El Ejército español

Uno se pone a mirar alrededor en busca de un tema alegre, risueño, positivo que llevarse a las cuartillas, aunque solo sea por variar, pero no encuentra más que ceños, ruinas, desolación por todas partes. De ser poeta, que no lo soy ni de lejos, escribiría otra epístola a Fabio, aunque no tan moral como la de Rodrigo Caro. La economía, pese a los primeros indicios de recuperación, tiene todavía un largo camino por recorrer hasta alcanzarla, y como no sigamos esforzándonos, nos quedaremos donde estamos o peor. La cultura es una jungla en la disputa de subvenciones. La educación, una fábrica de parados. La ciencia, una fuga de cerebros. La justicia, un mar encrespado donde bracean algunos jueces que solo quieren ser jueces y no una finca de la política. En cuanto a esta, ¡Dios mío! Estamos ante un inmenso pesebre donde las nuevas generaciones aprenden que el que se mueve no sale en la foto ni en ningún sitio, el inmovilismo es total y los errores no hacen más que agigantarse.

Estoy, naturalmente, exagerando, lo reconozco. Pero salga a la calle y pregunte al primero que encuentre sobre la situación, y comprobará que su respuesta no se diferencia mucho de lo que antecede, no importa su condición social ni el partido al que vote. Así, ¿cómo vamos a hacer un país, cómo vamos a salir de la crisis?

En este panorama desolador, solo encuentro un oasis, un motivo para la sonrisa: el Ejército. El Ejército español es el único estamento que ha crecido en estima de una manera lenta pero ininterrumpida en los últimos años. Si nos ponemos a mirar de cerca, con buenas razones, todo indica que es el único que se ha puesto al día, el único que ha hecho realmente la Transición, el único que puede equipararse a sus equivalentes en las democracias más desarrolladas. Todo él, sin distinción de Armas ni de rangos, de destinos ni procedencias. Y lo ha hecho, además, silenciosa, pacientemente, sin alardes, con modestia incluso, lo que resulta sorprendente dado nuestro carácter. Aquel Ejército vencedor de la Guerra Civil es hoy un Ejército que asume su puesto en la sociedad civil con disciplina castrense y naturalidad exquisita, como puede comprobar cualquiera que lo observe con ojos desapasionados. Aparte de haberse profesionalizado hasta equipararse a las fuerzas armadas de nuestros aliados más importantes, como estos reconocen y ellos demuestran en las misiones exteriores que se le han encomendado.

¿Cómo ha podido ocurrir tal milagro?, ¿lo es? No lo sé. En mis tiempos, ya lejanos, de corresponsal en Alemania tuve oportunidad de visitar Die Akademie der Innere Führung, «La Academia de Conducta Interna», por la que debían pasar todos los oficiales alemanes antes de recibir sus despachos, y en ella se les instruía sobre las virtudes cívicas para que no volviera a ocurrirles la desgraciada experiencia de los tiempos nazis, cuando se obedecieron ciegamente órdenes que iban contra todos los derechos humanos.

Pero nuestros jefes y oficiales no han necesitado tal academia, lo han hecho por sí mismos, sin alardes, pero a fondo. Compartiendo con ellos no noto, tanto en el trato como en la buena forma física, la menor diferencia con sus colegas de países con larga tradición democrática. Concretamente, con los norteamericanos, los que más conozco, uno de cuyos generales me prestó su tarjeta de crédito, al fallarme la mía, para que pudiera enviar mi crónica a ABC cuando visitaba su base militar (importe que le envié religiosamente al volver a Nueva York).

He tenido ocasión últimamente de visitar la Academia Naval de Marín y la Academia General de Zaragoza, y el ambiente que se respira en ellas es enriquecedor. Aquellos cadetes respiran tal seriedad, tal dedicación, tal convencimiento, que impresionan. Han elegido la profesión militar no por el brillo del uniforme, que ya no luce como tras la guerra, ni por la paga, que es magra, ni por la comodidad, que es muy poca, pudiendo ser despachados en cualquier momento a un punto peligrosísimo de África o Asia. Han elegido todo eso porque es su vocación. Les tira tanto que aceptan incluso tener que cursar otra carrera que, muy posiblemente, no les gusta tanto, una ingeniería técnica, lo que les obliga a un doble estudio y un doble trabajo. En Marín he encontrado profesores de la Universidad de Vigo que les instruyen en esas materias, y en Zaragoza, los de aquella universidad. A muchos alumnos les cuesta, naturalmente. Pero uno esperará en vano la menor queja.

Como de sus mandos, pese a los recortes que ha sufrido su presupuesto. El Ejército es el único estamento social español que no ha preguntado, como todos los demás «¿qué hay de lo mío?», cuando tiene razones de sobra para hacerlo, dadas las misiones que se le encargan y el profesionalismo con que las realiza.

Aunque este no es el lugar para entrar en honduras sobre un tema tan amplio como el que tratamos –nos falta espacio y tiempo para ello–, conviene recordar que el ejército moderno, formado por ciudadanos dispuestos a luchar e incluso morir en defensa de su país, muy distinto por tanto de los ejércitos antiguos formados por mercenarios o lansquenetes, es un producto de la Revolución Francesa; de ahí que Napoleón, otro producto de ella, dijese aquello de «el Ejército es la Nación». No sería, sin embargo, siempre así, y en más de una ocasión y lugar –incluso recientemente, como estamos viendo en Egipto– el Ejército es «una nación dentro de otra nación», como se le ha acusado. Resulta curioso al respecto lo que Marx dijo sobre el nuestro en el libro La revolución en España, que escribió conjuntamente con Engels: «Utilizado por todos los partidos políticos, no tiene nada de extraño que el Ejército español tomase a veces el poder en sus propias manos». Pues, aunque puede parecer extraño a las últimas generaciones, durante el siglo XIX buena parte del Ejército español fue liberal –que en aquellos tiempos significaba ser de izquierdas– e incluso encabezó alzamientos y gobiernos de ese signo. Ya en el siglo XX, iría adoptando una actitud cada vez más conservadora, a medida que la izquierda se radicalizaba y los nacionalistas o regionalistas, como entonces se les llamaba, se hacían más independentistas.

Lo importante es que el Ejército español, más profesional que nunca en su historia, se ha adaptado a la democracia mucho mejor que el resto de los estamentos sociales, incluida la clase política. Posiblemente haya contribuido a ello el profesionalismo del que les hablaba. Un profesionalismo que les ha imbuido el principio de que la milicia es, ante todo y sobre todo, servicio. Y ¿quién está hoy dispuesto a servir en una España donde todo el mundo, personas e instituciones, lo único que hacen, hacemos, es pedir, pedir y pedir?

José María Carrascal, periodista.

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