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El embargo estadounidense a Cuba fracasó, busquemos otra solución

Banderas de Estados Unidos y de Cuba cuelgan de un balcón en La Habana. Credit Iván Alvarado/Reuters
Banderas de Estados Unidos y de Cuba cuelgan de un balcón en La Habana. Credit Iván Alvarado/Reuters

Ya han pasado sesenta años desde que Fidel Castro tomó La Habana, así que es momento de que tanto Cuba como Estados Unidos maduren. Dejemos que Cuba vuelva a ser un país normal.

Cuba no es ni la tiranía demoniaca conjurada por algunos conservadores ni el paraíso de los trabajadores heroicos que conciben románticamente algunos izquierdistas. Simplemente es un país pequeño que está cansado y que no representa una amenaza para nadie; una nación con una educación y atención médica impresionantes, pero con un Estado policial represor y una economía disfuncional.

Mientras me trasladaba desde el aeropuerto, vi algunos carteles que condenaban el embargo estadounidense como el “genocidio más largo de la historia”. Eso es ridículo. Sin embargo, el bloqueo sí es absurdo y contraproducente, y no consigue más que perjudicar al pueblo cubano, a quien supuestamente tratamos de ayudar.

Después de seis décadas, ¿no podemos avanzar? Quitemos el embargo, pero sigamos presionando a La Habana para que mejore en cuanto al respeto de los derechos humanos y deje de apoyar a regímenes opresores, como los de Nicaragua y Venezuela.

Veamos los matices: Cuba empobrece a sus ciudadanos y les niega derechos políticos, pero hace un buen trabajo proporcionándoles educación básica y manteniendo sano a su pueblo. Como lo señalé en este artículo de opinión sobre el sistema de atención médica de la isla, la tasa oficial de mortalidad infantil es más baja que la de Estados Unidos (la tasa real puede serlo o no).

No soy experto en Cuba y no sé cómo evolucionará el país, pero tiene un nuevo presidente, Miguel Díaz-Canel, que está realizando experimentos para abrir la economía. Fidel ya no está aquí y su hermano Raúl está desapareciendo de la escena.

En la década de los sesenta le teníamos miedo a Cuba. Temíamos que los países vecinos entraran como piezas de dominó al bloque comunista y que la Unión Soviética intentara colocar misiles nucleares en Cuba que pudieran amenazar a Estados Unidos. Sin embargo, a pesar de que esos temores se han disipado en la actualidad, nuestra política se ha osificado.

El expresidente estadounidense Barack Obama tomó las medidas necesarias para restablecer las relaciones diplomáticas y atenuar el bloqueo económico, pero el presidente Donald Trump dio marcha atrás y volvió a endurecer las medidas debido a una hostilidad instintiva a cualquier cosa que tuviera que ver con Cuba y con Obama.

Cuba está cambiando, aunque con demasiada lentitud. Cerca de una tercera parte de su fuerza laboral ahora está en el sector privado, y esta es casi la única parte de la economía que está prosperando. Me hospedé en un alojamiento de Airbnb —que cada vez son más numerosos en La Habana— y la gente se mostró amable, incluso si los gobiernos no lo son: cuando decía que era estadounidense, invariablemente recibía una gran sonrisa y alguna alusión a algún primo en Miami, Nueva York o Cleveland.

Además, un país que preserva con tanto cariño los autos estadounidenses antiguos merece un reconocimiento adicional. Me trasladé desde el aeropuerto en un Cadillac rosa modelo 1954.

Como otra señal de flexibilidad, Cuba negoció hace poco un acuerdo con las Ligas Mayores de Béisbol que permitirá que los jugadores cubanos viajen de manera legal a Estados Unidos para jugar en los equipos estadounidenses.

Sin embargo, tristemente, el gobierno de Trump está amenazando este acuerdo.

Si consideramos la continuidad de Corea del Norte y de Cuba, tendremos argumentos para afirmar que las sanciones y el aislamiento perpetúan los regímenes en vez de derribarlos. China nos enseña a no creer ingenuamente que el combate a la economía derrota a los dictadores, sino que, en general, los turistas y los inversionistas son quienes pueden ejercer una presión para que se produzca el cambio, y no una séptima década de embargo.

Además, el comercio, el turismo, los viajes y la inversión fortalecen a una comunidad empresarial y a una clase media independiente. Estas son herramientas para desestabilizar a un Estado policial y ayudar a los cubanos comunes y corrientes, pero nosotros las limitamos. Estados Unidos culpa a los Castro por empobrecer al pueblo cubano, pero nosotros también hemos participado en ese empobrecimiento.

El gobierno de Cuba no es benévolo. Es una dictadura cuya mala administración económica ha perjudicado a su pueblo y  que se ha perpetuado, según señala Human Rights Watch, “a través de detenciones sistemáticas y arbitrarias para hostigar e intimidar a sus detractores”. Sin embargo, casi nunca los asesina (o destaza en consulados extranjeros, como nuestra amiga Arabia Saudita), y tolera ciertas críticas procedentes de blogueros como Yoani Sánchez.

Cuba está modificando su Constitución y espero que con el tiempo —a pesar de los ideólogos tanto de La Habana como de Estados Unidos— las relaciones bilaterales sigan avanzando. Algunos jubilados que ahora pasan el invierno en Florida podrían convertirse en visitantes de invierno en Cuba, en vista de su atención médica, precios bajos, estupendas playas y mano de obra barata. En La Habana, se puede contratar a un auxiliar de atención médica en el hogar durante un mes por lo que cuesta un día de este tipo de servicios en Florida.

El auge económico de China comenzó a principios de la década de los ochenta, en parte gracias a las fábricas financiadas por los chinos en el extranjero. Después de que termine el bloqueo económico estadounidense, Cuba tendrá las mismas oportunidades que China de formar sociedades mutuamente beneficiosas con los cubanos que viven fuera de la isla.

Eso podría traer ventajas para ambos bandos. Durante sesenta años, hemos estado en pugna, como los Montesco y los Capuleto, en un conflicto cuyo origen ya ni siquiera recuerda con claridad la mayoría de los estadounidenses.

Así que basta, por favor. Ya deberíamos estar aburridos de toda una vida de antagonismos y recriminaciones mutuas. Dejemos a un lado la ideología, pongamos fin al embargo, moderemos la propaganda y brindemos juntos con un mojito.

Yo propongo un brindis por un nuevo comienzo.

Nicholas Kristof es columnista de The New York Times. Su libro más reciente, coescrito con Sheryl WuDunn, es A Path Appears.

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