El elefante y el pavo real

En un momento de grandes tribulaciones como este, en el que nadie parece estar a la altura de sus obligaciones y ni los magistrados del Constitucional ni el presidente del Congreso son capaces de asumir sus responsabilidades institucionales, date una vuelta por el Tribunal Supremo. Se lo recomendé el miércoles a un contertulio de Veo 7 y te lo propongo hoy a ti, lector demócrata apegado a los valores de la Transición, querido español con sentido del Estado, ahora que, más que preocuparte, te angustia todo lo que está pasando. Vete al Supremo o acompáñame al menos a visitarlo.

Nada más franquear la puerta a la que se accede desde la plaza de la Villa de París voy a presentarte a dos personas principales que sientan cátedra en el vestíbulo. Aquí Justiniano, gran compilador del derecho y la jurisprudencia romana hasta el siglo V; aquí Alfonso X el Sabio, autor del Código de las Siete Partidas que unificó las leyes del Reino en el siglo XIII.

Hechas las reverencias de rigor a ambas estatuas, procedamos sobre la alfombra verde que recubre los peldaños de mármol de la solemne Escalera Real y, al llegar al primer rellano, rindamos tributo al escudo del tribunal, grabado en la pared sobre pan de oro y flanqueado por dos banderas de España: es el haz de los fasces romanos, es el hacha que da la fuerza a esa unión, es la balanza que simboliza la equidad, es el collar de la Justicia creado por el orfebre Pablo Cabrero en tiempos de Isabel II, es el ojo que todo lo ve, representando la actitud vigilante de los jueces.

Desde ese mismo lugar, levantemos la vista y descubramos la belleza sensual de la desnuda diosa Themis en una vidriera cenital que la representa con la espada y la balanza, ejerciendo su imperio sobre el refulgente escudo de las Españas: el castillo, el león rampante, las barras de Aragón, las cadenas de Navarra, la granada… todo lo que unieron los Reyes Católicos y unido sigue desde entonces.

Igual da que tomemos ahora el ramal izquierdo o el derecho de la bella balaustrada de hierro forjado, rematada por un pasamanos dorado. Pronto estaremos bajo las imponentes arañas de la Galería de los Pasos Perdidos, contemplando el reflejo sobre el suelo de las esbeltas columnas jónicas de mármol blanco, rematadas por capiteles auríferos. Casi de puntillas, conteniendo la respiración, nos deslizaremos sobre sus mosaicos pulidos y brillantes, flotando entre tanta grandeza.

Entonces descubriremos, elevando la vista, cuatro frescos cuyas tonalidades ingenuas evocan el escaparate de una pulcra pastelería. Están ceñidos por sendos marcos rectangulares de madera, algo aguitarrados por los lados. Es la tetralogía sobre la Justicia que pintó Alvaro Alcalá Galiano, Conde del Real Aprecio, a comienzos del siglo XX, ignorante del trágico destino que le llevaría a ser fusilado en Paracuellos.

La primera figura representa a la Verdad, tal y como siempre yo la he imaginado: una mujer evanescente de piernas interminables, senos escuetos y pubis insinuante que deambula entre las nubes. La segunda es el ángel alado del Progreso. La tercera es el Delito, un criminal que cae a los infiernos aferrado a su puñal y su botín. Y la cuarta, la Riqueza, una mujer egoísta inestablemente asentada sobre un cúmulo de nubes, con un curioso animal de contorno circular al lado.

Pero antes de que la mirada pueda detenerse en ese bicho tan especial, será el rótulo inscrito en el dintel de una puerta de madera verde artesonada el que desplazará nuestra atención: “Sala 2ª”. Empujaremos la manivela y asomaremos la cabeza, descubriendo a la derecha el estrado y a la izquierda, bajo el imponente Cristo de Alonso Cano, la doble hilera de bancos por cuyo pasillo aún parece deambular el ectoplasma de Felipe González, atrapado allí desde que acudió a declarar por los crímenes de los GAL.

