El duelo patológico en la pandemia

Estamos comprobando en nuestras carnes y espíritus la olvidada verdad de los ancianos versos de John Donne ante los estragos causados por la Covid-19: «Ninguna persona es una isla; / la muerte de cualquiera me empequeñece, / porque me encuentro unido a toda la humanidad. / Por eso, nunca preguntes/ por quién doblan las campanas; / doblan por ti». Como si los clásicos se anticiparan siempre a cualquier situación nuestra por inédita que nos parezca con sus sugerencias para entenderla y darle respuesta. En esta concentración de dolor generada por el legado de alrededor de 28.000 víctimas en apenas dos meses (el triple que las bajas nacionales en el Desastre de Annual que tantas cicatrices dejó en nuestra memoria), el fenómeno de este gran duelo en nosotros corrobora la afectación física y espiritual al que se refiere el empequeñecerse (diminish) del verso inglés.

No es casual que, para la descripción de los dolores psicológicos más intensos, como los que nos ocupan, esté la palabra congoja que en su origen catalán (congoixa) significa estrechez, ahogamiento. Tampoco lo es que angustia provenga en su origen latino de un sustantivo (angustus) que significa precisamente angosto, reducido. Todas estas expresiones refieren a una característica del duelo, ese peculiar fenómeno de que solo es capaz el ser humano entre todas las especies: condolerse es a su vez desgastarse, deshacerse, aminorarse. En este sentido, la intuición de John Donne aúna, como tantas veces, poesía y verdad.

El duelo patológico en la pandemiaY también por eso mismo en su origen latino nuestro vocablo dolor (dolere), del que proviene duelo, tenía la expresiva acepción de ser golpeado. Justo lo que hace en nosotros la pérdida del ser querido. De ahí que la muerte no sea solo un suceso individual sino social, en tanto quedan afectados los vivos. Y para estos la muerte es siempre de alguien y no la suya propia.

Ahora bien, para comprender ciertas notas características del duelo y estado anímico de tantos familiares y amigos de nuestros fallecidos, antes convendrá hacerse cargo de su considerable extensión. Si de forma conservadora aplicamos un cálculo de 10-12 personas golpeadas fuertemente por cada fallecido entre allegados directos y amistades cercanas, nos queda por ahora una constelación de dolientes por la pandemia no menor, si no me equivoco, a unos 3.000.000 de connacionales.

Y junto a su elevado número, es preciso entender las peculiaridades de su proceso de duelo que lo hacen en varios casos distinto a los patrones habituales. Así, la antropología médica observa dos grandes formas distintas bajo las que conllevar esa pena. Una, el denominado duelo normal y otra, el conocido como duelo patológico. Siendo en ambos fenómenos el dolor y la tristeza intensos la nota común, hay una serie de diferencias en su diagnóstico. De modo que el duelo normal suele ocurrir a los pocos días del fallecimiento en tanto que el patológico puede aparecer semanas más tarde (duelo retrasado) o ni siquiera aparecer de forma consciente. (duelo negado o enmascarado). Además, en tanto que en un duelo normal la duración no suele exceder los 12 meses, en el otro no tiene un cierre temporal definido. De la misma manera que mientras un duelo normal acostumbra a incapacitar a quien lo padece durante unos días, en el patológico la incapacitación puede durar varias semanas. Shakespeare, que conocía los pliegues del alma humana como nadie, creó con Hamlet el arquetipo universal de este tipo de duelo mórbido con sus manifestaciones y sufrimientos anímico-corporales inherentes.

Y es probable que un número no desdeñable de deudos y amistades de víctimas del coronavirus estén afrontando este tipo de duelo patológico Algunas notas bien amargas de las experiencias que han sufrido y sufren dichas afectados refuerzan este juicio y merece la pena detenerse en ellas.

