El efecto Depardieu

ES posible que a Gerard Depardieu le hubiera gustado verse reflejado en la Tercera del ABC más por motivos cinematográficos que por fiscales, aunque la fama que está cobrando por estos últimos empiece a ser, al menos, como la que le han proporcionado muchas de sus películas. La mención que el ministro Montoro le ha dedicado hace unos días en el Senado es un reflejo más de esto.

El actor francés ha trasladado su domicilio fiscal de la luminosa París a Nechin, un pueblo belga a doscientos kilómetros de la capital francesa, y desde el sábado empadronado en Rusia, empujado por el incremento de la presión tributaria sobre los llamados ricos que ha impulsado François Hollande, y buscando zonas cercanas a Francia más benignas fiscalmente. «Me voy –ha declarado quien encarnó a Obelix y Cyrano- tras haber pagado impuestos en 2012 por el 85 por 100 de mis ingresos». Lo que ha ocurrido no es, sin embargo, nuevo. Hace años varios miembros de la acaudalada familia Mulliez, propietaria de Alcampo y Decathlon, se instalaron en Nechin; les siguió Bernard Arnault, cabeza del conglomerado de productos de lujo LVMH y una de las mayores fortunas del mundo.

El episodio, al margen de incidencias extravagantes, ha dado alas, gracias al gran eco social proporcionado por el personaje concernido, al problema de los límites de la tributación individual, en especial de la propia de los denominados ricos, noción tan fácilmente demagógica como susceptible de un sinfín de interpretaciones.

El endurecimiento de la tributación exigida a los de elevados ingresos proyectado en Francia es notable. La Ley de Finanzas de 2013, aprobada por la Asamblea Nacional el 20 de diciembre, contenía distintas medidas que gravaban ciertas rentas, por ejemplo, las profesionales superiores a un millón de euros, con tipos del 75 por 100; otras, como las derivadas de ciertas plusvalías inmobiliarias y las de acciones gratuitas, que podían llegar al astronómico tipo del 90,5 por 100. Diputados y senadores encabezados por el ex primer ministro François Fillón recurrieron ante el Consejo Constitucional. Este órgano, el 29 de diciembre, antes de que entrase en vigor aquella Ley y con rapidez que choca con la lentitud equivalente española, declaró inconstitucional varias de estas medidas, entre ellas, la elevación al 75 por 100 de los tipos de las rentas a las que me acabo de referir.

Pero el tema de los límites a la tributación, especialmente con respecto a las rentas más altas, supera las fronteras francesas. Los Estados Unidos tuvieron en vilo al mundo económico los últimos días del pasado diciembre con el problema denominado «abismo fiscal»; uno de los puntos cruciales en la correspondiente pugna entre republicanos y demócratas fue la nueva tributación de los cacareados ricos; al final, el tipo de la imposición sobre la renta se incrementó desde el 35 al 39,5 por 100 para los rendimientos del trabajo superiores a 400.000 dólares; el de los del capital desde el 15 al 20 por 100, y el del impuesto sucesorio al 40 por 100 cuando la herencia sea superior a 5 millones de dólares. En España, el pacto entre CiU y Esquerra Republicana se ha adentrado con brío en este terreno: la recuperación del Impuesto sobre Sucesiones y la rebaja del mínimo exento del Impuesto sobre el Patrimonio de 700.000 a 500.000 euros, se unen al tipo máximo Impuesto sobre la Renta, que llega al 56 por 100, solo superado en Europa por Suecia con el 56,4 por 100.

¿En qué situación se encuentra el sistema tributario español ante las olas que traen el aumento de la presión tributaria para los económicamente poderosos?

Ante todo recordemos que algunas de estas olas ya han llegado a España. Los incrementos de los tipos del Impuesto sobre la Renta, que en su tramo más alto van desde el 51,9 hasta el 56 por 100 según comunidades autónomas, el restablecimiento del Impuesto sobre el Patrimonio, el aumento de la carga sobre los rendimientos del capital y el reciente agravamiento de la tributación de las plusvalías de menos de un año son eslabones de lo que afirmo.

La duda se centra ahora en determinar si nuestro sistema tributario, radicalmente anclado en la Constitución de 1978, puede admitir la llegada de nuevas olas como las que han llevado a Depardieu a salir huyendo de las garras del Fisco francés.

Creo que visto su actual nivel, los tipos del Impuesto sobre la Renta no se pueden elevar más sin correr el grave peligro de lo confiscatorio vedado constitucionalmente; llevando las cosas a su último extremo, el límite del 60 por 100 para la carga conjunta de dicho Impuesto y del Patrimonio podría admitir todavía algún muy ligero retoque al alza. La tributación de las plusvalías debe acercarse más a la del resto de los rendimientos con vuelta a los coeficientes de reducción por el transcurso de los años. El Impuesto sobre las Sucesiones y Donaciones de padres a hijos, a mi juicio, debe restablecerse con carácter general, si bien a tipos muy moderados y a partir de una base imponible económicamente de verdad importante. La tributación de las SICAV ha de ser modificada para atajar los resquicios que su actual regulación abre al abuso. Por si lo anterior fuera poco, creo firmemente que el Impuesto sobre el Patrimonio en su actual configuración, además de otras muchas deficiencias, no constituye instrumento adecuado para la tributación de los patrimonios muy elevados. Si se sigue optando por su discutible mantenimiento, creo que debería transformarse en un nuevo tributo que cumpla exclusivamente funciones de control patrimonial hasta bases imponibles muy sustanciosas, y que sólo a partir de éstas se articule con tipos muy moderados. C on independencia de otros aspectos concretos y carnavalescos, el caso Depardieu ha sacado con intensidad a la luz pública varias cuestiones importantes. Destaco: la inesquivable necesidad de que se tomen medidas en la Unión Europea que impidan o, al menos, limiten la competencia fiscal entre los Estados miembros en la imposición personal directa; la existencia de límites infranqueables en los impuestos personales exigibles a las rentas muy altas, pues los denominados ricos también tienen derechos constitucionales en materia tributaria, y, por fin, que la contribución al sostenimiento de los gastos públicos en pos de la justicia y la cohesión social no debe quedar en el campo tributario solo en manos de los impuestos, también debe buscarse a través de las tasas por prestación de servicios públicos en las que su exigencia según la capacidad económica del beneficiado debe tener cada vez más juego. Todo ello sin olvidar que la meta fundamental en estos momentos es la lucha sin cuartel contra el fraude y las fórmulas que persiguen escaparse del correcto pago de los impuestos.

Por Luis María Cazorla Prieto, de la Real de Jurisprudencia y Legislación.

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