Sólo un par de escalones y unos postes unidos por un cordón rojo separan del público la tarima en la que se sienta el tribunal que desde hace casi dos siglos viene entendiendo de las grandes causas penales. Tras la imponente mesa alargada de madera lacada se alinean 15 sillones de cuero marrón y alto respaldo. Hoy están vacíos, pero no es difícil imaginarse en ellos, con sus togas recién planchadas, sus puñetas o vuelillos bien almidonados, su placa bruñida y su medalla en forma de escudo a los 15 magistrados que componen la Sala.

A unos pocos podemos ponerles cara: mira, la silla de en medio es la de Juan Saavedra; ¿pero dónde se sentará Luciano Varela?; ¿cuál será el sitio de Adolfo Prego?; ¡caray, cuánto tiempo hace que no veo a Carlos Granados!… Pero la mayoría son apenas referencias periodísticas. Tildamos a Perfecto Andrés Ibáñez, a Joaquín Jiménez, a Alberto Jorge Barreiro o a Andrés Martínez Arrieta de progresistas y decimos que Marchena, Sánchez Melgar, Soriano, Colmenero, Monterde o, con matices, Berdugo y Maza -menudos nombres para unos jueces- son conservadores. Apenas nada más. Ninguno da entrevistas, ninguno hace declaraciones. En conjunto son 15 hombres sin rostro. Igual que todos sus antecesores, igual que todos los que les sucederán. Quince sillones que periódicamente cobran vida, insuflados por el soplo de las leyes.

Catorce de estos 15 hombres de facciones diluidas -todos menos Granados- han intervenido ya en las tres decisiones de admisión de las causas especiales contra Baltasar Garzón y en nada menos que 11 resoluciones adicionales sobre su curso procesal. Todas se han adoptado por unanimidad y todas han sido desfavorables al querellado. Lo mismo ha ocurrido con la reciente decisión sobre los trajes de Camps, adoptada por una sala de cinco. Y, curiosamente, los mismos medios y sectores que en las últimas semanas vienen organizando una batahola indescriptible, poniendo de chupa de dómine a los magistrados, atribuyéndoles las más aviesas intenciones y los más mezquinos sentimientos por proceder contra su ídolo, se han aquietado de repente, convirtiendo su apreciación de indicios de cohecho impropio en la conducta del presidente valenciano en una verdad revelada y en la más sólida plataforma de agitación política.

Todos hablamos de la Justicia según nos va en ella, es decir según la concordancia o discrepancia de sus resoluciones con nuestros intereses, valores y anhelos. Durante los años que abarca la memoria, la Sala Segunda ha dictado sentencias de gran trascendencia y enorme valor cívico y ha servido de marco a alguna que otra vileza. Ha acertado y se ha equivocado. Ha logrado agarrar a la verdad por los tobillos para mostrarla en toda su elocuente desnudez y ha fracasado en su persecución por fallos propios y ajenos. Pero siempre ha encarnado con dignidad la función jurisdiccional, observando las normas procesales, motivando las sentencias, anteponiendo el respeto a la Ley a cualquier otra consideración o cubriendo al menos las formas para poder dar la apariencia de hacerlo. Han pasado los jueces, la Sala de lo Penal permanece.

La historia del Supremo va unida a la de nuestro constitucionalismo, pues no en vano su creación con tal nombre y atribuciones muy similares a las actuales fue obra de las Cortes de Cádiz. Y es significativo que desde esa perspectiva constituyente la defensa de la independencia judicial implicara desde el primer momento la contrapartida del control de la conducta de los jueces. Así quedó nítidamente establecido en el discurso pronunciado el 20 de junio de 1812 por el magistrado asturiano Ramón de Posada y Soto -especialista en Derecho de Indias y gran coleccionista de pintura- con motivo de su toma de posesión como primer presidente del Supremo.

Es una lástima que este párrafo no haya sido invocado hasta ahora en relación a lo que se dirime en las causas contra Garzón y a lo que podía y debía hacer el Consejo del Poder Judicial al respecto: “El artículo 252 [de aquella Constitución] prohíbe que los magistrados y jueces sean depuestos sino por causa probada y sentenciada, ni suspendidos sino por acusación intentada legalmente. Antes de ahora no habremos tenido excusa delante de Dios si no hemos procedido bien; de hoy más, fuera del alcance de la arbitrariedad y el despotismo, tampoco la tendremos delante de los hombres”.

