El engaño del federalismo

En los dos anteriores comentarios de esta serie sobre el actual régimen español, destaqué el pseudopresidencialismo implantado y la mala salud de la ley electoral. Hoy me ocuparé de la organización territorial del Estado que se esbozó en la Constitución de 1978, con las desfiguraciones ocurridas en estos 34 años.

La organización territorial del Estado no está definida por la Constitución en todos sus extremos, sino sólo bosquejada. Cierto es que los principios y fundamentos del modelo se hallan perfectamente perfilados: soberanía del pueblo español, unidad de la Nación española, supremacía de la Constitución; en otras palabras, necesidad del Estado y contingencia de la distribución territorial del poder político entre éste y otros sujetos. Pero, por encima de esos presupuestos, la definitiva conformación del sistema no pudo ser obra del poder constituyente, sino que hubo de ser encomendada a poderes ya constituidos. Aquí radica una de las singularidades del modelo, que lo diferencian de lo que es común en la experiencia comparada. La regla general es que sea en la Constitución donde se resuelvan definitivamente las cuestiones de mayor transcendencia, contándose entre éstas la referida al modo en el que se distribuye internamente el poder político.

Nuestro poder constituyente no pudo dejar zanjada esa cuestión, pues el consenso que hizo posible alcanzar una solución satisfactoria para asuntos pendientes (relaciones Iglesia/Estado, Monarquía/República) no pudo extenderse a la organización territorial de España. La voluntad de consenso sólo llegó a coronar una meta intermedia: dejar sentadas las bases con arreglo a las cuales habría de solventarse el problema en el futuro: unidad de España, reconocimiento del derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones, régimen de oficialidad lingüística, supremacía de la Constitución, singularidad de los Estatutos de Autonomía en el sistema de fuentes, procedimientos de acceso a la autonomía, régimen y contenido de las distintas competencias, solución jurisdiccional de los conflictos competenciales. Bien poco -se dirá- si se toma como referencia el ejemplo de otras Constituciones de nuestro entorno; mucho, en cambio, si se repara en que «la cuestión nacional» se ha resuelto entre nosotros por caminos que casi siempre han conducido al campo de batalla; gracias a la Constitución, con sus limitaciones y defectos, se ha dirigido la cuestión por los cauces del Derecho, lo que no es pequeño triunfo a la luz de nuestra Historia. En suma, el poder constituyente se vio en la necesidad de confiar a los poderes constituidos la perfección de la tarea que él sólo pudo bosquejar.

Lo que ha de verse aquí es la consideración de un modelo propio, tan distinto del federal como del centralizado, fórmulas de organización territorial tradicionales que no representan el ideal al que alternativamente ha de llevar el Estado autonómico, mal entendido entonces como simple estación de tránsito entre el Estado centralizado heredado del franquismo y el que los poderes decidan constituir, pronunciándose definitivamente por uno de aquéllos. La indefinición no afecta en realidad al modelo autonómico en tanto que modelo, sino a su implantación (principio dispositivo), a sus tiempos (grados de autonomía inicialmente posibles) y a la concreción de las competencias que habrían de distribuirse a partir de las divisorias perfiladas en la Constitución (arts. 148 y 149). Resueltas efectivamente estas cuestiones, tenemos un sistema de distribución territorial del poder, definido y dotado de una lógica propia, cuyas características diferenciadoras respecto de los dos modelos clásicos son esenciales:

a) Una única Constitución, norma suprema que es expresión de la soberanía -única e indivisible- del pueblo español;

b) Pluralidad de Estatutos de Autonomía, normas institucionales básicas de las comunidades autónomas, subordinadas a la Constitución en tanto que formalmente son leyes orgánicas (por más que su contenido y procedimientos de elaboración y reforma sean muy singulares, si bien no hasta el punto de hacer de ellas nada parecido a las Constituciones de los Estados integrados en una Federación);

c) Distribución de competencias entre el Estado y las comunidades autónomas dentro de los límites que la Constitución impone, entre los cuales figura la existencia de materias que serán exclusivas del Estado, a quien corresponden las competencias residuales y a quien se autoriza para ceder determinadas competencias exclusivas (leyes del art. 150 CE).

d) Prevalencia y supletoriedad del Derecho del Estado.

En un sector de la doctrina (así como en ciertos ámbitos políticos) se afirma que el Estado federal es nuestra meta, hacia la que ahora caminamos de modo imparable.

Se recuerda, quizás para suavizar el tránsito, que son varias las organizaciones denominadas federales. En EEUU, por ejemplo, el federalismo inicial se transformó en un federalismo dualista (1880-1940) y últimamente se habla allí de un federalismo cooperativo. ¿Cuál sería nuestro modelo? No pueden olvidar los defensores del Estado federal para España que presidentes norteamericanos tan distintos como Eisenhower, Kennedy o Johnson se vieron obligados a intervenir militarmente en diferentes estados (nuestras comunidades autónomas), poniendo bajo su mando a las guardias nacionales (policías autonómicas) en momentos críticos de disturbios o de obstrucción a la aplicación de las leyes. Y este control del poder central sobre el territorio nacional fue ya consagrado en los siglos XVIII y XIX. El texto de la ley de 29 de julio de 1861 -valga como ejemplo- es terminante: «Siempre que en razón de impedimentos o combinaciones ilegales... a juicio del presidente se hiciese impracticable la aplicación de las leyes de los Estados Unidos por el cauce corriente de los procedimientos judiciales...» el presidente «podrá convocar legítimamente a las milicias de cualquiera o de todos los Estados, y emplear aquellas fuerzas navales y terrestres de los Estados Unidos que considere necesarias para lograr la fiel ejecución de las leyes de los Estados Unidos». Y la ley del 20 de abril de 1871 aumenta todavía más los poderes del presidente.

