El epicentro paquistaní

El brutal atentado (como si hubiese de otro tipo) contra la dos veces ex primera ministra de Pakistán, nos ha encendido, como siempre a destiempo, todas las alarmas. Son muy pocos los países que desde Occidente en general y Europa en particular, se percatan de la enorme importancia que para la paz y la estabilidad mundiales tiene el País de los Hombres Puros, que es la traducción de su nombre en urdu al español. Lo que está en juego en ese país no es sólo su tipo de régimen, la permanencia o no del general Musharraf, la victoria electoral, con más o menos transparencia, de tal o cual candidato, lo que está en juego es el futuro de la región y, muy posiblemente, la mismísima paz mundial.

Hace poco la revista Newsweek se preguntaba si Pakistán era el país más peligroso del mundo. La pregunta era retórica y al mismo tiempo tan escandalosa como oportuna en la actual situación internacional. Pakistán se encuentra en uno de los epicentros más activos de generación de graves conflictos del mundo, es uno de los principales objetivos del terrorismo más brutal y despiadado que se ha conocido en las últimas décadas -el yihadista-, ha tenido que enfrentarse al fanatismo talibán -y la amenaza que supone para Afganistán y para su propia seguridad- y se encuentra inmerso en una gravísima crisis política e institucional a lo que hay que añadir unas cruciales elecciones presidenciales en enero de 2008, que lamentablemente tendrán una candidata menos.

Por su propio peso e importancia y por su influencia regional y mundial, Pakistán ocupa un lugar central en la seguridad de Occidente, Europa, y obviamente de España, si bien el Gobierno de Rodríguez Zapatero prefiera distraerse en su retórica electoral y su voluntad de ignorar las graves realidades que contradicen su discurso buenista, hasta que noticias tan dramáticas como ésta los despiertan brutalmente a la realidad. Los cambios de estrategia de Al Qaeda en el Magreb, la creación de Al Qaeda en el Magreb islámico y las constantes alusiones y amenazas a Al Andalus por parte de Bin Laden y de su número dos Ayman al Zawahiri, deberían haber sido advertencia suficiente para haber colocado a un país tan trascendental como Pakistán en el centro de nuestra agenda de Política Exterior y de seguridad. La fuerza que tienen ciertos individuos y organizaciones paquistaníes en la compleja y muy peligrosa amalgama del yihadismo internacional, así como su influencia determinante en la situación de Afganistán hubiesen debido hacer de ese país un punto focal de nuestra atención, lamentablemente no ha sido así. En Pakistán el islam moderado y el mundo en general encabezado por las democracias más avanzadas del mundo, están librando una batalla central contra el terrorismo yihadista y en defensa de las libertades y derechos fundamentales. En Pakistán y en Afganistán estamos riñendo una guerra contra Al Qaeda y contra el fanatismo yihadista sanguinario, que ni podemos ni debemos perder: están en juego nuestras esencias democráticas y nuestra libertad. Si Pakistán se sumiese en el caos de una guerra civil o si llegase a ser controlado por el yihadismo, podría volverse una pesadilla de alcance hoy inimaginable.

Las cifras y datos del país no engañan. Pakistán es el segundo, o quizás tercer país islámico en población, tras Indonesia y la India (se calcula que de sus 1.150 millones de habitantes 180 millones son musulmanes), tiene fronteras con dos potencias mundiales (China e India) y está en posesión de un importante arsenal nuclear, y es, de momento, la única nación islámica que la tiene. Su ejército es el séptimo del mundo, y es, además, la institución más poderosa e influyente del país, lo que lo convierte a la vez en parte del problema, e irremediablemente, si se gestionase bien, en parte de la solución. Las cifras de desarrollo humano de Pakistán son pavorosas, ocupa el puesto 142 de los 177 países medidos por la ONU, y sus niveles de pobreza son igualmente graves. A todo esto hay que añadir que en su territorio existen más de 13.000 madrasas, no pocas de ellas de carácter radical, y un denso entramado de organizaciones yihadistas extremadamente activas que tienen unas 24 publicaciones radicales con más de un millón de ejemplares de circulación para propagar sus mensajes violentos en una sociedad en la que la ignorancia y el analfabetismo convierten a centenares de miles de individuos en carne de cañón fácilmente reclutable. El mensaje del odio, de la violencia y de la manipulación del mensaje del islam, especialmente el del asesinato por medio del suicidio que los yihadistas tienen la desfachatez de denominar «martirio», cala en una sociedad depauperada y muchas veces sin esperanzas. Los fanáticos saben muy bien cómo aprovecharse de esas tristes circunstancias.

