El epitafio de la independencia de Cataluña

Los expresidentes de la Generalitat Carles Puigdemont, a la izquierda, y Quim Torra, en 2019. Credit Stephanie Lecocq/EPA vía Shutterstock
Los expresidentes de la Generalitat Carles Puigdemont, a la izquierda, y Quim Torra, en 2019. Credit Stephanie Lecocq/EPA vía Shutterstock

Den por muerto al independentismo catalán. Lo que debía suceder, sucedió: la política volvió a ocupar el centro de la escena en España y los sueños de nación del catalanismo han vuelto adonde debían, al espacio onírico de las aspiraciones de donde lo arrancó una generación de líderes incapaz de leer el escenario político con el temple necesario para tomar decisiones que no estuvieran motivadas por un nacionalismo de golpes en el pecho.

Breve sumario de hechos. Esquerra Republicana de Catalunya (ERC), la izquierda independentista, lleva casi dos años procurando negociar una salida digna a la derrota autoinfligida por el referendo del 1 de octubre de 2017, en donde los partidos a favor de la independencia catalana se unieron en un patético episodio de fugaz escisión. Tras aquello, la derecha catalana se encerró en una defensa de nación o nada. Ahora, ERC votó a favor de los presupuestos del gobierno de Pedro Sánchez, ampliando las tensiones con sus antiguos socios.

Hoy los rebeldes ya no defienden con tanto diente, en público, la autodeterminación de la comunidad. Los más inteligentes conversan, los más tercos se enrabietan. Quizás la pandemia quitó el aliento al catalanismo o tal vez solo hizo entrar en razón a suficientes líderes. O quizás lo hizo con todos: la sociedad española está algo agotada de la improvisación e infantilismo de su dirigencia. De toda.

Era tiempo. Un poco de sensatez y centro vienen bien cuando mueren miles por un desastre sanitario. Hay un inapelable impacto realista en la intromisión de la pandemia como la crisis necesaria: pone las cosas en su sitio. Gobernar es gestionar. Todos harían bien en ocuparse del daño que provocan sus decisiones en las personas de carne y hueso antes que en la volatilidad de su deseo.

En esto está hoy la independencia catalana: pinchando las migas en la mesa con la punta del dedo. Quim Torra, el separado expresidente del gobierno autonómico, se ufana en Twitter —el reino de los vociferantes— de que jamás bajo su comando se aprobó un presupuesto de España. “Al contrario”, escribió, “los tumbamos” y ese es “uno de los honores más grandes de mi carrera política”. Carles Puigdemont, el expresidente de la Generalitat fugado a Waterloo, intenta convertir su derrota en victoria proclamando que la izquierda catalana ha traicionado al independentismo apostando por conversar con el gobierno de Sánchez. Dice que el “pactismo mágico” de ERC solo beneficiará a España.

Se equivocan. Torra y Puigdemont son los cortesanos expulsados de palacio, rabiando su bronca desde el llano, lejos de donde se corta el queso. Por encima de la atalaya, los observa impertérrita la plana mayor de la izquierda catalana, con Oriol Junqueras, el exvicepresidente de Puigdemont, preso por sedición y malversación, oficiando de Richelieu entrenado: ERC ha comprendido que solo la política, un delicado ejercicio de conversación tras conversación, le dará oxígeno a la fe catalana en su autodeterminación.

¿En qué quedó el Procés que alimentó la idea de la independencia? En nada, desarticulado. El Procés alimentó la borrachera emocional de la sociedad catalana, sobrada de autoconfianza. Muchos llegaron a creer que la independencia estaba al alcance de la mano —o de un referendo— y la dirigencia política, en vez de llamar a la cordura, se puso al frente del fervor. Pero en diez años el Procés fue incapaz de conseguir una mayoría indiscutible para forzar a España a hablar de verdad sobre el presente y futuro de su comunidad de naciones. Ese tiempo se fue.

Ahora los antiguos aliados contra España —sobre todo, ERC y JxCat, el partido de Puigdemont— caminan por vías distintas. La disposición al diálogo de la izquierda es intolerable para la rabia antiespañola de la derecha catalana. ERC tiene las de ganar en una sociedad profundamente golpeada por el fiasco de una independencia que duró 30 segundos —el tiempo que tomó a Puigdemont declararla tras el referendo y, de inmediato, dejarla sin efecto en un vergonzoso discurso— y por el impacto letal del coronavirus, que afectó con dureza en Cataluña.

Alguna vez deberemos discutir cuánto la pandemia ayudó a olvidarse de lo secundario e intrascendente. La suma de errores políticos del catalanismo desactivó primero la beligerancia —la izquierda sigue reclamando autodeterminación pero nadie habla ya de la independencia— y el virus obligó a los actores políticos más racionales a entender que, tarde o temprano, los hechos modelan las expectativas.

Ahora Cataluña debe volver a ocupar el asiento trasero de la conversación nacional. Desde allí tendrá oídos mientras los socialistas gobiernen; nadie la oirá cuando la derecha la encierre en la cajuela del auto. España —el conjunto de sus comunidades— necesitan enfocarse en problemas de fondo, desde resolver la pésima gestión de la pandemia a recuperar la economía y la confianza en su dirigencia.

Joan Tardà, uno de los dirigentes más astutos de la izquierda catalana, siempre entendió la independencia de Cataluña como parte del toma y daca de una negociación. No se equivocó. Tensar la cuerda es un camino sin salida: no habrá chances para Cataluña —de ningún tipo— sin diálogos de largo plazo.

La independencia vociferada, hoy, es derrota.

Diego Fonseca es colaborador regular de The New York Times y director del Institute for Socratic Dialogue de Barcelona. Voyeur es su último libro publicado en España.

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