Tras el federalismo dualista, a partir de 1941 la jurisprudencia de EEUU establece que las medidas económicas necesarias para hacer frente a las crisis no pueden acomodarse a las autonomías locales. Renace la opinión del juez Holmes, se abandona la interpretación dualista y la norma que regula las relaciones entre los Estados y la Unión es el artículo VI, sección 2, de la Constitución: «Las leyes de los Estados Unidos... serán la ley suprema del país». O sea, que un Estado federal que funcione correctamente no admite ahora la insumisión de las autoridades de uno de sus componentes ni la inaplicación de las leyes de la Federación.

Mis reparos al Estado federal, en el horizonte español, se apoyan en el difícil encaje del mismo, por no decir imposible, en la Constitución de 1978. Pero no adopto una postura de rechazo total. Tal vez con un federalismo auténtico quedarían fuera de la escena pública declaraciones y actitudes retadoras de políticos de las comunidades autónomas. Se ofrece en estos momentos un espectáculo que asombra a los observadores extranjeros, especialmente a los que viven en Estados federales.

La Constitución de 1978 establece que «la soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado» (art. 1.2). La autonomía de las comunidades autónomas no es soberanía. Así lo proclama el Tribunal Constitucional. En nuestro ordenamiento jurídico-político, se sitúa un poder fundamental, cuyo titular es el soberano pueblo español, donde tienen su origen los restantes poderes, que tienen la condición de poderes derivados.

La Constitución de 1978 formalizó jurídicamente una realidad compleja. Fue el Estado de las Autonomías. Pero la Constitución no admite un combinado de partes cada una de ellas con poderes originarios. No es un sistema compuesto el que los españoles decidimos instaurar. Realidad compleja, pero no compuesta. Igual que el árbol que es el resultado de un tronco y varias ramas. La soberanía, el poder originario, reside en el pueblo español. Ninguna de las fracciones de este pueblo posee poderes soberanos. Los que oponen resistencia a la obediencia debida son los rebeldes. En EEUU -modelo para los federalistas- no se toleran.

La igualdad formal de los Estados en el sistema federal no satisface a algunos de los que se lamentan de la presente situación española. Se sueña con un federalismo asimétrico sin tener en cuenta que una cosa es la igualdad formal, principio respetado en los Estados federales, y otra es la igualdad real, imposible de mantener en países de diversos desarrollos económicos, además de varias evoluciones demográficas y culturales.

Uno de los principios del federalismo es la igualdad formal de las comunidades o Estados que lo componen. Se respetó la regla para que la confederación originaria, en tierras americanas, se transformase en la Federación de Estados Unidos de América. Sin embargo, la eficacia niveladora de las normas constitucionales no fue suficiente para que, dentro de la igualdad formal, surgiesen Estados con más fuerza y potencia que otros. Ante este panorama, un observador agudo, Ch. D. Tarlton, acuñó en 1965 la expresión «federalismo asimétrico», que ha tenido fortuna en los ámbitos científicos y paracientíficos, con estímulos políticos a veces descarados. Era una evidencia lo apuntado por Tarlton. California no resulta igual, valga el ejemplo, a Nevada. Frente al gigante económico, dotado además de un enorme poderío cultural y político, no cabe oponer el precepto de la Constitución que lo considera igual a los Estados medianos y pequeños. El federalismo asimétrico se fija en la realidad resultante de la aplicación de las normas constitucionales. Los factores económicos, culturales, sociales y políticos entran en juego. El modelo de federalismo simétrico sólo tiene sentido en un texto constitucional.

Ahora bien, esto que ocurre con los Estados miembros de una federación sucede igualmente con los ciudadanos de cualquier sociedad. La proclamación de la igualdad de todos ante la Ley no tiene como consecuencia obligada la igualdad real de ricos y pobres, sabios, doctos e iletrados, pudientes socialmente y marginados. El artículo 14 de la Constitución y los mandamientos análogos de las otras constituciones ahora vigentes en el mundo nos pueden hacer soñar con una sociedad ideal. Es una ingenuidad dar por cierto y seguro lo que no lo es, en este caso la igualdad de todos.

El federalismo asimétrico, en suma, no es una fórmula constitucional. Difícilmente los Estados medianos y pequeños admitirán que se plasme en el texto, como norma jurídica, la desigualdad real y efectiva. El federalismo asimétrico es una categoría de la ciencia política, en cuanto disciplina interesada por el funcionamiento práctico de las instituciones y la eficacia auténtica de las normas jurídicas.

La conclusión es que el federalismo no es un régimen más descentralizado que el sistema español de las autonomías. De ahí el engaño que sufren los que, para alcanzar el pleno autogobierno, proponen como solución el Estado federal.

Manuel Jiménez de Parga es catedrático de Derecho Constitucional y ex presidente del Tribunal Constitucional.

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