El efecto mariposa

Por Bernard-Henri Lévy, escritor y filósofo francés. Vértigo norteamericano: viaje por los Estados Unidos tras los pasos de Tocqueville es su obra más reciente (EL MUNDO, 06/11/06):

La paradoja de la democracia norteamericana y muy en especial de estas elecciones de mitad de mandato presidencial es que ambas son locales, incluso provinciales. Se ventilan en torno a las escapadas homosexuales del senador de Florida Mark Foley; a la utilización del vocablo macaco (un epíteto racista en desuso) por el senador de Virginia George Allen para referirse a un voluntario que trabaja para su rival en estas elecciones, o a la cuestión del matrimonio homosexual en Dakota del Sur, Carolina del Sur y Wisconsin. La mayoría republicana del Senado se perderá o se mantendrá de acuerdo, en parte, con lo creíbles que parezcan las promesas del Gobierno Bush en Nueva Jersey, Missouri, Tennessee y Virginia. En resumen, que todo se decidirá en función de rivalidades a escala local.

Sin embargo, éstas son las únicas elecciones de auténtica importancia global en el mundo. Ésta es la única batalla electoral, que nosotros sepamos, de la que depende, en un sentido estricto, el destino del planeta. ¿Por qué?

Si hay «estados que van a cambiar de signo» en los Estados Unidos de hoy, también hay «temas que van a cambiar de signo»; si lo prefieren, hay cuestiones de una importancia colosal, de las que dependen nada menos que la guerra, la paz o la supervivencia del mundo. Sobre estas cuestiones es sobre las que la opinión de los Estados Unidos, y por ende la de su propio Gobierno, se muestra dubitativa y vacilante, y sobre las que en cualquier momento puede inclinarse en una dirección o en otra, de acuerdo con los porcentajes de votos en las urnas.

Si los demócratas se apoderan del Congreso, por ejemplo, es probable que pongan en marcha toda una catarata de preguntas, comisiones de investigación y propuestas en relación con las numerosas medidas polémicas que ha tomado el Gobierno Bush a lo largo de los últimos seis años, dirigiendo nuevamente la atención de la opinión pública hacia temas como la legalidad de las «interpretaciones extraordinarias» de las leyes y la corrupción entre los representantes de la Administración norteamericana en Irak y Afganistán.

Poco después, el presidente descubrirá de repente, eso creo yo, que la noción de «combatientes enemigos» es inconstitucional y clausurará el campamento-prisión de la Bahía de Guantánamo, en Cuba. ¡Qué victoria para la democracia! ¡Qué derrota, en consecuencia, para los propagandistas del odio y el terrorismo!

La Guerra de Irak no va a cesar milagrosamente. Sin embargo, un Gobierno Bush condicionado por una minoría republicana en el Congreso se vería obligado a abrirse a las alianzas y, en determinadas circunstancias, a tener en cuenta opiniones discrepantes, particularmente las que salgan de dentro de su propio partido. Surgirán voces que exigirán ser oídas en el debate que se ha eludido a lo largo de cuatro años sobre el error estratégico de capital importancia que ha sido la intervención en Bagdad. A medida que se vayan soltando las lenguas, se vaya dando rienda suelta a la imaginación y las posiciones ideológicas inamovibles empiecen por fin a ceder, saldrán a la luz propuestas de soluciones e incluso escenarios de retirada de Irak.

A la inversa, una mayoría demócrata en el Senado y en el Congreso, aun en el caso de que no cambie nada en cuanto a la profundidad de los sentimientos anti norteamericanos en Europa, privará a los gobiernos europeos de su coartada providencial en pro de la inacción y de su espíritu de contemporización: el espantajo de la soberbia desmesurada de Bush. Se verán obligados (o esa mayoría contribuirá a que se vean obligados) a tomar parte más activa en la lucha global contra el islamofascismo, que es el gran problema de nuestros tiempos.

De sobra es sabido que en Francia, por ejemplo, existe la tentación de suspender o reducir la cooperación con los esfuerzos desplegados por los Estados Unidos sobre la base de que, desde los días inmediatamente posteriores al 11 de Septiembre de 2001, la lucha contra el terrorismo dura y dura sin que se vislumbre un final. Sin embargo, una derrota dolorosa del equipo de Bush en las elecciones no justificaría en modo alguno una decisión de esa naturaleza al otro lado del Atlántico. Si tuviera enfrente un gobierno norteamericano que representara un espectro más amplio de opinión, al presidente francés le resultaría muy difícil explicar la retirada de los comandos franceses de Afganistán. En otras palabras, una Casa Blanca obligada a entrar por alguna forma de multilateralismo -tal y como exigen los demócratas- pondría a Europa entre la espada y la pared de manera mucho más contundente que las bravatas anteriores de la Casa Blanca, los llamamientos a las cruzadas o los sermones de cristianos renacidos sobre el fin de los tiempos.

Una victoria de los partidarios de la libertad de elección de la mujer para interrumpir el embarazo en Dakota del Sur, o de los adversarios de la venta libre de armas en Ohio, obligará a la Casa Blanca, sin tener que perder la cara de manera humillante o incluso mostrándose explícitamente de acuerdo con los argumentos del ex futuro presidente Al Gore, a reconsiderar sus posiciones irresponsables sobre el Protocolo de Kioto y la contribución de los Estados Unidos a la reducción de las misiones de gases de efecto invernadero. Por mucho grupo petrolero de presión que haya, Bush no va a poder fingir que no tenía ni idea de que los norteamericanos tuvieran también algo que decir en la batalla por la supervivencia del planeta, del que todos dependemos.

En pocas palabras, que a pequeñas causas, grandes efectos. A batallas individuales, un descomunal efecto mariposa. Muy pronto lo sabremos. Las dos victorias de los maniacos de los «valores morales» en los años 2000 y 2004 no fueron nunca un movimiento, sino una batalla en la retaguardia. La dirección constante de los últimos 40 años de Historia de Estados Unidos (en favor del triunfo de los derechos y libertades, de la democratización del sur, de la relajación de las rigideces morales) demuestra que el fenómeno Bush es, por encima de todo, una última trinchera, la embestida postrera y terrible de un animal que sabe que está herido y que se juega el todo por el todo; prevalecen los motivos para estar esperanzados a pesar de las razones para estar preocupados.