1) La pérdida súbita: en numerosos casos los decesos se han producido de forma acelerada actuando como fulminante la tormenta de citoquinas Por más que fueran mayoritariamente personas de edad avanzada, su estado de salud previo hacía improbable prever en numerosos casos una desaparición inesperada. El doliente contaba con esa persona (padre, madre, hermano, abuelo…) en su mapa vital y padece la perdida como una amputación tan súbita como impensada.

2) Imposibilidad de la despedida: junto a ello, otra experiencia bien luctuosa ha supuesto en tantos casos la ausencia del acompañamiento final y despedida. Las restricciones hospitalarias y la incomunicación con las UCI o residencias han impedido esas conversaciones y acompañamientos finales tan importantes como consoladores. Y a menudo reconciliadores. Verdi era muy consciente de ello cuando hace morir a su Violetta en el acto final de La traviata rodeada de los suyos y disculpando: «Expiro en brazos de mis seres queridos». Del mismo modo, Tolstoi hace despedirse de los suyos a Iván Illich en su agonía profiriendo sus últimas palabras: «¡Qué alegría!», con que cierra los asuntos no resueltos de su familia. Todo eso ha sido negado a las víctimas. Y también, no lo olvidemos, a sus actuales dolientes.

3. Supresión del velatorio: Pero a la ausencia de despedida del enfermo se ha unido a menudo, por las medidas higiénicas, la no despedida o vela de sus restos. El velar al difunto cumple un importante papel psicológico, social y simbólico (no solo se hace porque alguien se ha ido sino, sobre todo, porque ha vivido). Su supresión complica la elaboración del duelo normal propiciando la aparición de mecanismos de negación, como la sensación de que la víctima no está muerta del todo o la posibilidad de que haya habido una confusión. Todo ello es terreno abonado en nuestro psiquismo para la aparición de duelos denominados complicados.

4. Sepelio anómalo: la rapidez con que se han ejecutado los entierros en muchos casos sin las exequias deseadas, el reducido número de allegados, la imposición de la cremación frente a la inhumación si tal era el deseo familiar, ahondan la percepción en el doliente de un desvanecimiento de la persona querida. Como si desde su ingreso incomunicado en el hospital, hasta su acelerada incineración todo hubiese sido un flujo mecánico más propio de objetos industriales que de realidades personales.

5. Imposibilidad de funerales y honras fúnebres: no menos importante ha sido el último cáliz que han bebido los deudos de la víctima: no poder celebrar funerales o memoriales por su difunto. De alguna manera, hasta que no se celebren, han sido muertes alitúrgicas lo que acentúa el carácter de anonimato y supresión de lo social y, en su caso, religioso en torno al difunto. No olvidemos que en su origen griego liturgia significa precisamente servicio público. Y que el funeral en su expresión religiosa implica una comunión entre el más acá que suplica por el descanso eterno del finado, acompaña y alivia a la familia, y propicia, junto al consuelo, el desencadenamiento del duelo normal. Ni siquiera ha habido, siguiendo el poema de John Donne, ese tañer de campanas que nos recuerdan la comunión espiritual entre vivos, dolientes y difuntos.

A esta abrumadora constelación de dolor se ha añadido una nota final. La ausencia del luto debido por parte de un Estado que, a su mediocridad revelada en estos meses, ha unido una frialdad y falta de finura moral para con las dos categorías de víctimas que ha traído esta pandemia: las físicas y las anímicas. Como si de él y su indiferente maquinaria no pudiese esperarse consuelo alguno. Y sí en cambio de aquellos otros versos con que Rainer Maria Rilke acaba su poema Otoño: «Y, sin embargo, hay Alguien que recoge / todas esas caídas / con suavidad inmensa entre sus manos».

Mientras quedamos empequeñecidos ante tanto y cruel dolor, lo cual quiere decir que somos humamos, penínsulas y no islas.

Ignacio García de Leániz Caprile es profesor de Recursos Humanos de la Universidad de Alcalá de Henares.

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