El Eje de Europa

Por Luis Racionero, ensayista y director de la Biblioteca Nacional (EL MUNDO, 15/11/03):

Se ha oído afirmar últimamente que la actitud de España junto a Inglaterra e Italia en la guerra de Irak pone en peligro la unidad europea. La untuosa aquiescencia reverencial de muchos intelectuales -es un decir- españoles ante lo francés y alemán les lleva a suponer que el discrepar del eje francoalemán es un peligro para la Unión Europea. Tomando la oración por pasiva se podría hipotetizar que la entente francoalemana es un peligro para el resto de países europeos al que estas dos potencias puedan reducir al papel de comparsas.

No hay que haber estudiado mucho para percatarse de que Francia y Alemania no le han dado nada a España, fuera de lo legislado en los fondos de cohesión. La actitud paternalista de Giscard con Suárez -venga usted, joven, que le explicaré lo que es la democracia- y de Mitterrand o Kohl con González no dejaron lugar a dudas sobre la condescendencia de ambos países con respecto a España. Cuando ésta decide formar eje con Italia e Inglaterra, los azorados germanófilos se rasgan las vestiduras porque España «quiere romper la unidad europea». Supongo que lo que España quiere es hacerse oír en la nueva Europa y no ser un comparsa protegido pero obediente de Francia y Alemania.

Cuando se es el décimo país mundial y se ha alcanzado el rango de exportador de capital hay que cambiar la mentalidad para reajustar el trato con las viejas potencias. Que el embajador español -un pesado, por cierto, como cuenta Harold Nicholson en su precioso ensayo sobre el congreso de Viena- hiciera el ridículo ante Talleyrand, Castelreagh y Metternich en 1815 no quiere decir que esa subordinación haya de durar indefinidamente. Es más, las potencias suben y bajan, cambiando el equilibrio político, de modo que naciones hegemónicas -España lo fue en el siglo XVI- decaigan mientras otras suben. Pero incluso las decrépitas se pueden volver a preponderar.

No estoy diciendo que España sea una potencia mundial como lo fuera en tiempos de Felipe II, incluso yo diría que ni ganas si para ello hubiera que pagar el precio de la Inquisición, el oscurantismo y la prohibición de importar libros europeos, pero sí me parece necesario abandonar el derrotismo y la afición a la España Negra que aún guía los análisis de algunos columnistas contemporáneos -de esos que reconocían que «contra Franco vivíamos mejor»-. Contra Aznar es más fácil escribir -llamarle asesino o estúpido, por ejemplo, como solía leerse en el periódico de la oposición- que argumentar análisis realistas, objetivos y ponderados sobre lo que conviene al país. Que se pueda insultar con tal libertad al presidente del Gobierno debería alertar a estos anacrónicos izquierdosos que los tiempos han cambiado hacia una mayor libertad de expresión que ellos en sus células estalinistas no han conocido ni todavía practican.

Pero estos columnistas izquierdosos del tipo de los del periódico El País son ya un residuo de la Historia, un imserso marxista que se resiste a morir y pervive creyendo que sus habituales críticas -antaño generosas y valientes, ahora irreales, desplazadas y facilonas- se refieren a España, cuando el país que ellos -en su senilidad- llevan en la cabeza ya no tiene que ver con el país real.

Algo semejante parece pasarles a los franceses con Europa. Así Guizot, en su curso de Historia de la civilización en Europa, dictado en La Sorbona en 1830 escribe: «La civilización europea ha entrado, si se me permite decirlo, en la eterna verdad, en el plan de la Providencia y camina según las vías de Dios: es el principio racional de su superioridad. No se puede adular a nadie, ni siquiera al propio país: pero creo poder decir sin lisonja que Francia ha sido el centro, el hogar de la civilización de Europa. Sin duda hay en el genio francés algo sociable, simpático, algo que se propaga con más facilidad y eficacia que el genio de cualquier pueblo: sea por efecto de nuestra lengua, del giro de nuestro espíritu o de nuestras costumbres, nuestras ideas son más populares, se presentan más claras a las masas y en ellas penetran más rápidamente: en una palabra, la claridad, la sociabilidad, la simpatía son el carácter peculiar de Francia, de su civilización y esas cualidades la hacen eminentemente adecuada para marchar a la cabeza de la civilización europea».

