El don de la memoria

Hay semejanzas que saltan a simple vista: los dos tenían el pelo y la barba muy blancos y ambos tenían una complexión fornida, con manos duras y nudosas. Cuando estaban quietos transmitían la misma energía pero iban en direcciones opuestas: el recelo, o las reservas ante todo y ante todos, era la actitud de Antonio Rabinad, porque a los 13 años habían asesinado a su padre, porque su postguerra fue material y anímicamente muy dura y porque ya nunca supo aprender a estar en sociedad ni supo dejar de seguir mirando asombrado, como el niño que retrató en un precoz y hermosísimo relato de infancia de 1966. Desde entonces lo envenenó el miedo y se escudó protectoramente en la desconfianza, la falta de tono social, los silencios incómodos, las sospechas sobre la veracidad de los demás, la reserva ante la fortuna o quizá incluso ante la incapacidad ético-biológica para ayudarla.

La certidumbre egotista sobre el propio valor y la satisfacción ante esa evidencia eran de Carlos Castilla del Pino: no necesariamente invasivo pero sí con el aplomo del talento y la ambición resentida ante la enemistad frontal del sistema universitario franquista. En él la adversidad de una carrera universitaria truncada se hizo soberbia fecunda, productiva, y gracias al perspicaz encargo de Josep M. Castellet -otro hombre de edad y saber- conocimos los trastornos depresivos de la mujer, o se engolfó en el análisis de la culpa, o ensayó explicaciones psiquiátricas a patologías sociales y hasta culturales. Enseñó a pensar de manera inteligente y productiva: productiva de cara a hacer sujetos felices y no esclavizados ni al miedo ni a la autoritaria superstición de la religión o la fe. Por eso está entre los ácidos corrosivos de la deformación escolar y ambiental que padeció su propia generación biológica: desacomplejó en secreto a muchos lectores de su misma edad, o ayudó a hacerlo con sus libros, pero sobre todo puso el listón de la racionalidad en un nivel sin retroceso, irreversible. Después ya no hizo falta sacarse de encima un montón de pudores, falsas reverencias, claudicaciones a la hipocresía cínica y a los solemnísimos embustes de capellanes y obispos.

Se han muerto los dos con semanas de diferencia porque estaban cerca por razones históricas y lejos desde todos los demás puntos de vista excepto la semejanza física y uno más: la urgente y sutil veracidad autobiográfica. Eso los pone en una tesitura inusual de independencia y de grandeza, de arrogancia sin pose y de lucidez autocrítica muy consciente de la falsedad pública más o menos teatral de la inmensa mayoría de los demás, del modo en el que los demás nos contamos nuestras vidas y fabulamos impunemente sobre y con ellas, del modo en el que falseamos las cosas con intención y sin intención.

Las cosas fueron como era de esperar. De Pretérito imperfecto (1997) hemos sabido todos que es una obra maestra de las letras españolas y de El hombre indigno (2000) apenas nadie ha tenido noticia, como solía suceder con los libros de Antonio Rabinad, a veces con el concurso de su desabrimiento (porque era una manera de respeto a los maestros).

Los dos libros sin embargo se han quedado, o se quedarán, como clásicos contemporáneos: dictados por el orgullo de decir lo cierto y verdadero más allá de las convenciones sociales, que tantas veces no compartieron o impugnaron sin más, como si entre las razones literarias estuviese la sublevación ante la superchería.

Y uno lo hizo con la extensión meticulosa y justiciera del pensamiento científico y el otro lo hizo con la sospecha de que sólo el fragmento y el apunte darían consistencia veraz a la memoria autobiográfica. La humildad segura de sí misma de Rabinad y la soberbia segura de sí misma de Castilla han sido fuentes de verdad literaria que han hecho de esos dos libros averiguaciones despojadas sobre la construcción de un joven que se hace adulto cuando la estrechez gobierna y nada ni casi nadie ayuda ni a abandonar la miopía de la juventud ni a fabricar la buena vista cansada.

La fascinación psiquiátrica de Castilla fue también la fascinación de Rabinad por los mecanismos psíquicos del miedo y el sueño, de la alucinación como estado enigmático y fabulado pero vivido como verdad irrenunciable: en sus novelas mejores, como Memento mori, los episodios autobiográficos crecen como inmensas lupas sobre nuestros propios autoengaños y ése es un efecto muy cierto del mejor ensayo y de la misma autobiografía de Castilla.

Y mientras Castilla anduvo cerca de la realidad social desde su dispensario cordobés, a Rabinad no se le escapó de los ojos ninguna muchacha joven y guapa con ganas de leer porque las cazaba desde su puesto de libros de viejo en el mercado de San Antonio barcelonés. Y allí nos cazó a otros con una pregunta lacónica e imprevista, con el comentario lúcido pero irreverente sobre cualquiera de los libros expuestos, incluidos los suyos.

Lo que sigo sin adivinar detrás de la barba y el pelo blancos es si mientras uno anotaba documentación psiquiátrica el otro no pasaba de pensar en las musarañas y entrever las bragas de las chavalas, pero es lo más probable.

Jordi Gracia, catedrático de Literatura Española de la UB.