El entendimiento entre los grandes partidos

Por Manuel Jiménez de Parga, de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas (ABC, 25/01/06):

EL asunto que en este momento nos preocupa de manera especial, el que prevalece en nuestras inquietudes de ciudadanos, creo que es (o así yo lo percibo) la crisis del modelo de Estado. Como en toda crisis, se han abierto las dudas sobre la continuación, la modificación o la liquidación definitiva del presente Estado de las Autonomías. Parece prestarse menos atención, en cambio, a los problemas de la sociedad, es decir a todo lo relativo a lo que antes se denominó «luchas de clases», con unos grupos bien instalados, gozando de abundantes recursos económicos, y otros sectores marginados, con enormes dificultades para salir adelante en la penuria. El debate sobre el modelo de Estado está dejando en un segundo lugar a cualquier polémica en torno al modelo de sociedad.

Ocurre así en España, debido al desarrollo de los últimos decenios. El enfrentamiento entre la derecha y la izquierda, con sus respectivos e irreconciliables programas socioeconómicos, sigue dominando la escena de las repúblicas iberoamericanas, valga el ejemplo, así como en las extensas áreas mundiales del subdesarrollo. Lo acabamos de presenciar en Bolivia.

Ahora bien, en este nivel distinto y privilegiado en que se encuentra España hemos de imaginar soluciones distintas de las que defendieron nuestros antepasados en los oscuros momentos del siglo XX. Superadas aquí las oposiciones radicales en la configuración de la sociedad (lo que no quiere decir que hayamos alcanzado el Paraíso), las grandes organizaciones políticas tienen que entenderse a fin de que el modelo de Estado que desean la mayoría de los españoles tenga una realización efectiva, sólida y completa.

Ya no se menciona la revolución social en los programas de los partidos en las elecciones españolas. Esto era lo que se hacía (y se hace) en los países de tintes proletarios. Se continúa pidiendo mejoras que beneficien a los más débiles. Resulta lógico que así sea. Pero el combate entre partidos tiene ya un campo delimitado, con aceptación mayoritaria del actual sistema social de convivencia. Es el nivel histórico alcanzado, desde hace tiempo, en las naciones de Europa que marchan en cabeza.

La historia de las monarquías parlamentarias europeas, por ello, nos enseña el buen camino. Ha habido en ellas dos clases de entendimientos entre los partidos políticos. Se han registrado «coaliciones políticas», formadas por partidos que, superando sus diferencias iniciales, asumieron un programa amplio inspirado por una ideología común, y se han registrado «coaliciones circunstanciales» de fuerzas políticas que, no renunciando a su propio ideario, se unieron para afrontar unos temas graves, por ejemplo la crisis del modelo de Estado.

Sobre lo sucedido en Bélgica, el profesor J.-F. Lachaume hizo una enumeración precisa: «Las alianzas de circunstancias han resistido al desgaste del poder mejor que las coaliciones llamadas políticas: el Gobierno de Spaak duró dos años y cinco meses después de las elecciones de 1947; el Gobierno Lefevre, cuatro años y cinco meses tras los comicios de 1961. Menos tiempo resistieron en el poder las coaliciones políticas de socialistas y liberales, o de liberales y cristiano-sociales».

En los otros países del Benelux también se acudió al entendimiento entre los grandes partidos de forma reiterada, mientras que en las monarquías nórdicas se registran fechas interesantes de gabinetes heterogéneos, como son, por ejemplo, el año 1952 en Suecia, el 1965 en Noruega y el 1968 en Dinamarca. ¿Se completará la lista con la mención de la Monarquía española en el año 2006, cumpliendo los deseos y las recomendaciones de nuestro Rey en su importante mensaje de estas fiestas de Navidad?

Los teóricos de la democracia adoptan en esta materia dos actitudes: o se limitan a postular el respeto del Gobierno hacia la oposición, o recomiendan la colaboración con la oposición. Todo depende de su forma de entender el principio de la mayoría electoral.

En el área anglosajona, curiosamente, a pesar del pragmatismo que impregna allí la acción política, se ha insistido más en la idea de que el Gobierno debe realizar su programa y la oposición mantener el suyo, aunque las urnas arrojen una diferencia escasa de votos. En virtud de la notable influencia de la práctica política inglesa en el mundo, esa manera de proceder se ha convertido en casi una regla de conducta democrática.

En el fondo se encuentra la creencia -discutible, yo diría falsa- de que la mayoría representa la voluntad nacional. No voy a seguir ahora la trayectoria de algunos epígonos de J.-J. Rousseau con su «voluntad general indestructible» dando sostén a las dictaduras. Pero justo es destacar que otros seguidores del mismo Rousseau proporcionan sólido fundamento a la democracia pluralista. Sin embargo, cuando se identifica mayoría y voluntad nacional, los disidentes, los discrepantes, la oposición sólo pueden aspirar a un estatuto de tolerancia o, como decía Barrot, a ser «el condimento de la libertad».

A otras consecuencias nos lleva la concepción del diálogo mayoría-minoría como auténtico generador de la voluntad nacional. Quizás los autores que han padecido directamente en sus personas los excesos de la omnipotente voluntad general, o la tiranía de la mayoría, son más sensibles a las peticiones de colaboración entre Gobierno y oposición. Unas páginas clásicas del maestro Kelsen (vida errante, perseguido por Hitler, finalmente profesor en Berkeley) constituyen una cita obligada, mientras que la Gran Coalición de 1966 en la República Federal Alemana y los subsiguientes gobiernos de socialdemócratas y liberales están ahí como unas fórmulas de aconsejable reflexión. Recientemente, otra vez la Gran Coalición.

Hans Kelsen advierte: «La voluntad general formada sobre la base del principio mayoritario no debe ser una decisión dictatorial impuesta por la mayoría a la minoría, sino que ha de resultar de la influencia recíproca que los dos grupos se ejercen mutuamente, del contraste de sus orientaciones políticas antagónicas». Y agrega: «Esta es la verdadera significación del principio mayoritario en la democracia real: por ello sería preferible llamarlo principio mayoritario-minoritario».

La colaboración del Gobierno con la oposición se convierte además en exigencia práctica en momentos difíciles, con una voluntad nacional imprecisa, de contenido dudoso, y cuando la indestructible voluntad general de Rousseau es fruto de una mera mayoría relativa.

A mi entender, esto es lo que sucede en España. Lo procedente sería buscar coincidencias en la fabricación del Estado de las Autonomías, cumpliendo la Constitución, aunando esfuerzos nacionales, cerrando filas ante el terrorismo, clarificando zonas oscuras, creando ilusiones colectivas; en suma, una magna empresa de tal envergadura que sólo pueden llevarla a cabo los partidos de amplia implantación en la totalidad de los territorios de España, actuando al unísono.

No se me ha olvidado la advertencia que un consejero de John F. Kennedy le hizo llegar en ocasión solemne: «La democracia, presidente, es algo más que el Gobierno del pueblo y el reino de la mayoría».