El ejemplo japonés

La resiliencia —es decir, la capacidad de los individuos o de los grupos para superar y reaccionar positivamente frente a circunstancias especialmente difíciles y adversas— parece aplicable de forma muy especial al pueblo japonés. A lo largo de su historia ha puesto a prueba esta capacidad en numerosas ocasiones. Los grandes terremotos de Ansei (1855), el de Kanto (1923) con más de 140.000 muertos y más recientemente el de Kobe (1995) que produjo 6.400 víctimas, demostraron de forma inequívoca que la ciudadanía japonesa sabe anteponer con toda naturalidad el interés colectivo al individual, manteniendo, además, la calma, la paciencia y las buenas formas con verdadera elegancia y aportando solidaridad, e incluso generosidad, en su grado máximo.

Todo ello se ha vuelto a comprobar en el terrible tsunami que asoló Fukushima (en español, «Isla de la buena Fortuna») y Sendai y otras poblaciones cercanas el 11 de marzo del 2011, causando 15.846 muertos y 3.317 desaparecidos. Todo el resto del mundo admiró la serenidad y el estoicismo con el que los ciudadanos japoneses reaccionaron ante la tragedia. No hubo prácticamente escenas de pánico, ni pillajes, ni protestas, ni abusos de ningún género. El número de voluntarios superó el millón de ciudadanos que colaboró en el terremoto de Kobe. Se llegó a asegurar incluso que las organizaciones mafiosas (especialmente la Yakuza, la más temida de Japón en cuanto a crimen organizado) prestaron servicios eficaces de asistencia y de ayuda a personas necesitadas.

El Premio Príncipe de Asturias de la Concordia 2011 se concedió a los Héroes de Fukushima y en el acta se hizo constar «la respuesta serena y abnegada de la sociedad japonesa que tuvo su más alta expresión en los grupos de personas que llevando esa abnegación a un grado heroico pusieron en riesgo la propia vida al afrontar en la central siniestrada y su entorno las tareas que evitaron una tragedia humana y ambiental de mayores dimensiones». Pero lo importante es destacar que ni estos héroes —a los que tuve el privilegio de saludar en Oviedo— ni ningún ciudadano japonés aceptan reconocimiento o elogio por un comportamiento que en muchos países tendría, en efecto, la consideración de heroico. No ven mérito alguno en hacer lo que hay que hacer y entienden a la perfección que en determinadas circunstancias hay que «ser un solo cuerpo» («ittai») para poder luchar con éxito.

Las razones de esta actitud ante los desastres naturales —e incluso en los artificiales generados por las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki— se enraízan en una cultura milenaria en la que destacan los siguientes componentes:

— Un emplazamiento geográfico en el «anillo o cinturón de fuego del Pacífico» que facilita la aparición periódica y reiterada de esos desastres naturales. El veinte por ciento de los terremotos del mundo superiores a los seis grados en la escala Richter tienen lugar en Japón, un país en donde los seísmos leves son prácticamente diarios. Es algo por lo tanto que la ciudadanía asume, como pedía el pensador Tetsuro, «con bella resignación».

— Una identificación intensa con la naturaleza que les lleva a una aceptación de la misma en todas sus manifestaciones incluyendo las más amables y también las más violentas y dolorosas. En un reciente encuentro, un profesor japonés, en respuesta a los elogios de los asistentes por la actitud de su pueblo, se limitó a recordar el concepto del ying/yang, en el sentido de que no es posible separar absolutamente el bien del mal, ni lo bello de lo feo. A la naturaleza —añadió— hay que asumirla con respeto y admiración en todas las formas y circunstancias.

— En el mundo europeo y en el americano la tendencia básica es la de dominar y controlar la naturaleza mientras que en el mundo oriental la idea esencial es convivir con ella en equilibrio y armonía. Los jardines en las dos culturas reflejan esta dualidad de posiciones a la perfección al igual que la mayoría de los espacios arquitectónicos. Son culturas profundamente diferentes.

— La religión es sin duda un factor decisivo, no solo en lo que afecta a la relación con la naturaleza, sino en su conjunto con la actitud social de los japoneses. El sintoísmo (la religión originaria y la del Estado hasta 1945), ahora claramente superado por el budismo, no ofrece una deidad única. Afirma la existencia de muchas divinidades («kami») que se encuentran en la naturaleza o en seres espirituales superiores. Ni el sintoísmo ni el budismo son monoteístas, ni tienen dogmas, ni libros sagrados, ni buscan por principio su expansión o desarrollo. No proclaman su condición de religiones verdaderas y, aún menos, la de ser la única verdadera. Ambas religiones (hay expertos que dudan que técnicamente lo sean) descansan sus mensajes en la meditación, en la armonía y en el control de las pasiones humanas hasta alcanzar la iluminación o el nirvana y en ese proceso el respeto y la identificación con la naturaleza es un elemento constante.

Estas y otras razones —el tema es ciertamente complejo— sirven para comprender la actitud japonesa ante los desastres naturales y también su forma de entender la vida. Todos los pueblos de la tierra tienen sus virtudes y sus defectos, sus épocas históricas gloriosas y otras menos gloriosas, sus comportamientos positivos y negativos, es decir, volvemos al ying/yang. Japón no es ciertamente una excepción. No puede enorgullecerse de todo. Pero hay muchos aspectos de su cultura que merecen más atención y más cuidado por parte del resto del mundo occidental.

En este primer aniversario lo importante es recordar y destacar que la reacción del pueblo japonés ante el desastre de Fukushima fue y sigue siendo realmente admirable, por más que ellos se resistan a ser admirados. Afrontó todos los daños con verdadera entereza. Sin aspavientos, sin dramatismos, sin buscar en esos daños excusas ni compasiones. Con un serio sentido de la dignidad humana. A lo largo de este año ha sido capaz de normalizar la situación en casi todos sus aspectos, incluyendo su enorme capacidad tecnológica y económica. El periodista irlandés Eamon Fingleton, en un reciente artículo publicado en el New York Times, «El mito del declive de Japón», afirma que «este país debería considerarse como un modelo, no una advertencia. Si un país logra reunir la voluntad suficiente para que sus ciudadanos tiren juntos del carro, puede transformar a su favor incluso las circunstancias menos prometedoras».

Japón y España deben y pueden entenderse mejor. Nuestra presencia económica es incomprensible e injustificadamente baja en un país que siempre será un eje principal del área del Pacífico, la zona de mayor crecimiento del mundo. Tenemos sin duda culturas no contradictorias pero sí muy distintas en cuanto al papel del individuo en la sociedad. Pero al mismo tiempo nos atraen intensamente nuestras diferentes culturas y tenemos en común cosas sorprendentes como el mismo alto nivel de longevidad, el bajo índice de natalidad y la dieta basada en el pescado, siendo los dos países del mundo que más consumen este alimento. No podemos transformar ni adaptar nuestra cultura a la japonesa pero sí absorber de ella algunos principios de aplicación general. Lo de «tirar juntos del carro» sería el más importante en este tsunami económico en el que estamos más inmersos de lo que nos damos cuenta.

Por Antonio Garrigues Walker, jurista.

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