El embudo catalán

Cualquiera diría que la evolución de Felipe González desde su ya remota salida del poder parece destinada a refrendar la cínica teoría del brillante ensayista y compulsivo fumador de opio Thomas de Quincey sobre lo imparable de la degradación humana. Según él, quien se ha bañado en el crimen pronto se verá cometiendo pequeños hurtos, de ahí pasará a emborracharse e incumplir sus obligaciones religiosas y, a nada que se descuide, terminará siendo maleducado y perezoso. Entraba pues dentro de lo previsible que el promotor, o al menos consentidor, de los GAL echara ritualmente fuego por la boca, se enredara en los negocios de un magnate transoceánico y entrara con pie firme en los circuitos de la prensa rosa. Con lo único que no contábamos es con que escribiera artículos tan malos como los que periódicamente aparecen en las páginas del diario que tanto le debe.

Y como si se tratara de demostrar que cuatro manos pueden aporrear el piano con más saña que dos, el peor de todos esos artículos es el que firmó el pasado lunes en comandita con la también indefendible ministra de Defensa, Carme Chacón. Sus Apuntes sobre Cataluña y España tuvieron, sin embargo, la doble virtualidad de demostrar que es ya el conjunto del PSOE -quintaesenciado en estas figuras emblemáticas de dos generaciones distintas- el que ha asumido el planteamiento de Zapatero que está cuarteando nuestro Estado constitucional y de poner en evidencia la inanidad intelectual, la simplonería párvula de los cuatro palotes dialécticos que lo sustentan.

Que quien fuera piropeado hace 28 años al llegar al poder por el New York Times como un «joven nacionalista español» y quien tiene encomendada la preservación de la seguridad nacional frente a cualquier amenaza exterior o interior empiecen haciendo suyo el concepto romántico de Cataluña como «uno de los sujetos llamados naciones sin Estado», a mitad de camino entre los palestinos, los kurdos y el Holandés Errante, ya lo dice todo de en qué manos estuvimos y en qué manos estamos.

Pero la metamorfosis que hacen de la España de las Autonomías, consagrada en la Constitución del 78, no ya en el modelo federal, históricamente defendido por el PSOE, sino en una rimbombante «Nación de naciones» con toda su herrumbre a cuestas, plantea un dilema que ni este decrépito profesor Higgins ni su cantarina Liza Doolittle con mando en plaza tienen al menos el decoro de resolver. Asumiendo que las trillizas Galeusca y doña Realidad Nacional Andaluza son «naciones» que integran la «Nación», sólo cabría deducir que o bien la «nación» riojana, la «nación» extremeña y la «nación» castellano-manchega también figuran entre las llamadas con igual rango a sentarse en esa tabla redonda o sensu contrario sería España la que, ocupando tan sólo el espacio comprendido entre Despeñaperros y el Ebro, concurriría junto a las mentadas a una confederación superior, pendiente de denominación. Es decir que Pigmalión y su alumna aventajada habrían dado por fin carta de naturaleza política al inveraz dictamen metereológico-musical de que «the rain in Spain stays mainly in the plain».

Descontemos, para no desviar el tiro, el patético sectarismo que supone diabolizar al PP por haber recurrido el Estatut ante el Constitucional «tras perder la votación en las cámaras y en el referéndum» -lo verdaderamente pintoresco es que lo hubiera recurrido tras ganar esas votaciones- y centrémonos en el corazón argumental de esta mezcla de tomadura de pelo colectiva y ejercicio de mala fe.

Sostienen Carme González y Felipe Chacón que, puesto que «la fuerza de España está en su diversidad», huelga la «obsesión injustificada por la indisoluble unidad de la nación española» plasmada, según ellos, en la sentencia del Constitucional. Al margen de que si eso fuera cierto doña Torcuata, el Dúo Sacapuntas y sus otros tres compañeros de viaje habrían anulado decenas de artículos en vez de blanquearlos mediante la «interpretación conforme» de hacerles decir lo contrario de lo que dicen, lo mínimo que podría exigírseles a quienes establecen esa premisa canónica -lo bueno es la «diversidad», lo execrable la pretensión del PP de imponer «una España uniforme con una sola lengua»- es que la aplicaran por igual a los dos sujetos de la controversia.

