El «encaje» de los catalanes

Los nacionalistas confieren a la nación atributos humanos: personalidad, espíritu, carácter, voluntad... y los petrifican. Hablan de ella como de una sola persona que siente, sufre y se emociona, como si se tratara de una unidad moral homogénea, sin fisuras, que se expresa con una sola voz y se relaciona de forma coherente con las otras naciones como un hombre con sus semejantes. Para ellos, la nación entera se mueve al unísono e interpreta y responde en bloque, sin matices, a los acontecimientos que jalonan su existencia. Pretenden reducir la pluralidad a la unidad y sustituir la diversidad ideológica por la unanimidad nacional

Así, los independentistas catalanes pretenden encajar en su decimonónico molde nacionalista la realidad de una sociedad moderna como la catalana, intrínsecamente plural y diversa. Precisamente de encaje habló el nuevo presidente de la Generalitat en su discurso de investidura, aunque lo hizo para reprocharle al líder de los socialistas catalanes su insistencia en encontrar soluciones transaccionales que eviten la separación entre Cataluña y el resto de España. «Los encajes se fuerzan. Una cosa que no acaba de encajar se ha de ir apretando», pero «después de treinta años de ir apretando, la cosa no encaja», dijo Puigdemont. «No queremos ser encajados. Queremos tener una relación normal», concluyó.

El «encaje» de los catalanesPero ¿quiénes son los que no quieren «ser encajados»? ¿Los nacionalistas catalanes? ¿Ese 47,8% que el 27-S votó a partidos independentistas? ¿O el 31,06% que hizo lo propio el 20-D? ¿A qué se refiere Puigdemont cuando habla de una «relación normal»? ¿Con quién pretenden los independentistas tenerla? ¿Con el resto de los catalanes, con los demás españoles o con el género humano? Según sea la respuesta, hasta es posible que la proclama de Puigdemont sobre el encaje tenga sentido.

Lo tendría si Puigdemont tuviera la humildad de limitarse a hablar por él y por sus conmilitones independentistas –que, aunque no sean mayoría ni siquiera en Cataluña, es verdad que no son pocos– y no atribuyera su determinación rupturista al conjunto de los catalanes. Las cosas, en sus justos términos. La solución a ese problema de encaje de los independentistas no pasa por que estos suplanten al conjunto de los catalanes en nombre de la patria, sino por que asuman que no tienen la suficiente fuerza para imponernos su voluntad a todos y cada uno de los demás catalanes y al conjunto de los españoles. Los catalanes no independentistas, señor Puigdemont, tampoco queremos ser encajados a la fuerza en esa Cataluña homogénea que nuestros paisanos independentistas trasueñan. Nadie quiere ser encajado por fuerza. Igualmente, compartimos con Puigdemont el deseo de mantener en la medida de lo posible una «relación normal» con todo el mundo, empezando por los catalanes independentistas. ¡No faltaba más! Pero eso pasa por empezar a reconocer la pluralidad constitutiva de la sociedad catalana, tan alejada de las ensoñaciones monistas del independentismo. Si los gobernantes independentistas aceptaran que en un Estado democrático de Derecho como el nuestro no pueden hacer lo que les dé la gana por muy legítimo e intenso que sea su sentimiento, se multiplicarían las posibilidades de conseguir que muchos de sus votantes se sintieran más a gusto en el Estado español.

Otra cosa es que –precisamente porque no tienen ningún interés en alcanzar soluciones transaccionales– los independentistas no estén dispuestos a reconocer nada de eso. No están por la labor de asumir que Cataluña es tanto o más plural que España en su conjunto, por lo que no están legitimados para hablar en nombre de Cataluña; ni que en Cataluña no hay ni ha habido nunca una mayoría social a favor de la secesión; ni que en un Estado de Derecho un gobernante, por muy desencajado que se sienta, no puede emprender desde las instituciones un proceso de ruptura de la legalidad democrática. Claro que admitir una sola de esas tres verdades echaría por tierra la empalizada que los independentistas han levantado para imposibilitar cualquier diálogo con el Gobierno de España que no pase por el reconocimiento del derecho de autodeterminación. Entretanto, siguen insistiendo en que quien impide el diálogo es el Gobierno central.

Lo que no se entiende es que, aun después de las últimas elecciones autonómicas y generales, los independentistas sigan actuando como si en Cataluña hubiera una mayoría social a favor de la secesión y que pretendan que ese sea el punto de partida de cualquier conversación con el Gobierno central. Los independentistas de pura cepa nunca han tenido la más mínima intención de encajar en España, ni de que el Estado funcione, lo cual es legítimo, pero lo que no es de recibo es que quienes se jactan de ser independentistas de primera hora, como Junqueras o el propio Puigdemont, pretendan al mismo tiempo hacernos creer que llevan décadas intentando en balde que «la cosa» encaje, porque no han hecho otra cosa que intentar desencajar el puzle que entre todos hemos construido con mucho esfuerzo.

Dice Junqueras que aunque España fuera el estado más rico y próspero del mundo él seguiría siendo independentista, y está en su derecho. Ahora bien, si no quieren encajar, que no encajen, pero que no intenten desencajarnos a los demás. Son libres de seguir haciendo todo lo posible por desencajar Cataluña del resto de España, pero que luego no pretendan que el desencaje no es culpa suya. Y que sean conscientes de que su anhelado desencaje no supone una simple dislocación entre dos constructos ideológicos que ellos se empeñan en contraponer, sino que, en primer lugar, implica el desencaje –la desconexión, si lo prefieren– de los propios catalanes entre sí.

Ignacio Martín Blanco, periodista y politólogo.

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