El drama y la farsa

Mientras el Gobierno insiste en proclamar el cumplimiento de la ley, ETA entra de nuevo en las instituciones democráticas. Y las dos cosas no pueden darse a la vez, salvo que se participe de la irresponsabilidad que el Gobierno ha elevado a principio definitorio de su gestión. Irresponsabilidad en el sentido más genuino y literal del término, el de no sentirse concernido, ni interpelado ni obligado a dar a explicaciones porque siempre hay otra instancia a la que atribuirle la decisión cuya autoría el Gobierno no quiere asumir. Si De Juana pasea es porque los médicos así lo han prescrito; si su novia le acompaña, es porque las normas del hospital lo permiten; siempre hay un juez, un médico, una organización o, simplemente, el pasado tras el que escudarse para que todo resbale. Por supuesto que también hay coartada para el regreso de los siervos políticos de ETA a las instituciones. Los jueces que lo deciden, la policía que encuentra o no encuentra pruebas, la guardia civil que contradice a la policía, el fiscal general que se enseñorea de la acción penal subordinándola a las consideraciones de oportunidad más cómodas para el Gobierno.

Antes de que empezaran a correr los plazos para la presentación de candidaturas a la elecciones municipales, ya se podía prever que ETA-Batasuna consideraría todas las posibilidades para burlar una ley como la ley de Partidos bastante bien equipada precisamente para evitar el fraude. Podía crear un nuevo partido, optar por agrupaciones electorales o parasitar un partido ya existente como el caso de Acción Nacionalista Vasca y su precedente el Partido Comunista de las Tierras Vascas. Al final, los terroristas han optado por desplegar su batería fraudulenta mediante los tres mecanismos de comparecencia electoral utilizándolos conjuntamente. Han demostrado así una capacidad de movilización que poco tiene que ver con la desbandada que sufrieron tras su -auténtica- ilegalización y el desmantelamiento de sus instrumentos de coacción civil y política. Pero también, al graduar el nivel de contaminación terrorista en sus diferentes candidaturas (ASB, agrupaciones electorales, ANV), han facilitado las cosas a un Gobierno cuya debilidad le acucia a buscar la recomposición del falso proceso de paz que, diga lo que diga, se niega a dar por roto. Como ETA se ha encargado de dejar claro aludiendo a su capacidad de matar, el precio de este precario tinglado es hacer posible que 'ese mundo' recupere masa crítica en las instituciones, lo que significa subvenciones, información, cargos, reactivación de las plataformas para el matonismo y la amenaza. En efecto, con semejante avalancha de candidaturas, el Gobierno se asegura una buena pesca de modo que puede exhibir cifras muy presentables de candidaturas impugnadas aunque lo relevante, al final, sean las que han pasado. Como un juego de prestidigitación, se desvía la atención del público moviendo una mano mientras el truco lo hace la otra en la que nadie repara.

El Gobierno puede jugar a su propio victimismo con ese tono ofendido al que recurre a falta de defensa más creíble. Como era de esperar, se vuelve a hablar de malintencionados procesos de intención fabricados por el Partido Popular. Lo cierto es que para dedicarse a los procesos de intención gratuitos contra el Gobierno, el Partido Popular acierta con demasiada frecuencia y lo peor es que la falta de credibilidad gubernamental se percibe mucho más allá de las fronteras electorales e ideológicas del PP, a no ser que se comparta la opinión de algún destacado dirigente socialista vasco que, por ejemplo, considera a Fernando Savater un personaje de la extrema derecha.

Pues no. Ni Savater es de extrema derecha ni medio país se ha vuelto paranoico. Lo que ocurre es que cada paso que se ha dado en este llamado proceso ha aumentado las sombras, ha hecho mas inquietantes los silencios de quienes podía esperarse claridad y ha ido fundando nuevas sospechas. ¿Acaso no es preocupante que la responsabilidad política de impulsar la obtención de pruebas que deberían impedir la presencia etarra en las elecciones se encuentre en manos de quienes 'verificaron' una y otra vez que el alto el fuego de ETA era sólido, general y no se sabe cuántas cosas más? ¿Es que resulta disparatado ver en el discurso y en las actitudes gubernamentales un reflejo como de Pavlov cada vez que la banda exhibe las pistolas? ¿Es que no es cuestionable que, sistemáticamente, todos sean responsables de lo que ocurre menos el Gobierno?

El Gobierno y específicamente su presidente y los dirigentes del Partido Socialista que ven su suerte electoral determinada por ETA están llevando al límite la prueba de resistencia del sistema democrático. Por un lado, se trata de elevar el umbral de la tolerancia de la sociedad provocando una creciente insensibilización ante lo que objetivamente resultaría escandaloso. Días atrás, en informaciones facilitadas por EL CORREO y luego seguidas por otros medios, se daba a conocer el estupor de los responsables de la lucha antiterrorista de Francia ante la incomprensible estrategia seguida por el Gobierno español al emprender el proceso cuando ETA se encontraba en su situación más vulnerable. El desencuentro, la visión francesa enfrentada al optimismo del Gobierno, los análisis carentes de base de real que los responsables antiterroristas vecinos se vieron obligados a desmentir formalmente en sede judicial constituyen una gravísima imputación política al Gobierno español, salpicada de reproches fundados como el chivatazo no explicado que frustró una operación contra la extorsión etarra, el escamoteo de la autoría del robo de las pistolas en octubre del año pasado o el disparatado episodio de los números de teléfono de contactos policiales franceses en manos de terroristas armados.

Lo anterior, con ser grave, no lo es tanto como el descrédito de la ley en cuanto instrumento democrático para garantizar la prevalencia de las libertades amparada por el Estado de Derecho. El relato gubernamental hace responsable a la ley de que un asesino en serie recupere masa muscular paseando con su novia. La ley y su imposible pretensión de poner límite al fraude etarra, sería también la culpable de que ETA-Batasuna, metamorfoseada como se quiera, eluda las exigencias democráticas. El mensaje que se pretende consolidar es claro: nos guste o no, la ley es impotente contra el terrorismo y lo que hemos presenciado en los últimos años no es más que un espejismo, un destello de eficacia ya amortizado. El descrédito de la ley, la denuncia de su presunta impotencia es la condición para que el Gobierno pueda legitimar una política de negociación con ETA. Por eso, se quiere volver a esa vieja imagen de la ley como un coladero inútil. Sabemos que no es verdad y que desactivar el potencial de la legalidad contra el terrorismo no sólo no acerca la paz sino que, además, destruye la libertad de los ciudadanos y alienta el desafío de los pistoleros. La farsa no acaba con el drama. Bien al contrario, al decir de Marx, la farsa es la forma en que el drama se repite.

Javier Zarzalejos