El engranaje maldito

Tras los espantosos atentados de París, hay una trampa en la que no debemos caer: la estrategia clara del Estado Islámico es provocar el caos en la sociedad francesa alimentando el miedo, que nutrirá a su vez el voto de extrema derecha. Además, existe el riesgo de que estos atentados agraven en toda Europa la desconfianza y el rechazo hacia nuestros conciudadanos musulmanes, provocando una escalada de odio e intolerancia. Tanto en Francia como en otros países europeos se está ahondando dramáticamente el abismo de incomprensión entre los musulmanes y los no musulmanes: por un lado, se está extendiendo una verdadera alergia a una religión percibida como violenta y agresiva; por otro, se está propagando el sentimiento de ser permanentemente “señalados con el dedo”, estigmatizados. El rechazo no deja de aumentar por ambas partes: unos rechazan, los otros se sienten rechazados. Este es el mecanismo, el engranaje maldito, que mañana podría enfrentar a unas poblaciones contra otras en unas gravísimas tensiones civiles. Ante esto, debemos hacer un esfuerzo de lucidez colectiva: ser capaces de comprender la trampa a tiempo y evitarla juntos, no musulmanes y musulmanes, antes de que se active su desastroso mecanismo en los planos social y político.

Las reacciones de los propios musulmanes expresando su denuncia del Estado Islámico son necesarias y saludables, indispensables para hacer que disminuyan las sospechas hacia el islam. Pero son insuficientes. Trágicamente insuficientes. Ya no basta con decir: “no confundamos islam con islamismo”. Como escribí en mi Carta abierta al mundo musulmán, los musulmanes del mundo entero deben pasar del reflejo de autodefensa a la responsabilidad de la autocrítica. Pues como dice el proverbio francés, “el gusano ya está en la manzana”: no es solo el terrorismo yihadista lo que nos envía señales negativas procedentes de esta civilización y cultura musulmana, sino el estado general de la misma. Es toda una cultura amenazada por la regresión hacia el oscurantismo, el dogmatismo, el neoconservadurismo, el rigorismo incapaz de adaptarse al presente y a los diferentes contextos sociales... y que, para colmo, a veces habla de libertad de conciencia para reclamar el derecho a dar rienda suelta a su radicalismo, o para hacer valer públicamente sus “principios eternos”, su “ley divina intangible e indiscutible”, como si algo pudiera y debiera escapar tanto a la marcha de la historia como a la voluntad de los hombres.

Cada vez más musulmanes toman conciencia de que se trata de un gravísimo cáncer interno de su civilización, un cáncer que se generaliza a gran velocidad y frente al cual las corrientes progresistas retroceden. Un cáncer frente al cual los musulmanes lúcidos sufren al ver su religión degenerar así y se sienten terriblemente impotentes. ¡Que no dejen que ese sentimiento de impotencia les paralice! El optimismo es una responsabilidad. Cuando se actúa, no queda sitio para el miedo ni la desesperanza. Hay que hacer lo posible, cada uno a su nivel, cada uno con sus medios, para regenerar, reinventar, metamorfosear esta cultura espiritual en peligro de naufragio. Y para eso lo primero que hay que comprender es que hay que dejar de decir solamente “este no es el verdadero islam”, “este oscurantismo no es el islam de mis abuelos, de mi pueblo, ni de las edades de oro del islam, como fue la España andalusí”. Este tipo de nostalgia no es mucho más útil ante la gravedad del momento presente que la solución de los salafistas que quieren volver a un “islam original”, a un “islam puro”, a un “núcleo” o a una “esencia” del islam. Nada más estéril que querer fabricar futuro con el pasado. Nada más peligroso que querer imponer la “pureza” de lo que sea: ese fantasma de “pureza” pasa siempre, la historia nos lo ha enseñado, por la “purificación totalitaria” de todo lo que no es conforme al modelo.

¿Cuántos somos los que defendemos esto? ¿Cuántos intelectuales de cultura musulmana? ¿Cuántos filósofos críticos? ¿Cuántas conciencias comprometidas? Desde hoy, es necesario que en las filas musulmanas las voces de la transformación sean mucho más numerosas y potentes, incluso es necesario que oigamos en este concierto las voces de más teólogos o imames, pese a que, como filósofo, siempre soy muy prudente con los “clérigos ilustrados”: aunque hasta cierto punto sean de mentalidad abierta, el sabio o el jefe religioso no dejan de ser “maestros religiosos” apegados al núcleo del dogma y frente a los cuales toda conciencia debe mantenerse en guardia y defender su libertad con uñas y dientes. ¿La responsabilidad de las musulmanas y los musulmanes en nuestras sociedades europeas? Unas y otros deben implicarse masivamente, no solo como creyentes de tal religión, sino como ciudadanos que contribuyen al progreso moral y social general, a la reconstrucción aquí en Europa de sociedades más justas, más fraternales. Contra el liberalismo salvaje, contra las desigualdades entre ricos y pobres, contra el materialismo antiespiritual de nuestras sociedades. Es participando en todos esos combates como los musulmanes de Europa podrán afirmar una voz propia y, tal vez, construir el modelo de otra identificación con la cultura musulmana, ya no replegada sobre sí misma, sobre la defensa de su identidad y sus intereses, sino abierta y comprometida en una lógica de contribución al bien colectivo.

