El empresario y el beneficio

«La de empresario, como la de militar, es una de las pocas profesiones que tiene la dignidad del peligro». Así lo afirmaba hace algo más de un siglo el rector de una facultad británica filosofando a sus graduados sobre el mundo profesional que se les abría por delante. Si los riesgos y el peligro son rasgos consustanciales a la vida empresarial en toda época y lugar, lo son de una manera especialmente acusada en las sociedades azotadas por los ventarrones ideológicos del ideario socialcomunista.

Es de justicia reconocer que incluso sin las brumas marxistas, la visión popular del empresario y del beneficio ya está de por sí plagada de numerosos malentendidos que dificultan la comprensión de la vital función que desempeñan. Según esta visión, el capitalista contrata trabajadores para producir bienes y conseguir beneficios (un comunista lo reformularía diciendo que los explota por apropiarse de una plusvalía, de un beneficio, que corresponde a la clase trabajadora). En realidad, es un tercer agente productivo, el empresario, el que contrata los servicios del capital y de los trabajadores para producir bienes e intentar alcanzar un beneficio. El capital per se no genera beneficios. Es la acción del empresario la que, según cómo y para qué decida utilizar el capital y los restantes recursos productivos, genera beneficios o pérdidas. Evidentemente, el empresario puede ser también un capitalista y montar o mantener la empresa recurriendo únicamente a su propio capital. Pero en la inmensa mayoría de casos, sobre todo, pero no sólo, si el tamaño de la empresa sobrepasa un umbral mínimo, el empresario cuenta mayoritariamente con capital ajeno ya sea en la forma de acciones, bonos o crédito bancario.

El empresario y el beneficioUno de los corolarios de esta realidad es que los beneficios representan sólo una parte de la remuneración del capital y alcanzan una proporción relativamente pequeña de la renta nacional, mucho menor de lo que se suele pensar y sustancialmente inferior a la que suponen las rentas salariales. De hecho, la proporción correctamente calculada sería muy inferior a las cifras oficiales ya que el registro de beneficios de la contabilidad nacional no recoge las pérdidas de las empresas que se han visto obligadas a cerrar. La concentración de la opinión pública en los beneficios de unas pocas empresas cotizadas ignora la realidad del mucho más vasto conjunto de empresarios y empresas del país, cerca de la mitad de las cuales ni siquiera están constituidas como sociedades. En buena parte de las Pymes y de los autónomos empresarios, además, el beneficio desaparecería o mermaría considerablemente si el dueño se asignara el sueldo que le corresponde por dirigir la empresa. De hecho, considerando el iceberg de resultados empresariales, se puede aseverar que el volumen sumergido (las pérdidas) no se aleja mucho del emergido (los beneficios). Así pues, la probabilidad de pérdidas de patrimonio del empresario es muy elevada, sin contar el lucro cesante por renunciar a invertir su capital en activos sin riesgo y a trabajar por cuenta ajena.

Y sin embargo hay empresarios. Ya sea porque les anima la expectativa de conseguir beneficios y el prestigio de una obra bien hecha, o porque el gusto por la aventura de la vida empresarial sobrepasa sus sinsabores, o porque prefieren la responsabilidad de mandar a la de ser mandado, o por una combinación de todas estas cosas. Si, por simplificar, asemejamos la vida empresarial a un juego, es fácil deducir que el número de empresarios y el riesgo que están dispuestos a correr, y con ello el monto y la productividad de la inversión, depende de los beneficios potenciales y del coste de participar en el juego. Desde esta perspectiva se puede entender claramente que el impuesto sobre el patrimonio y los tipos marginales altos y crecientes sobre la renta son impuestos que gravan y desaniman la actividad empresarial. Esta es la razón principal por la que el impuesto sobre el patrimonio o sobre las fortunas se ha eliminado en prácticamente todos los países desarrollados. También desaniman la actividad empresarial, evidentemente, las subidas del impuesto de sociedades y las intervenciones gubernamentales en el mecanismo de precios cuando son «demasiado» elevados a juicio del populista de turno. Luego están los trámites burocráticos y regulatorios que pesan sobre la creación y la llevanza de empresas, así como las leyes concursales, por no hablar del marco laboral, aspectos todos ellos cuya mejora es imprescindible para incentivar la función empresarial en nuestro país.

Cuando una ideología antitética al sistema de libre empresa se adueña parcial o totalmente del Gobierno, además de decisiones como las ya adoptadas en el ámbito impositivo y regulatorio para mermar el beneficio real y potencial del empresario, se difunde por tierra, mar y aire una dialéctica tendente a erosionar la consideración social de la actividad empresarial. El ideario socialcomunista propende a culpar al empresario por cualquier situación económica que se considere indeseable. Así, se responsabiliza a los empresarios porque los precios de tales o cuales cosas no son asequibles a todos los ciudadanos, no les permiten adquirir toda la cantidad de dichas cosas que necesitan o desean, y se les recrimina por ofrecer salarios o modalidades de contratación que no son los que desean los trabajadores. Con ello se justifican las crecientes intervenciones en los mercados, incluso el eventual recurso a las nacionalizaciones, y la inevitabilidad de una contrarreforma del mercado de trabajo como la que se está pergeñando en el ministerio del ramo. En las sociedades libres, nadie puede ser obligado a contratar trabajadores en condiciones que no considere rentable para su negocio. El trabajador puede y debe aspirar a ser pagado según su contribución al valor del producto de la empresa según lo determinen los consumidores del mismo. Imponer salarios superiores a dicha contribución sólo sirve para mandar al paro a empresarios y a trabajadores.

El empresario y la consiguiente dinámica del sistema de pérdidas y beneficios, especialmente en un mundo de movilidad del capital, es el factor decisivo que fomenta la innovación y asigna el capital y los restantes recursos productivos a los usos que más y mejor avanzan el salario de los trabajadores y el bienestar de los consumidores. La ideología según la cual la manera más eficaz de mejorar la suerte de los trabajadores es tratar a los empresarios como enemigos y hacer que el ejercicio de esta función sea tan poco atractivo como sea posible siempre termina cercenando la prosperidad y la libertad.

José Luis Feito es economista y miembro de la junta directiva de la CEOE.

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