El cuadragésimo cuarto sucesor de Ramón de Posada y Soto al frente de la institución, Carlos Dívar, suele comparar al Tribunal Supremo con un elefante sólido y cabal que va avanzando impertérrito en medio de la maleza entre las flechas, piedras y denuestos que le van lanzando los nativos más hostiles. A lo largo de sus casi 30 años de ejercicio en la Audiencia Nacional, así como en sus primeros destinos en Extremadura o el País Vasco, Dívar ha encarnado las principales características que ya en 1758 Lorenzo Guardiola atribuía al buen juez en su obra ‘El Corregidor Perfecto’.

Repasemos algunas de ellas y veamos a quiénes les cuadran -a la mayoría de los actuales miembros de la Sala Segunda sin duda- y a quién no: “Que sea modesto… que sea agradable, benigno, cortés y afable; no altivo, feroz, descompuesto, cruel o sobradamente duro… que no sea muy hablador ni se jacte de sí mismo… que no sea pomposo y presuntuoso, persuadiéndose que por su propia ciencia acierta en todo… que no sea novelero, esto es amigo de hacer novedades, alterando los buenos usos y costumbres del Pueblo… que sea recatado… que no sea dado a vanquetes [sic] ni convites, especialmente privados, ni tenga amistades estrechas… que no sea extremado ni singular en sus determinaciones; esto es, que no haga solo su voluntad, ni siga su propio parecer, mayormente si fuera contrario al común sentir de los Sabios”.

Está visto que, por desgracia, en la Audiencia Nacional no todo se pega y se contagia. Pero de momento aquí, esta mañana en la que tú y yo, lector demócrata, querido español atribulado, nos hemos acogido a sagrado en esta basílica de las leyes, templo de la razón y palacio del Derecho, resulta reconfortante apartarse unos metros para ver pasar al elefante, aparentemente cansino, pero firme y seguro en sus pisadas -primero una pata, después la otra-, desplazando su inmensa mole a través del gran Durbar de la Historia. El elefante ha atravesado la Galería de los Pasos Perdidos, ha entrado en la Sala Segunda, ha depositado allí a sus 15 pasajeros y se ha quedado esperándoles junto al estrado. Tú y yo permanecemos mudos sobre el mármol, sintiendo que el Estado existe, que cuando todo lo demás falla siempre queda la Justicia, que como dijo Mirabeau en una ocasión solemne: “No somos salvajes llegados desnudos a las orillas del Orinoco para formar una nueva sociedad”, de Estatut en Estatut, sino miembros de una “vieja Nación” de la que podemos sentirnos orgullosos.

Y es justo en ese momento cuando volvemos a fijarnos en el bicho, en el pintoresco, extravagante y orondo animalejo que acompaña a la representación de la Riqueza en uno de los frescos de marco aguitarrado que nos miran desde el techo. Es un pavo real con las alas desplegadas en un inmenso abanico de casi 360 grados. Según los editores del mejor libro sobre el Supremo, “simboliza la aspiración imposible de eternidad”.

Hay que admitir que el pavo real tiene gracia y embelesa, pero en cuanto lo miras un rato ya sólo sientes tortícolis. Sus vanidosas plumas verdes lo engullen todo y hacen casi imposible reconocer sus propias facciones. Pero de repente eres tú el que detectas algunos rasgos familiares en el brillo de las gafas, la caída de ojos, los mofletes, el pelo prematuramente blanco…

-Pero, oye, ¿este no se iba a ir al Tribunal de La Haya?

-Sí, eso es lo que yo creía… Pues parece que no… que al final le han dado los Servicios Especiales, pero en el fresco de Alcalá Galiano.

-Bueno, eso es lo que él quería, ¿no? Una plaza en el Supremo. -¡Ah!, sí, claro. Disecado de por vida.

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.