El ejemplo de la II República

Cuando el 14 de abril de 1931 los dirigentes republicanos ocuparon el poder tuvieron la oportunidad de consolidar un régimen democrático que diera estabilidad a España. Pero llevar adelante ese proyecto exigía una voluntad de acuerdo y pacto que nunca tuvieron. Aunque en aquella España radicalizada ese era un reto extremadamente difícil de afrontar con éxito, ni siquiera lo intentaron.

El Gobierno encargó al diputado y jurista Ángel Ossorio y Gallardo que coordinara un anteproyecto de Constitución de la República, texto que fue rechazado por ser demasiado moderado, especialmente en la cuestión religiosa. Se creó entonces una comisión presidida por el penalista y miembro del Partido Socialista Luis Jiménez de Asúa, que el 27 de agosto afirmó en el acto de entrega del anteproyecto a las Cortes: «Ésta es una Constitución de izquierda... para que no digan que hemos defraudado las ansias del pueblo». Pocas semanas después, Manuel Azaña afirmó en el Congreso: «Si yo perteneciera a un partido que tuviera en esta Cámara la mitad más uno de los diputados... en ningún momento habría vacilado en echar sobre la votación el peso de mi partido para sacar una Constitución hecha a su imagen y semejanza». Ese era el panorama: una Constitución de media España contra la otra media o reflejo del programa de un partido.

Los dirigentes republicanos no previeron que para llevar adelante su proyecto era imprescindible contar con gobiernos estables, apoyados en amplias mayorías parlamentarias. Y la ley electoral no limitó la endémica fragmentación de grupos en el Congreso. El resultado fue que tras las elecciones de noviembre de 1933 obtuvieron representación 32 partidos, y 33 tras las de febrero de 1936. Para formar Gobierno era preciso poner de acuerdo a demasiadas formaciones políticas, y en consecuencia todos los gobiernos de la República fueron débiles y efímeros. En poco más de cinco años hubo 19 gobiernos con una duración media que no alcanzó los tres meses y medio de vida.

A la debilidad parlamentaria de los gobiernos se añadieron las contradicciones ideológicas de la coalición entre Acción Republicana, el partido de la burguesía de izquierdas liderado por Manuel Azaña, y el Partido Socialista con un sector revolucionario encabezado por Francisco Largo Caballero. «Al proletariado se le sirve trabajando por la democracia proletaria, contra la democracia a secas, que es la democracia burguesa», decía «Claridad», órgano del sector «largocaballerista» el 14 de julio de 1935.

El artículo 46 de la Constitución preveía la creación, entre otros, de los seguros de enfermedad, paro o vejez. Se trataba de una declaración programática que precisaba un desarrollo posterior con leyes aprobadas en Cortes para que esos derechos pudieran exigirse ante los Tribunales. No se desarrolló este mandato constitucional, salvo en la ley de Jurados Mixtos y poco más, y quedó en una declaración de principios sin carácter vinculante.

El Gobierno abordó una reforma agraria en septiembre de 1932 con el objetivo de redistribuir 60.000 hectáreas. El proyecto encalló desde el principio, entre otras razones porque, incapaz de hacer una reforma fiscal eficaz, el Gobierno no dispuso de fondos para pagar el justiprecio de las expropiaciones. Pero su fracaso se debió fundamentalmente a la torpe gestión de los responsables políticos encargados de llevarla acabo. Manuel Azaña escribió en sus «Diarios» el 6 de julio de 1933: «Lo más inasequible del mundo es pedirle a Domingo detalle de ninguna cosa [...] su desconocimiento de las cosas del campo es total». Marcelino Domingo era el ministro de Agricultura encargado de sacar adelante la reforma agraria.

La implantación del nuevo régimen se produjo en medio de una dura recesión económica mundial. El desempleo se dobló entre 1930 y 1935, y en este año la renta per cápita retrocedió a los niveles de 1923. Los gobiernos de entonces no adoptaron ni una sola medida para hacer frente a la crisis.

En noviembre de 1933 los partidos de centroderecha ganaron las elecciones. Pero el presidente de la República se negó a nombrar presidente del Consejo de Ministros a José María Gil Robles, líder de la CEDA, el partido más votado con 115 diputados, y a que se incluyeran a sus miembros en el ejecutivo con el pretexto de que no eran republicanos, aunque se habían declarado «accidentalistas» y aceptaron la legalidad republicana. En octubre de 1934 accedió a que entraran en el Gobierno tres miembros de la CEDA, y un sector de la izquierda respondió con una revolución que en dos semanas causó 1.345 muertos y 3.000 heridos.

A la inestabilidad de los gobiernos le acompañaron graves quebrantos del orden público, que ocasionaron tres mil muertes. Esa violencia y las muchas intentonas revolucionarias, mayoritariamente anarquistas, motivaron que entre 1931 y 1936 hubiera que declarar 21 estados de excepción, 23 estados de alarma y 18 estados de guerra.

Cuando tras la muerte de Franco hubo que construir un Estado democrático en el que cupieran todos –derecha e izquierda, monárquicos y republicanos– aprobar una Constitución y una ley electoral, hacer una reforma fiscal, enfrentarse a una crisis económica mundial, convertir en exigibles los derechos de prestación de los trabajadores, o proponer como presidente del Gobierno al líder del partido con más votos en un gabinete de coalición, lo que se hizo en los años de la II República fue un ejemplo.

Un ejemplo a no seguir.

Emilio Contreras es periodista.

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