El enemigo sustancial

Existen en la cultura política y jurídica moderna dos grandes modelos de convivencia civil y de organización de las sociedades. La de la dialéctica amigo-enemigo es una cultura bélica, de destrucción del adversario, con el que sólo cabe el exterminio desde el odio y desde la imposibilidad de reconciliación. Es el modelo totalitario del enemigo sustancial. La de las sociedades liberales, democráticas y sociales es una cultura de respeto a la dignidad humana, a la tolerancia, a los valores, principios y los derechos, al sufragio universal, a la Constitución y a la ley.

Son dos modelos enfrentados, incompatibles, desde visiones del individuo y de la sociedad contradictorias. En el primero el centro es la autoridad indiscutible del que decide, del dictador. En el segundo es la persona igual como titular de la soberanía.

Carl Schmitt es el autor que explicita la idea amigo-enemigo y la teoriza en 1932, en su obra El concepto de lo político, en un periodo donde más aparece la defensa del pensamiento nazi y de las leyes de Núremberg que Hitler promulgó en 1935. En el fondo seguirá fiel a esas ideas últimas y resulta incomprensible el papanatismo y la admiración que después de la derrota alemana en la Segunda Guerra Mundial algunos profesores de "izquierdas" expresaron sobre él.

La distinción es para Schmitt en el campo de lo político lo que en el de la moral representa la de bien y mal, o la de la belleza y la fealdad en el estético. Enemigo no será cualquier competidor o adversario en el ámbito privado, sólo es enemigo quien se enfrenta en el ámbito público, cuando existe la posibilidad de una lucha, de una guerra y por consiguiente de matar al otro. La identificación del enemigo es, según Schmitt, consustancial a la política y así es inevitable pretender destruirle.

También señala y eso es relevante por los antecedentes históricos, la conexión entre teorías políticas y dogmas teológicos que aparece como anterior a su pensamiento en autores como Bossuet, Bonald, De Maistre, Donoso Cortés o Stahl, cuando parten de la idea del pecado, del carácter pecador del mundo y del hombre, desde la distinción entre justos y pecadores.

Probablemente veremos cómo las posiciones religiosas que sostienen la existencia de una única verdad religiosa, incapaz de convivir con otras por incompatibilidad entre verdades, son los antecedentes, y los descubridores de la dialéctica enfrentada entre amigo y enemigo. La diferencia entre creyente y no creyente, primero en San Agustín y luego en Lutero, que conduce a la ciudad de los justos y los santos frente a las de los pecadores, contrarios e

incompatibles entre sí, es un anticipo de la distinción amigo-enemigo. La lucha contra la modernidad y sus valores de libertad, de igualdad y de solidaridad es una constante en la historia de la Iglesia, con la Contrarreforma, frente a la Ilustración y sus valores, ya en el XVIII y sobre todo en el XIX, al servicio de la contrarrevolución y de los antimodernos. Después de la desaparición del peligro de la revolución y de Napoleón, con la organización de las monarquías absolutas a partir del Congreso de Viena, con Austria, Prusia, Rusia y la España que con Fernando VII repudia la Constitución de 1812, cuando ya no hay peligro, la Iglesia Católica recupera la beligerancia desde su faz más reaccionaria.

Desde 1832 (Mirari Vos) a 1886 (Libertas) la Iglesia condena con su peculiar y rebuscado lenguaje, con toda dureza, a todos los valores políticos de la modernidad, a las libertades y los derechos, a la democracia, a la igualdad, a los partidos y a los sindicatos obreros. Todo, absolutamente todo, lo que el hombre moderno, liberado de los condicionamientos clericales, ha creado, todo lo que ha soñado y ha defendido es rechazado por la Iglesia en defensa de "los sagrados derechos de los príncipes". En realidad es esa Iglesia jerárquica e institucional, lejana al pueblo de Dios, la que impulsa materialmente la dialéctica amigo-enemigo, aunque Schmitt la pusiera nombre y teorizase lo que se venía haciendo desde el Renacimiento por los enemigos eclesiásticos de la modernidad.

