La designación del Imperio Otomano como «el enfermo de Europa» se atribuye generalmente al zar de Rusia Nicolás I, en 1853, para señalar un imperio que comenzaba a desmoronarse. Las naciones que lo componían –desde Grecia hasta Serbia, pasando por Armenia y Egipto– despertaban de su largo letargo. Un despertar vivamente alentado por los Ejércitos ruso, británico y francés. Fingíamos, pues, preocuparnos por el declive otomano mientras contribuíamos a su demolición. Solo recordamos este antecedente para aclarar la situación actual de Turquía.
Creo, de hecho, que la Turquía de hoy solo está reproduciendo a una escala menor las fragmentaciones e incertidumbres del Imperio Otomano del pasado. Me parece que las preguntas que se planteaban sobre los otomanos siguen siendo válidas para los turcos contemporáneos. ¿Son europeos o no? Ellos se consideran como tales, lo que les llevó, en 1987, a solicitar su ingreso en la Unión Europea, algo que todavía está sometido a examen, ya que ni los propios europeos saben cómo responder a la pregunta. Para que conste, los otomanos, después de la conquista de Constantinopla en 1453, se vieron a sí mismos como los herederos del Imperio Romano de Oriente y perpetuaron sus costumbres y sus fastos hasta el siglo XX.
Los sultanes no dudaron ni por un momento que ellos eran los continuadores de los emperadores romanos. Los súbditos de los sultanes estaban tan mezclados como los ciudadanos de Roma. Incluso hoy se acepta que las élites de Estambul son europeas, occidentales y poco distintas del resto de europeos. Pero si nos adentramos más allá, en Anatolia, los turcos contemporáneos ya no son ni otomanos ni europeos, son turcos. Al fundar la Turquía moderna, en 1923, sobre las ruinas del Imperio Otomano, el general Mustafá Kemal, Atatürk, (originario de Salónica, en Grecia), lejos de crear una nación unificada, reprodujo el pueblo otomano, decretando como turcos a nuevos súbditos que lo eran poco: griegos, armenios, azeríes, judíos y kurdos. De hecho, un tercio de los turcos son kurdos. Los sucesivos gobiernos de Ankara desde la muerte de Kemal (en 1938) creyeron resolver a través de la fuerza este dilema de la asimilación; los dictadores militares han gobernado Turquía con más frecuencia que los gobiernos civiles electos. Y cuando estos gobiernos son elegidos, como el de Recep Tayyip Erdogan, se convierten en dictaduras. Lo que plantea a los europeos otra pregunta sin resolver: ¿es Turquía una democracia? Allí se vota, desde luego, pero el régimen de Erdogan pertenece a la categoría de democracias iliberales; aparte de las elecciones, todo lo que no esté sellado por el Gobierno está prohibido y es punible con prisión.
Por lo tanto, los turcos no son realmente turcos, al menos no todos, y la democracia no lo es realmente. Además, ¿es Turquía un Estado laico, como había proclamado Atatürk, o un Estado musulmán? No está más claro que en tiempos de los otomanos, cuando todo el mundo podía practicar su religión, cuando el sultán era tanto el jefe de Estado como el califa de todos los musulmanes suníes y se reivindicaba como heredero del propio Mahoma. Mientras Kemal aniquiló los derechos de las mezquitas y las hermandades alevíes (cercanas al chiismo iraní), he aquí que Erdogan los restaura y se convierte en el apóstol de una islamización cultural de la sociedad.
Los turcos no son turcos, la democracia no es tal y el laicismo se ha convertido en una hoja de parra. Así fue como Turquía se convirtió en el hombre enfermo de Europa. Sufre igual en sus relaciones con el resto del mundo. Miembro de la OTAN, no tiene peor enemigo que Grecia, adquiere armas en Rusia y, en la guerra de Ucrania, parece inclinarse del lado ruso. Con respecto a Israel, Turquía está a veces a favor y a veces en contra, en nombre de la solidaridad musulmana. Pero esta solidaridad no se aplica a los uigures de China, ciertamente chinos, pero musulmanes y de cultura turca. También está enferma la economía turca que, desde Kemal, ha dudado entre el modelo estatista y el modelo liberal.
A estos desórdenes del comportamiento hay que añadir la cuestión de la masacre de los armenios en 1915-1916, reconocida como genocidio por la mayoría de los países occidentales, pero que los gobiernos turcos se niegan a mencionar desde hace un siglo. Esta negación no impide que los intelectuales turcos reconozcan la existencia del genocidio armenio, a riesgo de ser encarcelados por este ataque al honor nacional. El gobierno de Erdogan, que había suscitado algunas esperanzas en sus inicios en 2002 –por ejemplo, reconocimiento de la lengua kurda, liberalización de la economía, recuperación del control civil sobre los militares– se vio a su vez afectado por una enfermedad común entre los jefes de Estado: la acumulación de poder, el destierro de toda crítica.
A esto se añadió una patología local, es decir, convertirse en sultán en lugar del sultán y reconstituir el Imperio Otomano. Quizá deberíamos haber mantenido ese imperio después de la Primera Guerra Mundial; tuvo el mérito de llevar la paz a Oriente Próximo. Desde su desaparición –los otomanos cometieron el error de aliarse con los alemanes–, Oriente Próximo ha estado en guerra y lo seguirá estando durante mucho tiempo. Pero la historia es irreversible; Erdogan es el único que no se ha dado cuenta. Por lo tanto, Turquía seguirá siendo «el enfermo de Europa», si es que está en Europa.
Guy Sorman