Sólo desde una ignorancia enciclopédica y una demagogia mitinera puede decirse que «España va a liderar la lucha contra el hambre en el mundo», como ha dicho nuestro presidente. Cuando los españoles podremos darnos con un canto en los dientes si no somos nosotros quienes terminamos pasando hambre a consecuencias de la crisis económica, que parece crecer en tamaño cada día.
El hambre en el mundo es un problema demasiado grave, demasiado complejo y profundo para que una potencia media como España pueda afrontarlo y, no digamos, liderarlo. Ni siquiera Estados Unidos o la Comunidad Europea podrían hacerlo juntos o por separado. Esta es una megacrisis, que envuelve factores tan distintos y condiciones tan diversas que todos los excedentes agrícolas norteamericanos y europeos serían incapaces de erradicarla. Y no podrían hacerlo porque la mayor parte de esos excedentes ni siquiera llegarían a su destino, como no llega la mayor parte de la ayuda que viene dándose al tercer mundo. Lo que es uno de los aspectos del problema, aunque no el único ni el más grave.
Alguno de esos países son ricos por naturaleza -por el petróleo especialmente-, otros, en cambio, ni siquiera tienen tierra cultivable para alimentar a su población. Todos, sin embargo, tienen algo en común: la más absoluta pobreza de sus habitantes. Tienen en común otra cosa aún más importante: la falta de unas estructuras sociales y de una administración interna que les permitan funcionar como auténticos Estados. Son naciones sólo sobre el mapa, hacia fuera. Hacia dentro, son un conjunto de tribus que se odian entre sí y que se están matando prácticamente desde que accedieron a la independencia. Fue el gran pecado de la descolonización: haberla hecho deprisa y corriendo, sobre las fronteras de las viejas colonias, que sólo marcaban los límites de expansión de las potencias coloniales, sin tener en cuenta la población, los recursos o la capacidad de supervivencia. En cuanto a administración, queda sólo la sombra de la colonial, tan corrompida como ineficaz. Sus ejércitos son en realidad bandas armadas que se dedican a saquear a sus compatriotas. Sus dirigentes, en su inmensa mayoría, sátrapas que amontonan a su nombre la riqueza del país en los bancos suizos. De justicia independiente, ni siquiera han oído hablar.
Solución a corto plazo a esta situación que sin el menor afán catastrofista puede calificarse de dantesca, no existe. Pero tampoco podemos cruzarnos de brazos ante ella, incluso por egoísmo, ya que esas gentes están tan desesperadas que se abalanzan sobre nosotros, amenazando aplastarnos con su peso y su número, sin importarles perder la vida en el intento, como vemos a diario en los cayucos. A fin de cuentas, cualquier cosa es mejor que el infierno que dejan detrás.
Ya que un país en solitario no puede hacerse cargo de un problema de tal magnitud, se necesita una acción internacional conjunta, una especie de Plan Marshall para África, pero que a diferencia del que sacó a Europa de la miseria en que la había sumido la Segunda Guerra Mundial, no se limite a la prestación de ayuda para que esos países se reconstruyan, al no haber en África países a reconstruir. Hay que construirlos primero, y toda la ayuda que se les preste mientras no existan como tales, no irá a parar a quienes verdaderamente la necesitan, sino a quienes no la necesitan, como viene ocurriendo.
Pero construir naciones, como sabe cualquier estudiante de primero de Políticas, es un proceso largo, difícil, penoso, a menudo sangrante, como lo es la gestación de un ser humano. A las naciones europeas les costó siglos, con guerras tanto dentro como fuera de sus fronteras, que trajeron la desaparición de algunas e incluso pusieron en peligro a todas ellas, como ocurrió en la del 1939-1945.
En Hispanoamérica, donde las nuevas naciones nacieron sobre la plantilla de la administración colonial española trasladada a manos criollas, la cosa funcionó hasta cierto punto, si bien con fallos -el de no incluir a la población indígena el más importante- y abundantes litigios fronterizos.
Pero la cosa no termina ahí. Una nación no se acaba con su independencia, como una casa no se acaba porque tenga paredes, techo, puertas y ventanas. Hay que hacerla habitable. Hay que proveerla de todo lo necesario para que sus moradores puedan comer, dormir, trabajar, disfrutar de ella. Lo que traducido a un país significa que hay que dotarle de los instrumentos necesarios para que sus habitantes puedan alimentarse y alcanzar un nivel de vida apropiado a nuestro tiempo. En una palabra: desarrollo, industrialización, paso de una economía de pura subsistencia a otra de producción, elaboración y comercialización de los recursos y manufacturas. Y ese es un proceso tan largo, tan difícil, tan penoso como el anterior. La industrialización se hace a costa de sudor, lágrimas, desarraigo, explotación de las personas y de la naturaleza, no importa que se haga en la Inglaterra capitalista del siglo XIX que en la Rusia comunista del XX que en la actual China. No hay desarrollo gratis y sólo los «verdes» creen que puede obtenerse una energía completamente limpia o mantener un alto nivel de vida sin el correspondiente expolio del medio ambiente y de las personas.
Para lograr que África se alimente a sí misma y aproveche sus recursos tendrá que sufrir ambas revoluciones, la nacional y la industrial. Pero siempre serán mejor que la parálisis degenerativa que sufre hoy. Ese es el primer axioma en la lucha contra el hambre. El segundo, que esas revoluciones sólo podrá hacerlas con la colaboración de todo el mundo desarrollado. El tercero, que éste debe prestarla por la cuenta que le tiene.
Observen que digo «colaboración», no ayuda, concepto totalmente devaluado por la práctica. El lema de esa colaboración podría ser la máxima china «Si regalas un pez a un hombre, podrá comer un día. Si le regalas una caña y le enseñas a pescar, comerá toda su vida». O sea, hay que enseñarles a reformar su agricultura, a montar su industria, a funcionar como Estados, a transformarse, en fin, de arriba abajo. Una tarea complejísima, para la que veo sólo un camino, que podría llamarse «colonización a la inversa». A saber, que las antiguas potencias coloniales vuelvan a sus viejas colonias, pero no para quedarse con sus riquezas como la primera vez, sino para ayudarlas a montar una administración propia, un plan educativo eficaz, un sistema judicial independiente, unas empresas modernas, una agricultura poderosa, una industria básica, que vaya ampliándose por sí misma. Quien rechace tal plan por imposible, que se disponga a recibir cada vez más pateras y ver más cadáveres en las aguas de Canarias y ante las andaluzas o levantinas. Porque la solución que se viene ensayando, sobornar a los líderes africanos para que acepten a sus ciudadanos aquí detenidos, no soluciona nada, ya que posiblemente nos los volverán a enviar. Y si no nos los envían, se vienen ellos por su cuenta y riesgo.
Esta es la crisis que nuestro presidente quiere liderar. Él, que hasta hace poco negaba la existencia de la crisis económica.
José maría Carrascal