Con todo, la mayoría de los paquistaníes ha rechazado, elección tras elección, a los candidatos de las opciones violentas y radicales. Los islamistas extremistas nunca han llegado a superar el 11% en las elecciones generales, y sólo cuando se unieron todos pudieron llegar a gobernar alguna provincia en 2002. No podemos ignorar en absoluto que esos éxitos parciales de los islamistas se deben a la responsabilidad directa del propio general Musharraf, que les facilitó el camino a la victoria con su política de acoso a los partidos históricos y tradicionales del país, que han tenido una base más política que propiamente religiosa, si bien respetuosa con los principios y valores del islam moderado, y algunos de ellos con una agenda inequívocamente aconfesional.

España y la UE deben prestar más atención a este país crucial para la estabilidad regional y mundial. Baste como ejemplo el hecho de que Javier Solana nunca haya visitado Islamabad. Las declaraciones de España y de la UE son escasas y normalmente tardías, y esto, más si cabe tras la tragedia de ayer, debe cambiar radicalmente. La situación es verdaderamente seria. Pakistán está sufriendo una ofensiva a gran escala de los talibán en y desde Afganistán, y del terrorismo yihadista, que se ha dedicado a eliminar físicamente a los políticos que se oponían frontal pero democráticamente, a la instalación de un régimen yihadista en el país. Sus Fuerzas Armadas han debido combatir al terrorismo fuera de las zonas tribales tradicionales y los atentados son cada vez más bestiales y tienen como objetivo aterrorizar a la población civil, amedrentar a los políticos moderados, generar una profunda inestabilidad que les permita hacerse con el poder absoluto, provocar el retraimiento de la inversión extranjera y, en la medida de los posible, destruir el boom económico que Pakistán venía experimentando desde hacía varios años. Ya se sabe, el yihadismo ataca siempre las bases de la economía para debilitar a los regímenes que acosa. Eso lo ha hecho en todo el mundo islámico. El petróleo, el turismo y otros sectores esenciales para ciertos países han sido sus objetivos prioritarios, sin importarle las consecuencias ni el sufrimiento del pueblo al que dicen querer liberar.

Pakistán vive una muy complicada situación política y de seguridad. Además de los atentados cada vez más frecuentes y sanguinarios, el Ejército ha tenido que combatir en zonas completamente desconocidas incluso para los analistas occidentales más reputados, especialmente en el Waziristán y en la North Western Frontier Province -ambas fronterizas con Afganistán-, donde Fuerzas Armadas y la Guardia de Fronteras tienen verdaderas batallas diarias con importantes bajas que demasiadas veces son calificadas de «escaramuzas». La preocupante novedad es que han tenido que intervenir por primera vez en un territorio alejado de Afganistán y de su influencia yihadista para sofocar una muy grave revuelta en el valle de Swat.

Las más que desafortunadas actuaciones recientes del general Musharraf, su autogolpe, la disolución del Tribunal Supremo y su represión despiadada de la protesta de los abogados, sólo han contribuido a debilitar al estado y a sus instituciones. El terrorismo, los atentados y el avance del fanatismo, ponen ahora en serio peligro la estabilidad de un país que deberíamos habernos tomado mucho más en serio. El atentado de ayer y su imprevisibles consecuencias son un paso más hacia el abismo del caos. La pesadilla que hace poco parecía imposible es hoy sólo improbable: una potencia nuclear en manos islamistas radicales.

El general que se presentó ante el mundo como el freno del fanatismo y del terrorismo yihadista, el fiel aliado de Occidente, puede haberse convertido en un triste y eficaz catalizador de la catástrofe. Se aferró obsesivamente al poder, le cerró el paso a los partidos democráticos y a sus líderes, como la asesinada Benazir Bhutto y al también ex primer ministro Nawaz Shariff, lo que sólo facilitó la tarea del islamismo radical. Ahora lo que hay que hacer es fortalecer la democracia, sus instituciones y poner a su servicio los instrumentos del Estado de Derecho para derrotar al terrorismo. Todo ello servirá de homenaje póstumo a una heroína de la democracia y de la libertad, pero sobre todo de tributo a la inmensa mayoría de paquistaníes que no sólo rechazan el fanatismo y se enfrentan a la violencia, si no que son además, sin duda, su principal víctima, como lo son todos los musulmanes moderados del mundo. El ismaismo radical y el terrorismo yihadista al que sirve de alimento y combustible, son nuestro enemigo común, que quede claro.

Gustavo de Arístegui, portavoz de Asuntos Exteriores del Grupo Parlamentario Popular.