El drama y la farsa

Es un conocido dicho de Marx que la Historia se repite: la primera vez, como drama, la segunda vez como farsa. Esto es lo que contemplamos el viernes 27 de octubre por la tarde: medio Parlament pretendiendo que sus diputados volvían a encarnar el 11 de septiembre de 1714 (heroica resistencia ante el invasor Borbón) y, en realidad, representando una ópera bufa en la que ni los mismos actores creían. Porque si hubieran creído en lo que hacían, no hubieran empezado tratando de ocultarse de la autoridad -contra la que fingían rebelarse- recurriendo al voto secreto. Era evidente que no creían que la independencia fuera a ser real. Esta burda y superflua triquiñuela, junto con la pretendida solemnidad de votar paseándose hacia la presidencia con medio hemiciclo vacío, convertía al espectáculo en algo grotesco que provocaba en el espectador la ira y la risa a un tiempo.

El cúmulo de mentiras y trampas que encerraba la extraña ceremonia es monumental. Votaban en secreto para que no les pillaran, como el niño que va de puntillas a saquear la despensa. Se arrogaban un mandato que no tenían, por cuanto los 70 votos que la declaración de independencia recibió, representaban menos del 47% de los votantes -menos del 36% del censo electoral- y eran totalmente insuficientes para iniciar la reforma del Estatut o para elegir al presidente de la televisión autonómica (se necesitan 90). Si no tenían los votos para reformar su Estatut, ¿cómo podían pretender declarar la independencia, que en sí implica una reforma (o quizá abolición) de esa ley? Pero les daba todo igual. Además, el Parlament llevaba casi dos meses cometiendo una ilegalidad tras otra, desde que los días 6 y 7 de septiembre votaran irregularmente las leyes de Referéndum y Transitoriedad, textos que, jurídica y éticamente, no hay por dónde cogerlos (y anulados por el Constitucional).

El drama y la farsaPor otra parte, la justificación que se daba para llevar a cabo la farsa del viernes estaba también llena de falsedades, la mayor de las cuales era que el pasado 1 de octubre se hubiera llevado a cabo un referéndum con las mínimas garantías, en lugar del butifarrendum totum revolutum, previamente anulado por el Constitucional, que se desarrolló en un desorden lamentable para oprobio de sus organizadores. Desde hace mucho tiempo los separatistas catalanes pretenden convertirse en los señores absolutos de Cataluña con el respaldo de un tercio de los electores, a lo que llaman "la inmensa mayoría del pueblo catalán". Desde Pujol, su táctica, aprendida de Hitler y Mussolini, ha sido apoderarse del poder como sea y una vez allí utilizar todos los resortes del gobierno no para procurar el bienestar de los catalanes, sino para mantenerse allí y monopolizar el poder. El pasado día 27 vimos el último acto de este largo drama, que se convirtió en esa astracanada lamentable.

El choque de toda esta conjura contra la Constitución, el famoso choque de trenes, no podía sino producir el descarrilamiento de los conjurados. El recurso al artículo 155 era inexcusable y seguramente buscado por los propios separatistas que, sabedores de la inviabilidad de la independencia, eligieron poder achacar su fracaso al Gobierno español. Preferían que su alocada huida hacia delante chocara con el muro constitucional a que se precipitara sola al vacío.

¿Y ahora, qué? De momento, la insensatez de los separatistas nos va a salir muy cara a todos los españoles, pero especialmente a los catalanes, que se han quedado sin millar y medio de empresas, contando por lo bajo, que han demostrado su entusiasmo por la independencia poniendo pies en polvorosa. Como han sido las mayores empresas las que han huido (estas deslocalizaciones son caras) la pérdida se cuantifica en cerca de 7.000 millones de euros de momento, pero ascenderá a mucho más en términos de empleos e inversiones. Se estima ya que el PIB español crecerá unos 2.500 millones menos de lo previsto en 2018, de los que a Cataluña le corresponderá bastante más del 20%. Todo a mayor gloria de Oriol Junqueras y sus asesores económicos. No sabemos a qué espera el Comité Nobel para reconocer sus méritos.

