El enemigo de Cataluña no es España, sino el populismo

El enemigo de Cataluña no es España, sino el populismo
Emilio Morenatti/Associated Press

Si los resultados contaran en política, los líderes soberanistas del llamado procés, que han llevado a Cataluña a su actual decadencia, perderían el poder en las elecciones del próximo domingo. Su promesa de un país independiente está más lejos, la economía empobrecida y la sociedad fracturada en dos bandos irreconciliables. Pero una vieja carta, explotada en cada campaña, todavía podría ahorrarles el disgusto: el argumentario de que la culpa de todo la tiene España y su empeño en “oprimir” al pueblo catalán.

La falta de autocrítica del movimiento independentista es preocupante porque invita a repetir los errores que han llevado a Cataluña hasta aquí. Incluso descontando la indudable contribución de los gobiernos de Madrid al desapego que muchos catalanes sienten hacia España, nadie ha infligido más daño a la región que su propia clase dirigente. Su receta populista ha sido la misma que llevó al Estados Unidos de Donald Trump al borde del precipicio o al Reino Unido al brexit, con su combinación de victimismo, intolerancia y desinformación.

Los catalanes merecen algo mejor.

La toxicidad del debate por la independencia catalana ha separado a amigos, roto familias y convertido a adversarios políticos en enemigos. ¿A cambio de qué? El único logro del independentismo estos años ha sido provocar el despertar de un nacionalismo español que había permanecido dormido desde la llegada de la democracia en los años setenta.

Las encuestas auguran una división del voto en dos mitades entre los favorables a permanecer en España y los independentistas, que podrían volver a gobernar gracias a una distribución de escaños que les beneficia. Ese reiterado empate de voluntades hace incomprensible el viaje a la independencia unilateral iniciado por los partidos soberanistas hace una década. Sus impulsores nunca han entendido que lo inaceptable no son sus aspiraciones de crear un Estado propio, sino el intento de imponérselas al conjunto de los catalanes.

Que la lección no ha sido aprendida lo demuestra la candidata a la presidencia de la Generalitat del cogobernante partido Junts per Catalunya, Laura Borràs, y su insistencia en defender que la secesión puede ser proclamada aunque el independentismo no logre el 50 por ciento de votos. Bastaría una mayoría de escaños. Ni la pandemia ni la crisis económica, menos aún la desigualdad, el desempleo o las carencias del desbordado sistema de salud, han desviado a los dirigentes nacionalistas de su objetivo. O de su empeño en buscar atajos democráticos para lograrlo.

La estrategia independentista de los últimos años ha incluido la marginación de los discrepantes, rebajados a la condición de catalanes de segunda categoría, la utilización de las instituciones costeadas por todos para impulsar el desafío a Madrid o las mentiras sobre las consecuencias reales de la independencia, incluida la salida de la nación resultante de la Unión Europea o la negación de su impacto económico. Desde la convocatoria del referéndum de 2017, y la fallida proclamación de independencia, más de 6000 empresas han abandonado Cataluña, que ha perdido el liderazgo económico que mantuvo en España durante décadas.

Los catalanes necesitan políticos capaces de defender sus ideas con la fuerza de la verdad y eso implica aceptar que el procés ha fracasado. Cuanto antes se reconozca más rápidamente se pondrá el foco en mejorar la vida de los ciudadanos y recuperar la economía. El crecimiento de Cataluña ha sido menor que la medida del resto de España desde 2017, su productividad se ha desacelerado y es la comunidad que sufre un mayor índice de criminalidad.

El gobierno autonómico que surja el domingo dispondrá de la competencias en educación, sanidad, asistencia social o medioambiente para enfrentarse a los problemas. España debe dejar de ser la excusa para eludir las responsabilidades en la gestión autonómica.

La reflexión sobre la necesaria tregua en el envite nacionalista se encuentra más avanzada en el otro gran partido independentista, Esquerra Republicana. Dirigentes de la formación —cuyo líder Oriol Junqueras fue condenado por sedición y malversación junto a otros políticos catalanes— admiten, según me dijo uno de ellos en privado, que la independencia necesitará de un apoyo superior al 60 por ciento sostenido en el tiempo durante al menos una década. Una vez aceptado que ese apoyo ahora no existe, el gran objetivo de los representantes que salgan de las elecciones debería ser reconciliar a las dos Cataluñas.

El principal beneficiado de la división causada por el independentismo ha sido Vox, el partido de extrema derecha que se apoyó en la inestabilidad catalana para convertirse en el tercer partido de España y que entrará con fuerza en el parlamento catalán, según los sondeos. La solución de Vox para Cataluña pasa por propuestas centralizadoras y mano dura contra el independentismo, incluida una intervención del ejército para “restablecer el orden” cuando se producen disturbios.

La idea de que España puede reducir el sentimiento independentista con políticas represivas es un disparate. Pocas cosas han provocado más desafección entre los catalanes, incluidos los que se sienten españoles, que las imágenes de las agresiones policiales a votantes que participaron en el referéndum de 2017, declarado ilegal por la justicia española. La mejor forma de fomentar la pertenencia de los catalanes a un proyecto común es presentar un país tolerante, moderno, orgulloso de su diversidad y que garantice una mayor prosperidad.

Para superar el trauma de estos años de conflicto, Cataluña necesitará una alianza de moderados en los gobiernos de Madrid y Barcelona capaces de hacer a un lado sus diferencias para reconstruir espacios de convivencia. Pedro Sánchez, el presidente del Gobierno de España, cree haber encontrado a la persona capaz de impulsar ese proceso en Salvador Illa, su discutido ministro de Sanidad durante el último año de pandemia y esperanza de los constitucionalistas en las elecciones del domingo.

Illa, a quien las encuestas sitúan en un triple empate con los candidatos de los dos principales partidos independentistas, ha prometido una actitud conciliadora. Tras la votación, debe trabajar por convencer al Partido Popular y Ciudadanos, dos partidos constitucionalistas en horas bajas, de los beneficios de poner en marcha un diálogo en Cataluña.

La pregunta es si los nacionalistas están dispuestos a hacer su parte, abandonar el populismo que los ha llevado a un callejón sin salida y aceptar que sus diputados en el nuevo parlamento tendrán la obligación moral de legislar para todos los catalanes, no solo para los que piensen como ellos.

Cataluña no puede esperar más tiempo para pasar página y sanar las heridas dejadas por una década de intolerancia.

David Jiménez es escritor y periodista. Su libro más reciente es El director.

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