El envés de la trama fiscal

Después de 10 años de continuas y complacientes rebajas fiscales, inauguradas con exaltación ideológica tan propia del PP de José María Aznar y prolongadas durante la primera legislatura de Rodríguez Zapatero, el Gobierno socialista ha decidido volver a la senda políticamente pedregosa de las subidas de impuestos. Las normas de cortesía política exigen que un viraje fiscal de 180 grados rinda explicaciones minuciosas para que la ciudadanía comprenda por qué se sube el IVA o la tributación sobre el capital y en qué se van a gastar los ingresos que se extraigan de los contribuyentes. Ya puestos, también podrían haber tranquilizado a la ciudadanía argumentando por qué una exacción de 100.000 millones de euros de los bolsillos de los consumidores no tendrá malas consecuencias para la actividad económica; los manuales de economía son puntillosos al respecto y desaconsejan subidas de impuestos en periodos recesivos. Y, por fin, deberían haberse ahorrado la incorrección de proclamar que serán las rentas más altas las que más contribuyan al esfuerzo que se pide. Es inverosímil y parece de mal gusto contradecir las evidencias. Pero el presidente del Gobierno y sus ministros han vuelto a mostrar esa refinada discapacidad expositiva tan suya, próxima al balbuceo mental, en la que se confunden, cual pasta indiscernible, las obligaciones con los deseos y las descripciones con las aclaraciones. Seis años de gobierno después, el aparato político del Gobierno todavía no distingue entre medidas de protección social y medidas anticrisis y sigue creyendo que enumerar los cambios fiscales equivale a probar su necesidad.

Ante la afasia del Gobierno, no hay otro remedio que deducir las causas del viraje fiscal. Aunque el ministro José Blanco lo repite con frecuencia, la respuesta no está en que el Gobierno necesite recaudar más "para los parados y la inversión productiva". El presidente del Gobierno, Rodríguez Zapatero, recorrió el mismo camino cuando relacionó con muy escasa sutileza los 10.000 millones que reportarán el cambio fiscal con los 15.000 millones que costará en 2010 la asistencia a los desempleados. Existen mecanismos de financiación de las obligaciones públicas que, al precio actual del dinero, resultan hoy poco onerosos. Tampoco parece una reacción directa al crecimiento desmedido del déficit público, a pesar del vértigo que produce contabilizar un 10% de PIB en números rojos. Una simple comparación del volumen de déficit (en torno a los 100.000 millones de euros este año) con la previsión de aumento de ingresos obtenida por la subida fiscal (unos 10.000 millones de euros) basta para dudar que el objetivo inmediato sea cerrar la brecha de las cuentas públicas en 2009 ni en 2010 ni en años sucesivos. Es como arrojar un metro cuadrado de papel secante al Ebro con la esperanza de desecarlo.

Pero, aunque en primera instancia el Gobierno no espere equilibrar el Presupuesto, el examen de un déficit tan abrumador sí sugiere pistas para explicar las prisas por subir la fiscalidad. De los 100.000 millones mencionados, aproximadamente el 60% son imputables a los costes de la crisis: desempleo y disminución de los ingresos. Si se acepta grosso modo esa proporción, resultaría que si, por algún milagro, mañana cesara la recesión, el desempleo retornase a tasas del 8% y la actividad económica creciera a tasas del 2% o más, todavía restaría un déficit de entre tres y cuatro puntos de PIB. Una proyección de déficit permanente que no obedece a la crisis y que no se disolverá por más que se le conmine con invocaciones a la solidaridad o se auspicie una recuperación económica a partir de mediados de 2010.

