El Dr. Simón y la isla de Francis Bacon

Querido lector, si el título de esta tribuna le ha llevado a pensar que aquí encontrará una crítica a la labor del Dr. Fernando Simón durante esta crisis sanitaria, mejor no siga leyendo, porque su expectativa se verá rápidamente frustrada. Tal crítica, al margen de que uno pueda o no compartir su actuación, no creemos que sea en este momento justa y, por tanto, ética. Pero, ya que ha iniciado la lectura de la tribuna, le animamos a continuarla porque lo que sí encontrará aquí es una explicación, estrictamente académica, de por qué creemos que en España la política ha dejado un papel estelar a la ciencia en la toma de decisiones frente a los principales problemas que nos ha traído esta crisis. De estos sombríos tiempos que estamos viviendo quedará un extraño regusto a cientifismo.

Y lo que está ocurriendo, no puede dejar de traernos el recuerdo de Francis Bacon y su novela utópica de La Nueva Atlántida. El eminente filosófo situaba su relato en una isla de los mares del sur, la desconocida isla de Bensalem, a la que arribó un barco para avituallarse de provisiones. Y en ella, los tripulantes tuvieron la oportunidad de conocer la existencia de la Casa de Salomón, dedicada al estudio de las obras y criaturas de Dios, constituyendo el alma misma de la sociedad que la habitaba. La Casa de Salomón tenía encomendadas, entre otras funciones, anunciar las predicciones verosímiles de enfermedades y plagas, aconsejando acerca de lo que debía hacerse para evitar tales males y remediarlos. La metáfora le permite a Bacon mostrar la utopía de un Estado ideal en el que la felicidad de sus ciudadanos descansa en una perfecta organización social, presidida en la toma de las decisiones políticas por científicos, como si la mera resolución de los problemas científicos resolviera los de índole social.

Además de este fenómeno de la sustitución de la política por la ciencia, también está teniendo lugar otro que conecta directamente con aquél: la transformación generalizada de los problemas en dilemas, de manera que las soluciones se ofrecen como absolutamente extremas. Y hay una relación directa entre ambos fenómenos porque la ciencia se expresa habitualmente en términos dilemáticos, de manera que solo hay una respuesta correcta, sin que los cursos o soluciones intermedias encuentren cabida en el método científico.

Las referencias a los expertos, a lo que defienden o proponen los científicos y los técnicos, han sido permanentes en las comparecencias de las autoridades. Incluso, muchas de dichas comparecencias han estado presididas, no por responsables políticos, sino por los propios expertos. Pero ni el problema ni el debate son nuevos. José Esteve Pardo ya denunció hace unos años que el carácter expansivo de la actividad científica y tecnológica no puede ir en detrimento del carácter jurídico-político de la toma de decisiones por parte de las autoridades. Son funciones de distinto contenido. El poder científico tiene funciones de información, dictamen y, en definitiva, valoración de riesgos, pero no de decisión. La legitimación científica, por el conocimiento experto y especializado, no alcanza al poder decisorio, que corresponde a las instancias públicas que tengan atribuidas, por determinación constitucional, tales funciones. Y el propio Esteve Pardo añade que es la diferencia natural y de objetivos de estos dos poderes. Si a la ciencia no le compete la adopción de decisiones, ello no es sólo por falta de legitimación sino, sobre todo, porque ella misma no pretende decidir. No podemos esperar decisiones de la ciencia. No es solo que la ciencia es prudente por naturaleza, sino que sus investigaciones se expresan en probabilidades y están permanentemente abiertos a la discusión. Existen controversias científicas no resueltas en torno a muchos de los riesgos para la salud que son hoy objeto de debate y sobre las que el Derecho, las instancias y órganos habilitados para ello, deben adoptar importantes decisiones. Esa facultad y obligación de decidir del Derecho, concluye, son al mismo tiempo la grandeza y la servidumbre del Derecho y de sus operadores.

También Daniel Innerarity nos recuerda, más recientemente, que una democracia es un sistema en el que no son los expertos quienes tienen la última palabra, sino la ciudadanía, lo que se traduce en el hecho de que por encima de la administración están los políticos, es decir, quienes nos representan. Delegar la toma de decisiones políticas en los expertos puede resultar un recurso persuasivo, pero ni éstos tienen suficiente autoridad cuando sus opiniones son fácilmente contestables desde la propia ciencia ni paradójicamente reducen la complejidad del problema a resolver, antes al contrario, lo aumentan al producir mayor imponderabilidad y contingencia.

En el ámbito de la Bioética, Diego Gracia Guillén, bajo el término de la falacia tecnocrática, nos dice que se reducen los problemas éticos a meros problemas técnicos, trasladando la gestión del propio poder a los expertos, de manera que éstos no solo tendrán la capacidad de gobernar su propio sector productivo sino, más allá, la sociedad en general.

Como conclusión, parece que la política ha podido redescubrir, a través de la ciencia, una magnífica herramienta de control social, superior al dinero o, como destacara Gilles Lipovetsky, al consumo de masas: la salud. Por tanto, la cuestión clave que debería observarse en los próximos meses y que nos sirve para terminar es si esta aparente biopolítica, en los términos de Foucault, ha venido o no para quedarse, como cual isla de Bensalem. Ya nos advirtió hace más de un siglo uno de los mayores genios que ha dado nuestra Nación, Miguel de Unamuno, que es el cientifismo una enfermedad de que no están libres ni aun los hombres de verdadera ciencia.

Federico de Montalvo Jääskeläinen es presidente del Comité de Bioética y profesor de Derecho Constitucional (UPComillas, ICADE).

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