El «engaño masivo» de Zapatero

José Alejandro Vara (LA RAZON, 16/12/04).

José Andrés Torres Mora, ahora diputado socialista por Málaga y el hombre que le descubrió la filosofía de Hannah Harentz al actual presidente del Gobierno cuando era su jefe de Gabinete en la oposición, lo decía siempre: «No conocéis al verdadero Zapatero. Os quedaréis helados».

Como témpanos. Ante la comisión del 11-M, Zapatero mandó a hacer gárgaras su falsa sonrisa de figurante, sus ademanes complacientes, su tono seráfico, sus pestañeos de querubín. Enterró a Bambi y sacudió bambú. Sus cejas a dos aguas se convirtieron en guadañas, su peinado imposible se electrificó, encavernó su voz, enseñó los dientes y sentenció una de esas frases redondas que suele cincelar Rubalcaba con su envenenado estilete: «Afirmo, afirmo, que todo lo que se dijo tras la tarde del 11 M fue un engaño, un engaño masivo». Las miles de toneladas del vertido letal y viscoso del «Prestige» se quedaron en una mera salpicadura ante semejante ponzoña. «Engaño masivo», una falsedad hiperbólica y antieufónica que se expandió con la mórbida celeridad con la que avanzan los venenos más eficaces.

Zapatero abandonó su investidura de presidente del Gobierno para transformarse en el más implacable «killer» del PP. La mala conciencia por el vuelco electoral y la contundente declaración de José María Aznar, en ese mismo escenario, días atrás, consumaron el prodigio del transformismo. Cayó la máscara del talante y apareció la del licántropo. Que se aten los machos los del PP, que despejen sus dudas sobre el centrismo guay, que se lancen raudos sobre la santabárbara en busca de munición. El líder del PSOE ha desenterrado el hacha de guerra, ha izado la bandera de la crispación, ha desatado la caja de los truenos y aquí puede arder Troya.

Zapatero buscaba convencer a su auditorio (los felpudos de la mayoría y el gladiador solitario del PP) de tres cosas: El atentado no influyó en el resultado electoral del 14-M, no ha habido conexiones ETA-islamistas y el anterior Gobierno mintió como un poseso. Para lograrlo recurrió a una serie de argucias de parlamentario segundón. Quince horas de vaciedades, repeticiones, singulares olvidos, ataques indiscriminados, acusaciones falsarias, mensajes de escaparate y una contundencia en la expresión propia de un vendedor de jabones. La ira, por vez primera desde su llegada a la Moncloa, asomó por su entrecejo cuando Zaplana estrechaba el cerco. Pero se escabulló leyendo unos tortuosos informes asturianos que le había preparado un alto responsable policial con vocación de Marcial Lafuente Estefanía.

Quedó demostrado que no dijo la verdad sobre la información que recibió durante los tres días de hierro, ni sobre sus conversaciones con algún director de periódico en torno a los suicidas, ni sobre las investigaciones en torno a la trama de los explosivos de Avilés, ni sobre las manifestaciones «espontáneas» del 13-M. Ni, por supuesto, sobre las líneas de investigación que se siguieron desde primera hora del 11-M hasta las vísperas de las elecciones, tal y como habían dejado bien claro algunos de los miembros de los Cuerpos de Seguridad del Estado a lo largo de sus intervenciones en la Comisión. Incluso pretendió darle la vuelta a la frase de Aznar sobre que los responsables de la masacre no se ocultan «ni en desiertos remotos ni en montañas lejanas» cuando eso mismo es lo que apuntó el anterior presidente del PP. E hizo trampas con su denuncia sobre el borrado de material de los ordenadores de la Moncloa, tal y como le espetó Carlos Aragonés al final de la sesión.

Pero esto son argucias y triquiñuelas, más o menos comprensibles, que pueden justificarse en un dirigente político, en un parlamentario o hasta en un presidente de Comisión. Pero no resulta aceptable que el presidente del Gobierno, un cargo institucional que representa a todos los españoles, arremeta contra un partido y contra un dirigente rival con el único propósito de fulminarlo, de borrarlo del mapa, de hacerlo desaparecer. Entre otras cosas, porque ese partido es la expresión política de casi diez millones de españoles que merecen algo más de respeto.

Ese PSOE que había labrado un perfil de templanza, moderación y consenso quedó hecho añicos la tarde del lunes tras la interminable deposición de su presidente, que incurrió en procedimientos impropios de su representatividad. Esa acusación de «engaño masivo» que le endilgó al PP ha roto muchos puentes, ha destrozado muchas vías de diálogo, ha dado un vuelco –también– al actual estado de relaciones entre el Gobierno y la oposición. Lo peor es que todos perdemos. Lo dejó ayer bien claro Pilar Manjón en su estremecedor mensaje. Fue, seguramente, la única vez en que la Comisión, entre el rubor de los diputados, cobró algo de sentido.

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