Por Ángel Cristóbal Montes, catedrático de Derecho Civil de la Universidad de Zaragoza (LA RAZON, 24/01/04):
Aunque en teoría en la democracia parlamentaria, a diferencia de lo que ocurre en la presidencialista, compiten los partidos, los electores votan a éstos y el liderazgo gubernamental es consecuencia de las urnas, en la práctica son también determinantes en ella las personas de los candidatos a presidir el Gobierno y, en buena medida, el votante al depositar su sufragio tiene en mente a aquellos antes que a las siglas de sus respectivas formaciones políticas.
Probablemente es inevitable, dado el tipo de reclamos que mueven al elector, el calor de una persona frente a la fría oferta de lo programático y la complicidad que siempre establece entre el elector y el elegido.
Efluvios políticos
Por ello, en el duelo Rajoy-Zapatero, de inmediato desenlace, las condiciones políticopersonales de ambos candidatos van a tener un peso significativo y aun determinante, sin que ello implique que los electores vayan a prescindir de los efluvios que en estos momentos emanan del Partido Socialista y del Partido Popular. El primero acude a la cita, tras ocho años de oposición, con el caudal político que ello significa, pero con unos lastres que le restan movilidad y empuje.
El segundo compite, después de ocho años de gobierno, con el peso negativo que ello implica, pero con una agilidad y garra que le permiten encarar el desafío con esperanza. Zapatero lleva más de tres años al frente de su partido y ha tenido suficiente tiempo y oportunidades, ante la inevitable arrogancia de todo gobierno de mayoría absoluta, para pulir su imagen, decantar su personalidad, vigorizar sus mensajes y penetrar en ese lugar secreto del elector donde anidan los genuinos líderes y se deciden las elecciones. ¿Lo ha conseguido de manera suficiente? Es lícito tener serias dudas al respecto, porque ha estado prisionero en exceso de ciertos mensajes, supuestamente izquierdizantes y de progreso pero pasados de moda por completo, que pueden pasarle onerosa factura entre los votantes de clase media urbana, no ha madurado como debería haberlo hecho y ha ido a remolque de los acontecimientos en exceso. La voz grave, el gesto adusto y la denuncia destemplada que ensaya ahora, en ocasiones se asemejan al enfado infantil. Rajoy recién acaba de acceder a la candidatura de su partido y va a tener que dilucidar en pocos meses una pugna con su contrario que, quizá, hubiera necesitado más tiempo. Sucede a Aznar, y ello es bueno y malo a la vez: bueno, porque reemplaza a un gobernante de ocho años en el poder y con un partido en su mejor momento; y malo, porque el votante del PP puede haberse acostumbrado a un tipo de candidato que, tal vez, no encaja con él exactamente. Sus suaves maneras, su gesto amable, su talante dialogante y su tendencia a «escuchar el punto de vista del otro» constituyen, sin duda, un bagaje político positivo, pero pueden también suscitar dudas en momentos, como el actual, de dura confrontación política y de batalla campal entre un gobierno y una oposición en los que se ha perdido, lamentablemente, en buena medida eso que los anglosajones llaman «agreement on fundamentals» (acuerdo en lo fundamentales), preciso y precioso en democracia. Las espadas, pues, estarían en alto, tal como sucede en toda lid política de entidad. José Luis Rodríguez Zapatero y Mariano Rajoy compiten por primera vez, pero no son nuevos, ya que el primero ha trasegado la oposición con largueza y el segundo ha cubierto lo gubernamental con holgura.
Dialogantes y equilibrados
Ninguno está contaminado, genera reacciones viscerales o choca con fuerza contra los modales al uso (que tanto alabara Burke), y ello es bueno; ambos son dialogantes, equilibrados y de buenas maneras.
Zapatero la de frescura, empuje, innovación y movimiento. Aunque de parecida edad, uno parece mayor y el otro más joven. Quizá, hasta podrían complementarse, pero el elector español va a tener que elegir entre ellos, en un ejercicio político que, aun carente de dramatismo y morbosidad, tiene, empero, suficiente atractivo y llamatividad.