El eclipse de la Historia

«Es tan amable y encantador, que si hubiera podido ir en persona por toda Inglaterra estoy seguro de que habría obtenido todos los sitios del Parlamento». La cita, espigada por don Jesús Pabón, alude al político británico Charles Fox, el segundón tan perspicaz como disoluto de lord Holland. Su talento oratorio ensombrece los cánones ciceronianos, reducidos así a la categoría de cartilla para párvulos. Fox enhebrará interminables noches de vino con magistrales intervenciones ante los Comunes. Sin acusar el efecto de unas en otras ni de otras en unas. Pese a que se ha consagrado a la edad en que en otros apenas se atisba una promesa parlamentaria, a su padre solo le consuela su anuncio de matrimonio: «Al menos se verá obligado a meterse en la cama una vez en la vida».

Pabón, al historiar la misma era napoleónica, da cuenta de una segunda anécdota. Transcurre en la primavera de 1804 cuando Beethoven concluye su Tercera Sinfonía. Se la ha brindado al héroe del momento, pero antes de la edición final rompe el rótulo del manuscrito. La que ha titulado Bonaparte pasa a llamarse Heroica. La dedicatoria, de una suprema melancolía, contiene un reproche indisimulado al vencedor de Arcole: «Para celebrar el recuerdo de un gran hombre». Napoleón se ha coronado Emperador y el irascible alemán escupe a su cetro.

Ambas anécdotas expresan los últimos coletazos creativos de un mundo, el occidental, que para algunos está próximo a agotar su ciclo. El modelo liberal británico ha fermentado en el tonel del tiempo y la costumbre desde la «Carta Magna» de Juan sin Tierra (1215). Puede permitirse el lujo de cientos de representantes libertinos. Napoleón ha dicho que «todos los males... vienen de Londres». Bajo su corona cobija la alternativa, la del impulso final de la Ilustración, aunque su revolución, para institucionalizarse y pervivir, vuelva las grupas a lomos de un iluminado. Ya se sabe que el sueño de la razón produce monstruos.

No obstante, Napoleón y Fox, como Francia y Gran Bretaña, vienen a coincidir en lo básico. Tradición y progreso son dos caras de una misma moneda. Responden a una idéntica concepción de la Historia que, en su lectura teológica judeo-cristiana (de culminación de la Creación) o ilustrada (de emancipación de la naturaleza y mayoría de edad del hombre), resultan obra sustancial y privativa de Europa. Fue precisamente la ruptura de esa mentalidad histórica la que, a juicio de un olvidado catedrático llamado Jesús Fueyo (1922-1993), caracteriza nuestro tiempo. Su tesis, «resolutiva y arriesgada», se basaba en la desangelada constatación de un «eclipse de la Historia» que afectaba por igual a la inteligencia académica y a la comprensión de lo cotidiano. El europeo contemporáneo se había convertido en un ser ahistórico y ello oscurecía todas sus estructuras de convivencia.

De hecho, el citado «eclipse» constituyó el tema de su ingreso, en octubre de 1981, en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. Fueyo, un hegeliano a carta cabal que dirigió el Instituto de Estudios Políticos del franquismo, quedó expulsado de la vida intelectual por su pasado compromiso. El que se refugiara en posiciones inmovilistas durante nuestra Transición no anula, en todo caso, lo sugestivo y original de muchas propuestas de su pensamiento. Ni que sus previsiones sobre las «nacionalidades» y el Estado autonómico, coincidentes con las del liberal y antiguo combatiente republicano Julián Marías, puedan sonrojar hoy a quienes entonces las despreciaron por agoreras.

El caso es que este profesor hoy desconocido ya había constatado la gran crisis cultural, la agonía del pensamiento en los herederos de la gran partera de la metafísica llamada Europa. Lo dejó escrito en «La vuelta de los budas» (1973), un ensayo tan erudito como sugestivo y hoy poco accesible. Allí se refirió al nuevo opio de la igualdad, una suerte de nirvana de Occidente. Este budismo singular recuerda a lo que hoy describe Byung-Chul Han, una de las pocas luminarias del pensamiento presente. Este filósofo de origen surcoreano y afincado en Alemania, que reveladoramente acude a los mismos referentes que Fueyo (San Agustín, Heidegger, Kant, Hegel o Schmitt), ha denunciado «la expulsión de lo distinto».

Un adversario intelectual como Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón reconoció a nuestro hombre como una persona de bien y una fina inteligencia al que la peripecia personal privó de sus legítimas aspiraciones políticas. Considerándose bien pronto un «ex ministrable», Fueyo dispuso de una pequeña finca a la que bautizó como «El Aventino». Allí pacía su exigua ganadería, dos vacas que atendían al nombre de Matesa y Rumasa.

Casi hay que forzar el ánimo para recordar, con el desaparecido catedrático, que es la forma de vivir y revivir el pasado lo que denota la actitud de un pueblo ante su Historia. Por mucho que recorriese España a bordo de su Peugeot, el actual presidente no ha emulado a Fox copando la mayoría de escaños del Parlamento. Pero está al fin instalado en el Palatino monclovita. De su magra formación y parvos méritos seguirá hablando su tesis doctoral, pero nadie podrá arrebatarle ya la condición de expresidente. Su punto programático más reconocible, exhumar los huesos de Franco, ha merecido el aguijón de un genial columnista: «El socialismo tirando de cantera».

Álvaro de Diego González, profesor de Historia Contemporánea Universidad a Distancia de Madrid (UDIMA).

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