Leo con estupor este inmodesto alegato propio de un joven al que se ha muerto su abuela, pero por si cupieran dudas, recoge el tema Víctor Hugo: «Francia tiene de admirable que está destinada a morir como los dioses, por la transfiguración. Francia se convirtió en Europa. Ciertos pueblos acaban por la sublimación, como Hércules, o por la ascensión, como Jesucristo. Podría decirse que en un cierto momento un pueblo entra en constelación; los demás pueblos, astros de segunda magnitud, se agrupan en torno a él y así es como Atenas, Roma y París [nota del autor: uno se acuerda sin querer de Reus, París y Londres] son pléyades, leyes inmensas.Grecia se ha transfigurado y convertido en el mundo cristiano; Francia se transfigurará y se convertirá en el mundo humano.La revolución de Francia se llamará la evolución de los pueblos.¿Por qué? Porque Francia lo merece, porque carece de egoísmo, porque no trabaja para sí sola, porque es la creadora de esperanzas universales, porque representa toda la buena voluntad humana, porque allí donde las demás naciones no son más que hermanas, ella es la madre. Esta maternidad de la generosa Francia resplandece en todos los fenómenos sociales de esta época; los demás pueblos le dan sus desdichas, ella les da sus ideas».

Palabras proféticas, pero desdibujadas por la dialéctica de la Historia: los hechos parecen indicar que la Francia centralista y la mentalidad que hicieron posibles estas palabras han quedado superadas por la hegemonía de Inglaterra en el siglo XIX y en la actualidad por la potencia económica de Alemania, que es la locomotora de Europa. Dicho sea sin olvidar, por otra parte, que fue Francia quien destruyó intelectualmente y en la práctica el antiguo régimen aristocrático e impulsó la Europa moderna.

El enfoque de Nietzsche parece más contundente que el autocomplacido optimismo francés; para Nietzsche una de las esquizofrenias básicas de Europa es la dicotomía cristianismo-barbarie, la moral del esclavo frente a la del guerrero. Como suponía Gibbon el cristianismo puede verse como un recurso de los romanos para sojuzgar por la mente lo que no podían dominar por las armas: el éxito fue completo, los bárbaros se convirtieron, y los obispos y legados ocuparon el lugar de cónsules y tribunos romanos. «La iglesia católica es el espectro del imperio romano», remachaba Gibbon.La pérdida vital que esto supuso para el individualismo germánico es lo que denunciaba Nietzsche. El tema no es ocioso, puesto que el cristianismo contiene un factor fundamental en oposición al individualismo del guerrero: el sentimiento igualitario, la doctrina de amor al prójimo, la pacífica filosofía de convivencia contenida en los Evangelios y las Bienaventuranzas. Si los hombres medievales eran o no muy conscientes de esto, es difícil saberlo, pero existieron canales políticos y prácticos para llevar a la realidad cotidiana estas creencias: las órdenes religiosas y el poder de los clérigos. Recordemos la regla de San Benito: «No se anteponga el noble al que procede de condición servil, que ante Dios no hay excepción de personas». La iglesia cristiana fue un organismo de poder abierto a hombres inteligentes de cualquier rango social; en sus jerarquías lograron elevarse gentes de todos los estratos, convirtiéndose en el agente de movilidad social de los siglos oscuros.

El igualitarismo cristiano, en oposición a la ética individualista del guerrero, está en la base de la democracia moderna: por él se han abolido la esclavitud y las segregaciones de casta y raza.Esto sucedió lentamente y quizá aún no se haya conseguido por completo, pero como idea ha sido eficaz y constante en el trabajo de socavar los cimientos aristocráticos del régimen antiguo, heredado del feudalismo germánico, que se basaba, precisamente, en el individualismo del guerrero.

Parece que de Nietzsche sale en parte el Mein Kampf de Hitler, una argumentación -por llamarlo de alguna manera- que dio al «Eje Europeo» de los años 30 y 40 una siniestra contundencia.A la espera de saber en qué consiste el eje francoalemán actual creo que no faltan motivos para presentar algunos ejes alternativos que puedan resultar beneficiosos para el resto de países de la unión. Algo basado en Maquiavelo, Mill, Ortega e Isaiah Berlin, pongo por caso.