Como siempre, el intelectual está en primera línea, debe combatir en el frente de las ideas, de las propuestas, de la apertura de nuevos horizontes de sentido y sociedad. Debe vehicular un proyecto de civilización nuevo frente al “fin de las ideologías” y al “desencanto del mundo” en el que hemos caído en Occidente. Es lo que intento hacer tanto en mi Carta abierta al mundo musulmán como en mi Alegato por la fraternidad. En esos dos ensayos publicados a raíz de los atentados de enero de 2015 en París, no escribo “como un filósofo de cultura musulmana que se dirige únicamente a los musulmanes”. A partir de mi doble cultura francesa y musulmana, intento explicar que estamos todos, musulmanes y occidentales, y el planeta entero con nosotros, confrontados a una inmensa cuestión que vuelve a irrumpir en medio del mundo humano: la cuestión de lo sagrado. Este es el desafío del siglo que empieza. Y no nos remite a la crisis ecológica, ni financiera o política, ni a las crisis geopolíticas, sino a la madre de todas las crisis: la espiritual. ¿Qué vida espiritual queremos para la humanidad, en el momento en que toda ella intenta reunirse en la mundialización, en el momento en que busca un “proyecto de civilización” que no sea solo político o económico, sino que nos permita ser más humanos? ¿Cómo por tanto crecer en humanidad –la definición misma de lo espiritual– y cómo hacer converger todas las fuerzas de la civilización en torno a este objetivo?

Este es el desafío que se esconde detrás de todos los demás, y que nuestros grandes medios de comunicación y nuestras clases políticas aún no han tenido la lucidez de ver, pese a que, desde las sociedades civiles, muchos ya han comprendido que, como dijo André Malraux, “el siglo XXI será espiritual o no será”. ¿Estado Islámico? ¿Islamismo radical? Sí, es lo más urgente, pero es una gota de agua en la inmensa tarea que nos incumbe hoy: dejar atrás por fin las guerras de religión, dejar atrás por fin un conflicto internacional entre formas de lo sagrado, para ir juntos hacia una sacralidad compartible entre todas las culturas, todas las civilizaciones. Pero ¿dónde está esa sacralidad compartible susceptible de crear una unidad espiritual entre nosotros sin abolir la diversidad de nuestras creencias? ¿Dónde está esa sacralidad en la que se darían cita al mismo tiempo la libertad de conciencia y la trascendencia, el bien político y la vida espiritual, la comunión espiritual y el respeto del pluralismo de nuestras visiones del mundo? Este es desde hace años el eje de todos mis trabajos, y no solo de mis dos últimos libros. Sin descanso, intento perfilar, bosquejar las formas de esa sacralidad compartible a partir de la intuición de que se establecerá sobre una visión del ser humano, un humanismo completamente reinventado a partir de todas nuestras herencias de Oriente y Occidente, criticadas y sometidas a una mutación creadora.

Con la mira puesta en este objetivo elevado de una sacralidad compartible que sea un juez de paz que nos evite el enfrentamiento, pido solemnemente a las musulmanas y a los musulmanes europeos que no se queden apartados, que no cedan a la tentación de replegarse sobre sí mismos en la defensa exclusiva de sus propios intereses. Que respondan a la sospecha con la apertura. Que respondan al rechazo con la contribución. Que respondan al mal con el bien, como aconseja el Corán (41, 34). Que recuperen el respeto y la consideración de todos asociándose intelectual y humanamente, allá donde sea posible, y con su compromiso social y político de todos los días, a todos aquellos que rechazan un mundo egoísta en el que vivimos separados en comunidades y en tribus, y en que el hombre es un lobo para el hombre. Que recuperen la estima general sumando sus esfuerzos a todos aquellos –es capital, en mi opinión– que rechazan tanto un mundo materialista, sin espiritualidad, como un universo en el que tal religión lo domine todo sin dejar a cada uno su libertad de conciencia y cerrando las puertas exteriores para crear una comunidad estanca.

Contra todo esto, busquemos esa sacralidad compartible en el horizonte de nuestras sociedades. Ahí es donde empieza. En la lucha por una fraternidad sin fronteras, que lo mismo trabaje para reducir las desigualdades sociales que para colmar las distancias, las “coexistencias” sin mezcla, los abismos de incomprensión, los choques de ignorancias, rechazos y miedos, entre culturas y creencias. Cuando hablo de lo sagrado y lo espiritual, es en un sentido muy sencillo: surge de esa fraternidad que crea vínculos y hace crecer en humanidad. Más ampliamente, vivir espiritualmente es vivir conectado a sí mismo, a los demás, a la naturaleza y al universo. Nuestras individualidades se asfixian y mueren cuando esos lazos se rompen o se deterioran –ya sea porque llevamos una vida superficial en la que no escuchamos nuestra voz interior, una vida egoísta e indiferente al otro, o una vida alejada de una naturaleza que nos enseña la forma sublime en que la vida triunfa siempre sobre la muerte–. ¿Estado Islámico? Insisto: su única fuerza radica en explotar nuestras debilidades. Si persistimos en vivir en ese régimen de “desligamiento del mundo”, en el que la calidad de ese triple vínculo consigo mismo, con el prójimo, con la naturaleza, es tan mala, entonces la nada, el nihilismo, del Estado Islámico vendrá a infiltrarse como un veneno en todas nuestras brechas, en todas las heridas de nuestros vínculos. Trabajemos para unirnos, estrechemos nuestros vínculos, todos nuestros lazos de sentido y de fraternidad, y el Estado Islámico no encontrará el más mínimo resquicio por el que introducirse para dividirnos. Restauremos los vínculos de fraternidad con nosotros mismos, con los demás, con la naturaleza y con el universo. Reespiritualicemos el mundo y tendremos una oportunidad de sanarlo de sus sufrimientos.

Abdennour Bidar es filósofo. Traducción de José Luis Sánchez-Silva.

1 comentario


  1. El islam es la peste de la Humanidad. Donde hay musulmanes hay conflictos y guerras.

    Responder

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *