El enemigo nº 1 de los ecologistas

La retirada de Estados Unidos del Acuerdo de París sobre el cambio climático es la única decisión concreta que ha tomado el Gobierno de Trump en cinco meses; todo lo demás, hasta ahora, han sido gestos. El propio Trump, que no sabía nada sobre el asunto, dudó durante mucho tiempo, hasta que se puso en manos de uno de sus colaboradores, un tal Scott Pruitt. En este Gobierno barroco e incompetente, Pruitt parecía uno de esos raros espíritus coherentes, capaz de articular lo que Trump piensa, si es que piensa. Pruitt, abogado y más tarde ministro de Justicia en su estado de Oklahoma, es uno de esos fundamentalistas conservadores para quienes la elección de Trump es, a fin de cuentas, la ocasión de transformar en política nacional una visión del mundo que hasta entonces era marginal. A semejanza de su ideología, Pruitt está hecho todo de una pieza, se expresa sin matices, sin escuchar las preguntas ni las contradicciones: una especie de excavadora con rostro humano, tan henchido de certezas como puedan estarlo los pastores evangélicos estadounidenses. Cuando vi a Pruitt en Nueva York, estaba rodeado de secretarias severas como las que nos cruzamos en el entorno de todos los poderosos de este mundo, pero también de un enjambre de rubias grandes a lo Melania Trump, con una función meramente decorativa. El trumpismo es también el reino de las rubias decorativas.

Para Pruitt todo es sencillo: Dios creó el mundo en siete días, Estados Unidos es una nación excepcional y, si el clima cambia, es que Dios así lo ha querido. Obama, por desgracia, destrozó Estados Unidos, me decía Pruitt, al abrazar la doctrina de los ecologistas que no quieren a Estados Unidos, ni el crecimiento económico, ni el capitalismo. El ecologismo sería en cierto modo el leninismo de nuestro tiempo, enemigo exterior y más peligroso aún, infiltrado en los engranajes mismos del Gobierno federal. El gran error de los ecologistas, añadía Pruitt, es el no admitir que es posible aumentar la riqueza y proteger la naturaleza simultáneamente.

Pruitt es el presidente de la Agencia de Protección Medioambiental (EPA por sus siglas en inglés), la poderosa administración que impone a todas las empresas onerosas obligaciones si amenazan ese medio ambiente. Ahora bien, Pruitt, como abogado, representaba a los dueños de las minas de carbón y a los extractores de gas y petróleo contra este organismo que ahora dirige. Y no ve en ello ninguna contradicción: su papel, afirma, es encarrilar a la agencia restaurando su vocación original, es decir, proteger la calidad del agua y del aire, y nada más. Es lo que ha hecho, innegablemente, desde que asumió sus funciones. Por desgracia, se lamenta, el Gobierno de Obama, obsesionado por el calentamiento climático, abandonó esta misión inicial y permitió que se acumularan montañas de desechos químicos contaminantes, para dedicarse por completo a la lucha contra el dióxido de carbono emitido por la energía del carbón, el petróleo y el gas. «La guerra contra el carbón ha terminado», remacha Pruitt: a partir de ahora, todas las energías pueden competir entre ellas sin que el Estado favorezca a una u otra so pretexto de que algunas son más «renovables» que otras. Que arbitre el mercado, y no los ecologistas. Se daba la casualidad de que, el día de mi encuentro con Pruitt, nos acogió una delegación verde y ruidosa, que dejó indiferente a mi interlocutor.

Así pues, ¿no hay cambio climático y, en caso de existir, el carbón no tiene nada que ver? No se sabe, manifiesta Pruitt, que es insensible al relativo consenso científico sobre el asunto. Es más, no cree en la verdad científica en ese ámbito. En su opinión, existen científicos de izquierdas y científicos de derechas: unos y otros seleccionan los hechos que pueden servirles para su ideología. Para demostrar este argumento extraño y no del todo inexacto, Pruitt va a convocar una asamblea con el mismo número de investigadores republicanos y demócratas, los encerrará en un cónclave sobre el clima y, dice, ya se verá qué sale. Esto recuerda a los grandes cónclaves teológicos del fin de la Edad Media, cuando los dirigentes de la Iglesia estaban llamados a decidir entre la gracia adquirida y la gracia recibida. Ese debate que comenzó con el Papa, Calvino y Lutero, aún dura, sin reconciliación posible. ¿Quiere esto decir que el clima es un asunto ideológico? Sin duda, es lo que Pruitt intentará demostrar.

Al exacerbar la controversia sobre el clima y reducir la ecología a la mera protección del agua y del aire (lo que de por sí no está mal), Pruitt pretende estimular la producción de energía en Estados Unidos bajo todas sus formas, para garantizar la autonomía energética del país y, más aún, convertirlo en un exportador de energía, lo que reduciría la influencia política de los países del Golfo y de Rusia en particular. Esta política es popular; sin duda, el único aspecto del trumpismo que es popular y coherente. A los ecologistas les va a costar mucho contener a un adversario tan decidido y sin ningún escrúpulo.

Guy Sorman

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