Los alaridos contra la intervención constitucional no tardarán en hacerse oír. Se traerán a colación todos los estribillos de la Diada. Se hablará de la "represión borbónica", de los botiflers (partidarios de Felipe V en la Guerra de Sucesión), de los Decretos de Nueva Planta (que reformaron profundamente a Cataluña tras la guerra y la "beneficiaron insospechadamente", según un historiador tan catalán y tan grande como Jaume Vicens Vives, pero que para los historiadores nacionalistas son anatema), etcétera. Sin duda por miedo a todo este griterío, la intervención va a ser mucho más breve de lo que fuera deseable.

Se corre el peligro de que las elecciones de 21 de diciembre no varíen mucho la composición del Parlament. Serán una gran incógnita, a menos que esos tres millones largos de catalanes adultos contrarios a la independencia se den cuenta de que estamos ante un punto crítico en la historia de Cataluña y de España y acudan en masa a las urnas -como acudió ayer un millón de ellos a manifestarse en el Paseo de Gracia de Barcelona- a defender lo que han estado a punto de perder estos días: su libertad y, sobre todo, la posibilidad de educar a sus hijos en su lengua nativa. Esto pueden lograrlo con su voto, el único medio que puede lograr algo que hasta ahora parecía imposible: que el próximo(a) president(a) no sea nacionalista y no aspire a perpetuarse en el poder con malas artes y a oprimir a los que no piensen como él (ella); que aspire a representar a todos los catalanes, a lograr el mayor bienestar y a que Cataluña siga siendo una comunidad catalana, española y europea, en lugar de un náufrago a la deriva, como querían hacer de ella Puigdemont y los suyos.

Entretanto, ¿qué debe hacer el Gobierno provisional durante estos poco más de 50 días que tiene de mandato? Ser un modelo de economía: dejar de subvencionar no sólo a las embajadas catalanas, sino al resto de los paniaguados del procès: Assemblea Nacional de Catalunya, Òmnium Cultural, prensa radio y televisiones adictas, y toda la maquinaria propagandística al servicio del separatismo. Con el dinero ahorrado, se podrá aliviar, precisamente en estos días, las tasas y peajes que pagan los sufridos catalanes que, si en el resto de España ya acostumbran a ser abusivos, allí son estratosféricos. Si durante el mes de noviembre los catalanes sintieran un cierto alivio en sus bolsillos, tendrían una clara evidencia de la rapacidad y desatención de los separatistas hacia sus votantes.

También convendría que el nuevo personal político y administrativo que operase el aparato del Estado en Cataluña pudiese dirigirse a sus administrados igualmente en catalán que en castellano. Mejor que una muchachita de Valladolid, una noia de la terra, que no tenga que usar intérprete para dirigirse a los catalanoparlantes. Estos pequeños detalles son muy importantes para un pueblo tan emocional y tan trabajado por los nacionalistas como el catalán.

Con todo, la intervención al amparo del 155 ha sido providencial para Cataluña, tan proclive históricamente a los arrebatos, a las rauxas reaccionarias y atávicas (segadors, maulets, carlistas, escamots y demás ralea), y que estaba a punto de caer en otra de ellas por culpa de 70 individuos sin legitimidad ni mandato, dispuestos a dar un golpe de Estado con salto atrás y salida de todas las instituciones internacionales a las que todos los catalanes quieren pertenecer y pertenecen. Como dijo Vicens Vives refiriéndose a la tan traída y llevada Guerra de Sucesión, los catalanes "lucharon contra la corriente histórica y esto suele pagarse caro". Catalanes: no paguemos más. Votemos. Contra el nacionalismo.

Gabriel Tortella es economista e historiador, coautor (con J. L. García Ruiz, C. E. Núñez y G. Quiroga) de Cataluña en España. Historia y mito (Gadir, 2017).

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