Así pues, tan importante como el voluminoso déficit actual, parte del cual es atribuible a los estabilizadores automáticos, es la sospecha de que la estructura financiera del Estado adolece de una acusada debilidad. Obsérvese que con tasas de crecimiento medio del 3%, el sector público español presenta un déficit medio del 0,28% del PIB durante los últimos 10 años; sin contar con la Seguridad Social, el déficit medio durante el periodo sería del 1,15% del PIB. Es decir, la maquinaria financiera pública genera con gran esfuerzo superávit muy pequeños en periodos de elevado crecimiento económico, mientras que produce déficit muy altos en tiempos de desaceleración económica. Los ingresos públicos durante el último decenio se han disparado gracias a la burbuja inmobiliaria; pero como esos ingresos, de naturaleza excepcional, se consideraron a todos efectos como perennes y el gasto se acomodó al flujo de recaudación excepcional, el resultado actual es una tendencia de las cuentas públicas al desequilibrio sostenido mientras no se ajusten los gastos a la cruda realidad de que los ingresos de 10 años de prosperidad no son un recurso permanente. Algo que a corto plazo no parece posible, porque la tasa de paro se mantendrá por encima del 15% durante dos años al menos y el flujo de ingresos no ofrecerá aumentos sustanciales hasta que la actividad económica empiece a crecer por encima del 2%.

Este bucle indeseable tendrá consecuencias sobre la deuda pública. Así como otros países europeos, con estructuras financieras sólidas, pueden recomponer el equilibrio presupuestario con tasas moderadas de crecimiento, la economía española, sin la muleta de la construcción y con una caída continua de afiliados en la Seguridad Social, sufrirá un déficit elevado varios años. Ese déficit empujará la deuda pública hasta situarse por encima del 75% del PIB a finales de 2012, incluso en un escenario de recuperación económica gradual. La financiación de esa deuda puede convertirse en un problema, no sólo por su aumento y por la previsible elevación de la prima de riesgo para financiarla, sino además por la subida imparable del porcentaje de deuda a corto que vencerá cada año. Una proyección moderada indica que ese porcentaje, que en 2009 será del 13,5% del total, pasará a ser casi el 50% en 2012.

A pesar de las actuales complacencias de Moody's o Standard & Poor's -complacencias que, por cierto, se sostienen en un único punto de apoyo, el margen que tiene España para subir impuestos hasta aproximarlos a la media europea-, la probabilidad más elevada en estos momentos es que el país que no ejecute con presteza un ajuste fiscal, recibirá una rebaja en las calificaciones de su deuda. En España, ese ajuste sólo es políticamente realizable -atendiendo a la política económica vigente y al desbordamiento de los estabilizadores automáticos- mediante crecimientos de ingresos.

Es muy probable que tras la subida de impuestos se encuentre el temor del Gobierno a una crisis de la deuda pública. Crisis que no debe entenderse como un colapso catastrófico, sino como un encarecimiento excesivo que asfixie la recuperación de la economía a partir de finales de 2011. En la medida que los ahorradores de los países con superávit se muestren más reacios a invertir en aquellos países con déficit persistentes que no muestran señales de ajuste, el coste del servicio de la deuda aumentará y se convertirá en un pesado lastre para la esperada recuperación de la economía. Así que la esmirriada subida impositiva podría leerse como un mensaje trémulo a los inversores de que España hará lo que sea necesario para estabilizar sus cuentas públicas. Sin ella, quieren decir el presidente y su equipo económico, el déficit quizá hubiera llegado al 12% en 2010 y la deuda pública al 80%.

No es fácil que los mercados financieros confundan el entrecortado esfuerzo recaudatorio -la tibieza encubre siempre impotencia- con una estrategia firme y clara de contención del déficit y de la deuda a medio y largo plazo. De entrada, ya es complicado aceptar que el déficit público baje al 5,4% del PIB en 2010, incluso contando con los 10.000 millones de aumento de presión fiscal y admitiendo con cierto optimismo que el coste del desempleo tenderá a estabilizarse. Si se trata de convencer a los mercados al tiempo que se mantiene el gasto social, nada mejor que un plan de sostenibilidad financiera del Estado a medio plazo, que incluya una reforma estructural del gasto público y que lleve a pie de página la firma de las comunidades autónomas. No parece que Rodríguez Zapatero y Salgado estén en eso. Parafraseando a Henry James, podría decirse que el Gobierno está empeñado en cultivar la imprecisión regándola con sus propias lágrimas.

Jesús Mota