía dirigida. Es cierto que aún subsisten y subsistirán desequilibrios difíciles de superar, pero que ya no puede hablarse de insoportables desigualdades.

Si, como nos dicen los datos, Extremadura tiene un producto interior bruto más bajo que el resto de España, no es menos cierto que en esa autonomía la calidad de dotaciones y servicios sociales es equiparable o incluso superior a la que se puede disfrutar en lugares como Madrid o Barcelona, en los que resulta difícil alcanzar las mismas prestaciones y calidad de vida con el nivel de renta de los extremeños. En todo caso, serán sus habitantes los que tendrán que decidir si quieren un desarrollo sostenible y un entorno acogedor y turístico o iniciar una carrera hacia la industrialización, instalando refinerías en medio de su entorno.

En mi colegio nos engañaban, pero resulta penoso e incluso infantil, si los sentimientos anti y pro nacionalistas no estuviesen tan a flor de piel, ver las trampas económicas que intentan colarnos a los ciudadanos, envolviendo la lucha política con los trapos del producto interior bruto, la renta per cápita o las balanzas fiscales, nunca desveladas.

En medio de este intercambio de reproches, se escuchan voces aisladas y minoritarias que centran el debate proponiendo, como objetivo inaplazable, el recorte del gasto público. Es prioritario taponar la insoportable sangría que mana de los innumerables agujeros de la burocracia pública. No propongo reducir la eficacia del Estado, sino disminuir el número y los gastos en cargos de confianza y organismos totalmente inútiles si no es para la autocomplacencia de los rectores políticos de turno. Por no agotar los ejemplos, me referiré solamente al excesivo número de consejeros de las televisiones autonómicas y de consejos consultivos, a imagen y semejanza del Consejo de Estado.

El derroche resulta insostenible y fácilmente recortable. Los niveles de gasto superfluo, escandalizan a los ciudadanos que viven estrechamente de su trabajo sin tirar de las partidas del erario público. Éste sí que es un debate que nos afecta a todos. El derroche público genera desconfianza en los valores y controles democráticos, mientras no se corrija este despilfarro.

Las partidas presupuestarias, previstas exclusiva y generosamente para la pompa y esplendor de determinados cargos perfectamente suprimibles sin que se resintiese el servicio público, sirven para pagar fidelidades o favores de todo signo. Éste es el debate que no puede esperar más tiempo sin arriesgarnos a que los ciudadanos se ausenten del debate y se alejen de las urnas.

Los tiempos no están para malabarismos contables. Es el momento de reclamar la solidaridad como un valor constitucional y el signo identificador de una ética ciudadana que quiere compartir y beneficiarse recíprocamente, sin necesidad de romper las huchas lanzándolas los unos contra los otros.

Los lamentos y reproches, basados exclusivamente en la historia, reflejan las carencias de los que se evaden de la realidad refugiándose en el seno materno. Ni los nacionalistas ni los españolistas ofrecen argumentos convincentes. En esta puja contable sólo me interesa que gane la democracia.

José Antonio Martín Pallín, magistrado emérito del Tribunal Supremo.