Pero hétenos aquí que estos mismos vates de lo plural y heterogéneo se nos vuelven trovadores de lo monolítico y homogéneo cuando proclaman la necesidad de preservar «la inmersión lingüística que cohesiona Cataluña». O sea que la «diversidad» de España debe llegar hasta el extremo de ser el único Estado del mundo -perdón, junto a Dinamarca en su relación con las remotas Islas Feroe- lo suficientemente idiota como para consentir que en una parte importante del territorio no se pueda estudiar en la lengua oficial común a todos los ciudadanos. Y al mismo tiempo la «cohesión» de Cataluña puede adquirir tanta capacidad implosiva como para liquidar las raíces culturales de la mitad de sus habitantes y transformar incluso en extranjeras a las familias transeúntes.

Esta pareja de truchimanes nos dice en resumidas cuentas con fingido aplomo que siendo lo «progresista» defender la «diversidad» de España y la «cohesión» de Cataluña, incurrirían en grave pecado reaccionario quienes osaran abogar por la «cohesión» de España y la «diversidad» de Cataluña. No pretendo darle la vuelta a su tortilla, sino invocar algo tan elemental como que lo que ellos preconizan como bueno para el todo también debería serlo para la parte, o incluso a la viceversa. Que esto va de «diversidad», pues «diversidad» para todos: ¡Viva la Cataluña plural del torero Serafín Martín, el no menos diestro Boadella y los valerosos firmantes del manifiesto de los 2.300! Que esto va de «cohesión», pues «cohesión» para todos: que el Congreso de los Diputados recupere cuanto antes para la Administración central las competencias sobre Enseñanza, Cultura y Medios de Comunicación y ya verían lo rápido que se encauzaba el problema.

Lo inaceptable es que cual nuevos Chirinos y Chanfalla de un, por cierto, españolísimo retablo de maravillas embusteras, este par de tramposos nos obligue a pasar por su asimétrico embudo -tan ancho de entrada, tan estrecho de salida- so pena de quedar identificados, tal que en el texto cervantino como chuetas, marranos o levitas.

Pero esta es la doble vara de medir que viene interiorizando el PSOE al menos desde que Maragall «no actuó lealmente» -son palabras de Rodríguez Ibarra- y se saltó los acuerdos de Santillana del Mar sobre los límites estatutarios para perseguir su quimera soberanista. Los compromisos adquiridos por Zapatero, la antepasada semana hizo 10 años, en el Congreso en el que el PSC le proporcionó el liderazgo socialista, canalizaron el destrozo, dando carta de naturaleza a una sensibilidad política, según la cual a la selección española hay que llamarla La Roja para no ofender a nadie y a los órganos de la Administración central de la España «diversa» trasformarlos en «agencias estatales», de modo que los símbolos y las instituciones «nacionales» queden reservados para una Cataluña «cohesionada» a martillazos.

Diluida ya toda seña de identidad ideológica en el pragmatismo económico del a la fuerza ahorcan -he ahí los primeros efectos, tan alentadores como tardíos, de la reducción del déficit, la reforma laboral y la despolitización de las cajas- al PSOE sólo le queda apalancarse en el poder mediante la asunción del discurso nacionalista y la gestión conjunta de una agenda más desintegradora que separatista. En el «usted ha echado cuentas» de Zapatero a Rajoy se resume el desastroso estado actual de la Nación, puesto que implica que el propio presidente no deja de tenerlas ni un momento en la cabeza: 25 diputados del PSC, 11 de CiU, tres de Esquerra, uno de Iniciativa. En esos 40 escaños que, junto con los escuálidos siete del PP, aporta Cataluña al Congreso de los Diputados -casi un 15% de la cámara- radica la morfología del embudo en el que los socialistas se han zambullido y por cuyo angosto cuello pretenden hacernos pasar ahora a todos los españoles.

Sólo un gran pacto de Estado sobre el modelo territorial podría haber interrumpido esta deriva hacia el desastre. Las promesas de reforma constitucional, previo dictamen del Consejo de Estado, enunciadas por el PSOE y el clima favorable a un nuevo consenso que siguió al trauma del 11-M parecían propiciarlo al comienzo de la pasada legislatura. Sin embargo, Zapatero descartó pronto ese camino y pese a haberse comprometido con Rajoy a afrontar juntos cualquier reforma estatutaria, emprendió con CiU la huida hacia delante de construir el nuevo marco jurídico catalán. Si en algunos momentos en los que se enfrentan parece que Rajoy pone cara de estupor, es porque, cinco años después, aún no se ha recuperado del impacto que le produjo el innovador argumento de Zapatero de que los consensos sobre cuestiones de Estado había que fraguarlos entre los dos principales partidos de cada comunidad. El día que le dijo eso en La Moncloa se evaporó en un instante la confianza y se acabó toda posibilidad de colaboración entre este líder de la oposición y este jefe de Gobierno.