Es cierto que no en solitario, porque desde otras perspectivas ideológicas se ha compartido el odio a la democracia y a la libertad. Son todas las teorías irracionalistas defensoras del empleo directo de la violencia, que despreciaban la tolerancia y los métodos de comunicación que favorecían el consenso y las mayorías.

Desde la dictadura del proletariado aplicada por Stalin hasta Las reflexiones sobre la violencia, de Georges Sorel, pasando por el anarquismo de Proudhon y de Bakunin, la lucha contra la democracia y contra la discusión pacífica y la solución por mayoría con el apoyo de sus contrarios, el pensamiento contrarrevolucionario de Bonald, De Maistre o Donoso Cortés, llevan igualmente la antorcha del amigo-enemigo.

La última aportación de esta tesis se encuentra en las posiciones radicales en el islam, fuentes de lucha contra sus enemigos sustanciales.

Para nosotros, en España, después de los enemigos del siglo XIX, el momento álgido de la dialéctica amigo-enemigo está en la motivación del levantamiento militar contra la República en 1936-1939, en la Guerra Civil, donde se trataba de aniquilar al enemigo republicano y socialista y a todos los que defendieron a la República. Después de la victoria militar, el objetivo fue la destrucción de cualquier rastro de aquellas ideas y de las personas que las encarnaban, con un encarnizamiento total puesto que representaban al enemigo sustancial.

En esos acontecimientos y en aquel atroz desmoche personal, institucional e ideológico, estuvo la Iglesia Católica, que bendijo la venganza y la represión y participó en ella. Con el paso del tiempo, con su inocencia histórica y con su pérdida de memoria, no sólo se pretenden inocentes, sino que incluso reivindican para su institución el origen de los derechos humanos, como ha hecho, en su Discurso de ingreso en la Academia de Ciencias Morales y Políticas el cardenal de Madrid Monseñor Rouco Varela. Resulta insultante para cualquier inteligencia ese descaro en la mentira y en la manipulación frente a la realidad histórica que les desmiente, y una vez más en nombre de Dios.

La transición tras la muerte de Franco supuso el esfuerzo por superar esas dolorosas premisas, perpetuadas en 40 años por el dictador; la Constitución nos devolvió al modelo liberal democrático y social. El comportamiento de todos fue ejemplar, desde el Rey al último ciudadano, pasando por los franquistas recuperados para la democracia encabezados por el inolvidable Adolfo Suárez, y por los demócratas, que tanto sufrieron en aquellos años negros y que actuaron con una ejemplar limpieza de miras.

Pero la sombra del amigo- enemigo, la dialéctica del odio, son una realidad difícil de erradicar, sobre todo entre los demócratas de reciente estirpe. Desaparecida UCD, algunos brotes reaparecieron en la Alianza Popular, después Partido Popular, para acabar con Felipe González y su último Gobierno, donde los errores reales y ficticios se sublimaron y se dramatizaron con mentalidad de enemigo a destruir. Y de nuevo aparecen ahora en esta segunda legislatura del presidente Rodríguez Zapatero, con el PSOE en el poder. Están utilizando el insulto personal, el desprestigio, la injuria y la calumnia, y en esa estrategia destructiva no es ajeno el jefe Mariano Rajoy. Es evidente que muchas personas del PP no participan de esa forma, pero es también cierto que su silencio es clamoroso. Hay que volver al poder, sea como sea, sin escrúpulos, ni respeto a las reglas del juego limpio. Hasta las víctimas del terrorismo han servido de munición arrojadiza y de eso puedo dar fe en primera persona.

Es difícil, casi imposible, con esa situación actuar desde las reglas del juego. Creo que el Gobierno, con el que soy crítico cuando comete errores, no ha atravesado esa barrera y creo que nunca lo va a hacer. Hay que pedir al Partido Popular, que cese en ese juego poco decente y que defienda sus tesis desde el respeto al adversario, que no es enemigo sustancial. No es pedir un imposible, sólo que crean en el valor de sus ideas y que sean leales a los cauces de una democracia que aún naciente merece respeto y lealtad.

Gregorio Peces-Barba, catedrático de Filosofía del Derecho en la Universidad Carlos III de Madrid.