El equilibrio energético

La energía vuelve a estar en la primera línea de la agenda pública y las exigencias sociales, aunque ello no coincida, paradójica y lamentablemente, con su expresión en el debate político, ahogado entre el esfuerzo del Gobierno por eludirlo, y la mediocridad por limitarse a emplazarlo, burocráticamente, en una Subcomisión del Congreso de los Diputados, de cuyos trabajos apenas tenemos noticia.

Se invierte de este modo la lógica democrática más elemental a la hora de explicar y afrontar, con rigor y transparencia, un asunto de especial trascendencia y envergadura para los ciudadanos, como son los urgentes desafíos energéticos de nuestra sociedad. Análisis que debería permitir identificar problemas y proponer soluciones en un debate sereno, documentado y abierto.

Pero ignorar la existencia de una realidad, o las consecuencias de un problema, no modifica, súbita o espontáneamente, la naturaleza de las cosas. La realidad permanecerá, viva y tenaz, aunque se pretenda obviarla u ofrecerla deformada, y el problema mostrará cada vez factores más preocupantes, o desbocados, al no abordarlos a tiempo, mientras nos alejamos irresponsablemente del equilibrio de las soluciones contrastadas, fundadas o razonables.

Desde que el genial inventor y brillante empresario Thomas A. Edison consiguiera en 1879 que un filamento de bambú carbonizado alcanzara la incandescencia sin fundirse, son incontables los desarrollos industriales, los negocios, las actividades productivas y sociales o los sectores nacidos al amparo del descubrimiento que habilitó la formidable revolución eléctrica.

¿Qué sería hoy de la industria, los transportes, el comercio, los hospitales, las comunicaciones audiovisuales e internet, la vida de las grandes ciudades o el desarrollo de las zonas rurales sin energía y su vector de transformación principal, la corriente eléctrica? Alguien tal vez prefiera pensar, en un requiebro nostálgico, que hemos ido demasiado lejos en algunas cosas -y tal vez tengan razón-, pero pocos o ninguno sería capaz de renunciar, en su vida ordinaria, a la mayor parte e incluso a la totalidad, de las conquistas materiales que gracias al genio científico, al impulso tecnológico y la viabilidad económica e industrial, hemos ido alcanzando en estos últimos ciento veinticinco años.

En el apogeo del movimiento bolchevique, un Lenin exultante proclamó que «el Estado eran los Soviets y la electricidad». Una leve constatación histórica nos autorizaría a afirmar que esa batalla parece ganarla la electricidad. La propia Rusia actual dirigida por Putin, ha vuelto a hacer de la energía un instrumento clave de su discurso político y diplomático y su estrategia económica e industrial. Bien lo sabe la Unión Europea.

A la espera de la ratificación del Tratado de Lisboa que reconozca finalmente una política energética comunitaria, tan necesaria, son muchas e importantes, en Europa, las vertientes del problema. De una parte, nuestra dependencia exterior que obliga simultáneamente a reforzar la competitividad empresarial y extender los mercados energéticos -mejorando su funcionamiento-, hasta hacerlos coincidir con el perímetro del mercado único europeo; y por otra, los imperativos de la seguridad interior -que reclama aumento de la capacidad y extensión de las redes- y la forma de plantear la negociación exterior, que permita garantizar los aprovisionamientos energéticos de manera continua y eficiente.

Además, por fortuna, en las dos últimas décadas se ha tomado conciencia de la necesidad de compatibilizar, exigentemente, el crecimiento económico y el desarrollo industrial con el compromiso de proteger a medio y largo plazo la calidad del entorno ambiental. Y mejorar los mecanismos que favorezcan el ahorro y la eficiencia energética, desde las redes de frío y calor de los edificios, hasta la promoción de usos adecuados de transporte, energética y medioambientalmente.

En España las circunstancias responden igualmente a un equilibrio frágil y complejo. Carecemos de suficientes recursos energéticos autóctonos para satisfacer nuestras crecientes demandas y expectativas. No tenemos el petróleo de los países árabes o Venezuela, el gas de Rusia, Libia o Bolivia, el carbón de Suráfrica, el caudal hidroeléctrico de Canadá o Noruega, el uranio de Australia, el programa nuclear de Francia, Finlandia o Lituania. Disponemos de horas de sol y viento en proporciones respetables pero insuficientes, industrial y tecnológicamente. Por ello, todas las energías disponibles son, hoy por hoy, necesarias y por tanto útiles, carbón, ciclos combinados de gas, nuclear, renovables, hidroeléctrica. Nuestro equilibrio energético es suficiente pero delicado a corto y medio plazo. Y por ello el acento debe ponerse en adoptar medidas para reforzarlo y no para debilitarlo más o comprometerlo sin alternativas solventes. Y en ese contexto se sitúa el informe técnico y preceptivo, rendido favorablemente estos últimos días, del Consejo de Seguridad Nuclear sobre la continuidad de la Central de Garoña, y la decisión definitiva que deberá tomar el Gobierno.

Este no es un tema nuevo en el mundo, donde hay más de cuatrocientas centrales nucleares, sesenta de las cuales ofrecen una situación similar en cuanto a vida útil a la extensión que ahora solicita Garoña. Muchas de ellas se encuentran en Estados Unidos, que cuenta ya con el precedente positivo y reciente de Oyster Creek, en el que se ha ponderado desde la seguridad de la instalación, al precio del combustible o la limitación de emisiones atmosféricas. Mucho habrá que hablar de ello en los próximos años, donde entrará también en juego la continuidad o no del resto de nuestro parque nuclear existente.

Se trata de un tema social de enorme importancia, no sólo por razones estratégicas, económicas, y políticas, sino tecnológicas, medioambientales y sociales, en el que no caben soluciones mágicas ni tampoco modelos imbatibles o unívocos, más aún cuando la experiencia demuestra que todas las energías pueden ser necesarias en su justo equilibrio. Se trata, por tanto, de un capítulo central en nuestro modelo económico y social de convivencia y bienestar, del que convendría ahuyentar, definitivamente, cualquier improvisación o tentación demagógica.

Vicente López-Ibor Mayor, jurista.