Así las cosas, la superchería de que España ha de ser plural para que Cataluña pueda elevarse monolítica sólo aguantaría medio embate si no llevara aparejada la demonización del único partido que, junto con la UPyD de Rosa Díez, aún merece el calificativo de nacional. Es verdad que hay otros ámbitos en los que el PP parece trabajar a diario para sus adversarios políticos -no puede ser que siga votando contra la política económica que demandó siempre- pero el único reproche que cabe hacerle en este es falta de tesón y brío en lo que no ha dejado de ser una postura impecable de defensa de la igualdad de derechos de todos los españoles.

La fuerza de los hechos va imponiéndose en todo caso de manera inexorable y ni siquiera un trilero redomado como Chaves, curtido en 1.000 engaños y falsificaciones, puede convencer a nadie de que, tras la prohibición de los toros en Cataluña, es el PP quien amenaza la convivencia por querer anular sus efectos mediante una norma estatal. Es de sentido común que ninguna autonomía puede utilizar una competencia cedida por el Estado para liquidar la actividad que se le encomienda regular. Por las mismas Castilla-La Mancha podría prohibir la caza o Castilla y León la pesca, privando a Zapatero de algunas de sus mejores horas de cruel asueto.

Aquí está en juego mucho más que la fiesta de los toros. Por respetable, por respetabilísima o incluso encomiable que fuera la iniciativa popular de los defensores de los animales, su formulación política nada tiene que ver con esa causa y los correbous son -nunca mejor dicho- la prueba de fuego. Sólo la peor ralea del zoon politikon, sólo los especímenes más cínicos de nuestra animal farm -de ahí la comentada portada de EL MUNDO el jueves- pueden pretender que nos creamos que mientras la suerte de banderillas ha de ser expulsada de la legalidad, la ignición y quema del astado, en medio de otras torturas varias, constituye, en cambio, una tradición a conservar. De nuevo la ley del embudo, sólo que al revés: cuello estrecho para la sangrienta lidia a la española, manga ancha para el gamberrismo sádico a la catalana.

Aunque mi ecuación es la del prohibido prohibir, si para algo habría motivos sería para llegar a un resultado opuesto al del Parlament, pues todos los argumentos contra la corrida se dan en los correbous y, en cambio, resulta imposible redimirlos con el elemento cultural y artístico compensatorio que intelectuales de todas las generaciones e ideologías han encontrado en la lidia. Pero, insisto, el desenlace legislativo de este debate no es sino la última expresión de la forma más mezquina y ruin del nacionalismo, consistente en moldear una identidad colectiva mediante la poda y supresión de cuanto lingüística, comercial o culturalmente se desvíe del patrón establecido por los popes de su iglesia, por los zelotes de un catalanismo excluyente.

Todo mi respeto también para el independentismo educado y tolerante, pero tras los modales aseados de algunos dirigentes late el fanatismo insaciable de un puñado nada despreciable de profesionales de lo antiespañol. Forman una minoría pequeña pero compacta, organizada y audaz. No son Cataluña, pero logran a veces suplantar a Cataluña o, al menos, arrastrar a una parte de sus fuerzas vivas. Son el huevo de la serpiente. La típica levadura de todo cataclismo engendrado siempre entre el silencio de los corderos. ¿Cómo hacerles frente? Hay dos alternativas perfectamente reflejadas en las dos últimas estrofas de un lúcido poema de Auden que me enseñó el otro día Carmen Iglesias.

La primera opción es la del apaciguamiento: «¿Qué diablos les hiciste? / ¿Nada? Nada no es la respuesta: / Terminarás pensando -¿y cómo no pensarlo?- / Que algo hiciste, en efecto, que algo has hecho, / Te verás deseando hacerles sonreír, / Buscarás su amistad».

La segunda la de la resistencia churchilliana al totalitarismo: «No habrá tregua / Plántales cara, pues, con todo tu coraje / Y todas las argucias de que seas capaz, / Con la conciencia clara a este respecto; / Su causa, si es que causa tienen, la han olvidado; / Ellos odian tan sólo por el placer de odiar».

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.