El eje resolutivo Cáucaso-Balcanes

Los primeros vehículos blindados georgianos que entraron en Tsjinvali, la capital de Osetia del Sur, la ma- ñana del 8 de agosto pasado, fueron algunos de los Cobra adquiridos a Turquía meses antes. A pesar de la embarazosa contribución que habían tenido los turcos en el rearme georgiano, llamó la atención la muy matizada postura de Ankara durante la crisis de este verano. Turquía supo jugar por su cuenta: miembro de la OTAN, no secundó las agresivas posiciones de esta organización en los días posteriores a la crisis. Ankara demostró una vez más que su diplomacia sabe moverse con soltura en toda la zona de Oriente Próximo, Mediterráneo Oriental, Cáucaso y Asia Central.

Turquía no podía permitirse el lujo de alinearse en el conflicto georgiano, debido a sus intereses cruzados con todas las partes en conflicto. Moscú tuvo muy en cuenta esa circunstancia cuando llevó a cabo su intensa labor diplomática posterior a la guerra, y el Gobierno turco respondió de forma ingeniosa con la propuesta de un pacto de estabilización y cooperación para el Cáucaso. Fue una finta, pero bien jugada, porque estaba en la línea de una solución posible a la crisis: la acción integradora en la zona del Cáucaso, que no de confrontación.

Junto con Ankara, otra de las cancillerías que parece estar aprovechando su posición de neutralidad es Madrid, que, ante Moscú, tiene a su favor la baza de no haber reconocido la autoproclamación de la independencia de Kosovo, el pasado febrero. España es uno de los pocos socios europeos que, hoy por hoy, pueden actuar con ideas propias en el eje Cáucaso-Balcanes. En torno a ese cigüeñal estratégico gira en buena medida la solución del delicado momento que viven las relaciones entre Europa y Rusia. Cuando un grupo de países de la Unión Europea se lanzaron en febrero a reconocer la autoproclamada soberanía de Kosovo, quedó malparado uno de los argumentos clave del proceso de construcción europeo: su capacidad para superar los viejos conflictos nacionalistas en los rincones más sensibles del Viejo Continente. Porque el reconocimiento de Kosovo significaba crear más problemas de los que solucionaba, al establecer nuevas fronteras duras, en vez de contribuir a borrarlas.

Ahora, en el Cáucaso acaba de aparecer una oportunidad de reconducir esa situación. Y podría venir con la propuesta de integración en la UE de las tres repúblicas del Cáucaso: Georgia, Armenia y Azerbaiyán. Al fin y al cabo, son países europeos y los dos primeros se cuentan entre los estados más pretéritos del continente. Rusia no pondría objeciones, siempre que la integración no significara el paralelo ingreso en la OTAN de esos países, o alguna forma de potencial amenaza militar.

En esta ocasión, Moscú lleva la iniciativa, y lo sabe. Da igual que determinados grupos de presión en la OTAN se empeñen en buscar la solución a la crisis del Cáucaso con la huida hacia adelante. Es posible que la integración de Georgia en la Alianza Atlántica tarde bastante tiempo en hacerse efectiva, y para entonces veremos en qué situación está la OTAN, cuyo deterioro interno a raíz de la intervención en Afganis-
tán es muy evidente.

La crisis financiera internacional, de no arreglarse rápidamente, repercutirá en las inversiones multimillonarias que exige el mantenimiento de la eficacia de la Alianza. Estados Unidos ya no es el coloso económico de hace cinco lustros y su propio rearme está siendo financiado con préstamos del exterior. Esto es: no podrá permitirse los dispendios en alta tecnología militar de la era Reagan, ya no digamos desplegar redes de bases en micropaíses militarmente indefendibles.

O sea, que el único protagonista occidental que está haciendo algo positivo y realista en la zona de crisis caucásica es la Unión Europea, o algunos de sus socios, tirando del carro. Lo demás, desde el estricto punto de vista de la geoestrategia, son fantasías y guerra de propaganda. En realidad, la OTAN debería tener cuidado de no dañar la labor ni la coherencia de la UE, lo cual la dejaría aún peor parada y políticamente aislada como institución. Por contra, puesto en marcha el proceso de integración en el Cáucaso, el resultado final podría ser el de una Osetia del Sur y una Abjasia que, dentro de algunos años, no hicieran ascos a la integración en un ámbito comunitario caucásico circunscrito al espacio de Schengen.

La perspectiva de una inclusión del Cáucaso meridional en la Unión Europea tendría efectos beneficiosos para todos, estabilizando la zona e incluyendo la normalización en las relaciones entre Bruselas y Moscú, que serán decisivas para afrontar la crisis económica global. Y, a más largo plazo, restauraría la idea central de que, de una forma u otra, en el proceso de integración todavía se encuentra la clave para la solución (o conjugación) pacífica de las contradicciones interétnicas y los conflictos nacionales en el espacio europeo, incluyendo los Balcanes y, por supuesto, Kosovo y la delicada situación de Serbia. Pero, como no se utilice de forma resolutiva, el eje de conflictos Cáucaso-Balcanes continuará funcionando de forma destructiva para la política y hasta la supervivencia de la UE en estos momentos tan delicados.

Francisco Veiga, profesor de Historia Contemporánea de Europa Oriental y Turquía, Universitat Autònoma de Barcelona.