El embate de los necios

Imagínese que un grupo de partidarios de una causa intentara avisar a la gente de lo que ellos perciben como un peligro, pero que ha sido refutado como tal por las evidencias científicas y, al propagar esos temores, generan conductas que ponen en riesgo al público en general, incluido usted. ¿Qué haría? ¿Qué debería hacer el gobierno?

El gobierno australiano ha dado respuesta a este asunto de modo radical: ha revocado la exención de impuestos a un grupo que busca evitar la vacunación humana, sobre la base de que la desinformación que propaga representa una amenaza para la salud pública, especialmente la infantil.

Además ha exigido al grupo que cambie de nombre, de “Red Australiana de Vacunación” a “Red Australiana de Escépticos de la Vacunación”, a fin de dejar en claro su perspectiva. “Nos vamos a seguir cerciorando de que se presenten como grupo anti-vacunación”, señaló el Ministro de Comercio Justo de Nueva Gales del Sur, Stuart Ayres. “Queremos estar seguros de que nunca más difundan información que se preste a confusión”.

No hay duda de que es terreno peligroso. Si bien la evidencia demuestra que las vacunas no causan los daños que sus detractores tercamente señalan, resulta preocupante que un gobierno restrinja la libertad de expresión. Ninguna sociedad libre debe hacer recaer en su gobierno la decisión de lo que puedan o no decir los grupos de opinión.

Sin embargo, en este caso la medida de las autoridades australianas fue por completo adecuada y, en lo esencial, un servicio público: proteger la seguridad y la salud de la población basándose en evidencias médicas sólidas y consistentes.

La evidencia refuta de manera concluyente las afirmaciones de los activistas anti-vacunas de que la vacunación infantil provoca autismo y otros daños al desarrollo neuronal. Sin embargo, un pequeño e insistente grupo de alarmistas que actúa en beneficio propio sigue difundiendo el temor a través de afirmaciones y mentiras que señalan que las vacunas hacen más daño que bien.

Una de las consecuencias es que las tasas de vacunación están bajando en algunas comunidades, especialmente aquellas en las que viven muchos libertarios anti-gobierno o ambientalistas que promueven el retorno a la naturaleza. Como resultado, en algunas áreas los niveles de “inmunización colectiva” para enfermedades como el sarampión y tos ferina han bajado del umbral necesario para evitar su dispersión a la población general. Cada vez caen enfermos más adultos en quienes la vacuna ha ido perdiendo fuerza o no es completamente eficaz, así como niños demasiado jóvenes como para haberla recibido: algunos han enfermado o incluso muerto por tos o asfixia.

A la vista de esto, la decisión del gobierno australiano está claramente justificada. Después de todo, parte del poder que delegamos a un gobierno es el de protegernos de amenazas que no podemos enfrentar individualmente. Cuando la evidencia es tan clara como en el caso de las vacunas, el gobierno tiene la autoridad y, de hecho, la obligación de emprender medidas en nombre de la seguridad pública.

Pero el de las vacunas es solo un ejemplo de cómo a veces los partidarios de un punto de vista ponen en riesgo al resto de la sociedad al rechazar las evidencias científicas. La negación ideologizada del calentamiento global producido por el hombre está impidiendo iniciativas para reducir los niveles de emisiones que afectan el clima o prepararnos para las consecuencias cada vez más obvias (y peligrosas) de esta inmensa amenaza. La oposición absolutista a cualquier norma que regule la propiedad de armas de fuego, en particular en Estados Unidos, está dificultando los intentos por impedir que quienes representen un riesgo para la sociedad tengan acceso a armas mortales.

Otro ejemplo es la resistencia a la biotecnología, especialmente a los alimentos modificados genéticamente. Algunas de sus aplicaciones podrían aportar enormes beneficios netos a la salud humana, pero la sociedad no los está disfrutando (y hay gente que sufre y muere como resultado) porque quienes se le oponen las rechazan por completo, debido a una aversión fundamentalista a las multinacionales, la agricultura comercial o las tecnologías modernas en general.

Considérese el “arroz dorado”, un híbrido modificado genéticamente que contiene el gen de las zanahorias que produce vitamina A. Un estudio reciente determinó que solo en India, si hubiera sido aprobado en 2002 (cuando estaba técnicamente listo) podría haber salvado 1,4 millones de años de vida ajustados por discapacidad de quienes sufrieron ceguera o muerte debido a la falta de vitamina A.

Es tiempo de rechazar a los fundamentalistas cuando sus posturas niegan evidencias científicas claras y nos ponen a usted y a mí en peligro. Los científicos deben alzar la voz, como lo hicieron hace poco en Inglaterra, cuando los investigadores que estudiaban una nueva cadena genética del trigo retaron a quienes se oponen a la manipulación genética a participar en un debate público. Estos declinaron hacerlo y, en lugar de ello, prosiguieron con sus planes de atacar los ensayos de campo, lo que acabó por hacer que disminuyera su apoyo popular.

Usted, yo y nuestros conciudadanos debemos reaccionar, escogiendo a qué grupos unirnos o apoyar con dinero. Tenemos que reaccionar en las audiencias públicas y dando nuestros testimonios para las leyes pendientes, y no permitir que las voces más apasionadas acobarden a nuestros políticos y legisladores, obligándolos a tomar opciones que buscan aplacar a la minoría que hace más ruido pero acaban por perjudicar a la mayoría de los ciudadanos. Y, cuando la evidencia sea clara y el riesgo inminente, los gobiernos deben tomar medidas como las que hemos visto en Australia.

Los sentimientos y los valores siempre deben tener voz en una democracia. Necesitamos la pasión de los partidarios fervientes de todas las posiciones para impulsar la sociedad. Pero cuando se niegan a aceptar los hechos, poniéndonos a todos en riesgo, es perfectamente justo que usted, yo y nuestros gobiernos digamos “Basta ya”, en nombre de la seguridad y salud públicas.

David Ropeik is an instructor in the Environmental Management Program of the Harvard Extension School, author of How Risky Is It, Really? Why Our Fears Don’t Always Match the Facts, and a consultant on risk perception and risk communication. Traducido del inglés por David Meléndez Tormen

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