El equivalente financiero a una vacuna

El equivalente financiero a una vacuna
Nuthawut Somsuk/Getty Images

La COVID-19 está ampliando dramáticamente una grieta mundial que ya era evidente mucho antes de la crisis actual, solo algunos países han podido cubrir los costos de la pandemia y los confinamientos con grandes medidas fiscales gracias al apoyo de los bancos centrales, que están comprando grandes emisiones de deuda gubernamental. La mayoría de los países enfrentan crecientes costos de endeudamiento y, por lo tanto, no pueden permitirse una respuesta fiscal robusta. De hecho, las condiciones actuales para el endeudamiento dividieron al mundo entre quienes tienen y quienes no o, mejor dicho, quienes pueden y quienes no. Si esta división continúa, puede desbaratar la globalización por completo.

Los países ricos pueden prever un largo período con tasas de interés excepcionalmente bajas, aun cuando la deuda gubernamental se haya disparado a un ritmo inédito en épocas de paz. El dinero de los bancos centrales se considera cada vez menos como un pasivo que como un tipo de capital accionario que representa la participación de los ciudadanos en un esfuerzo nacional. Ese enfoque generaría una nueva visión del propio concepto de ciudadanía y la forma en que el dinero puede lograr que una comunidad siga funcionando.

Pero esa no es una opción para los desposeídos. Por ejemplo, cuando Turquía intentó hacer frente a la COVID-19 con una inundación de crédito barato, su moneda colapsó y se vio obligada a desandar sus pasos elevando las tasas de interés. Después de tratar de que el acceso al crédito barato fuera central para su doctrina política, el presidente Recep Tayyip Erdoğan tuvo que dar marcha atrás para recuperar la credibilidad.

De igual modo, Sudáfrica enfrenta reducciones en la calificación de su deuda, que limitarán intensamente su margen de maniobra fiscal. Argentina, que emitió hace muy poco, en 2017, un bono a 100 años, entró en cesación de pagos. Y los mercados emergentes en su conjunto han emitido más deuda, aunque a una escala que no se acerca ni por asomo a la del mundo desarrollado.

Para los países pobres, las restricciones a una respuesta eficaz a la crisis actual son incluso más obvias y señalan la necesidad de un programa internacional para suspender los servicios de la deuda. Debido que los costos del endeudamiento ocupan un puesto tan alto en su contabilidad fiscal, esos países solo destinaron el 2 % del PBI a responder a la COVID-19, frente al 15-20 % que gastaron los países ricos. No solo es improbable que los países más pobres obtengan una amplia provisión de vacunas contra la COVID-19 en el corto plazo, tampoco pueden acceder a su equivalente financiero.

En una época en que se profundiza la preocupación por el futuro de la democracia, la ausencia de una conexión segura entre los ciudadanos y el bienestar de sus países es preocupante. De hecho, la creciente grieta mundial parece un relanzamiento del patrón oro de fines del siglo XIX, que solo permitió a unos pocos países centrales —Gran Bretaña, Francia, Alemania, Japón y Estados Unidos— acceder al crédito barato. Y, como la capacidad para endeudarse era en gran medida sinónimo de la capacidad de adquirir armas y poder militar, el patrón oro reafirmó la reivindicación de esos países al dominio internacional, impulsando así el proyecto imperialista.

En esa época, como ahora, quienes estaban en la periferia del sistema experimentaron una continua incertidumbre, costos más elevados y mayor vulnerabilidad que cualquiera de las potencias dominantes. Aunque los países más grandes y ambiciosos entre esos marginados intentaron unirse al centro, sus esfuerzos se vieron amenazados continuamente por ataques especulativos y pánico en los mercados.

El mundo actual, financieramente bifurcado, cuenta con su propia amenaza inherente a la estabilidad, ya que los ataques especulativos y las devaluaciones generan más incumplimientos soberanos de la deuda denominada en monedas extranjeras. Los habitantes de estos países marginados sufrirán importantes caídas de su nivel de vida. Y aunque esa miseria podría beneficiar inicialmente a los consumidores en los países ricos, una ola de importaciones a bajo costo implicaría una amenaza a los empleos en el sector manufacturero y crearía presión a favor de medidas proteccionistas.

Una solución obvia sería emitir una moneda internacional capaz de ofrecer a los países en dificultades el mismo tipo de apoyo que ofrecen las operaciones de los bancos centrales en las economías desarrolladas. En la década de 1960, el Fondo Monetario Internacional creó los derechos especiales de giro (DEG) para solucionar la falta de liquidez mundial que se percibía. Esta innovación se creó sobre la base de ideas previas que habían circulado durante la Segunda Guerra Mundial, principalmente la propuesta de John Maynard Keynes para crear una moneda internacional sintética (bancor).

Desde la emisión de los primeros DEG hubo numerosas solicitudes de ampliación del mecanismo para solucionar cuestiones como el desarrollo desigual (en la década de 1970), los problemas posteriores a los shocks del petróleo (en la década de 1990) y las secuelas de la crisis financiera mundial de 2008, pero siempre estas presiones fueron resistidas, habitualmente porque los estímulos basados en los DEG no se pueden enfocar con suficiente precisión.

Una versión dirigida del esquema usaría los DEG para comprar la deuda gubernamental de los países más pobres según ciertos indicadores preestablecidos, como la cantidad de habitantes o el PBI. Podemos imaginar en este caso que el respaldo adicional para la deuda gubernamental destrabaría la inversión privada, que se podría aprovechar en proyectos de infraestructura que fomenten el crecimiento y para el gasto necesario para enfrentar desafíos como el de la pandemia o los problemas ambientales.

Este tipo de programa experimental con DEG se asemejaría a una aplicación limitada de la ambiciosa unión monetaria que lanzó Europa en la década de 1990. El principal atractivo del euro para los países más pobres de la periferia era que reduciría los costos del endeudamiento. El riesgo, por supuesto, era que separar la toma de decisiones monetarias de las autoridades fiscales limitaría la capacidad de apoyo del banco central a la deuda gubernamental.

En la era de la COVID-19, el experimento del euro parece haber tenido éxito. Grecia e Italia, que alguna vez estuvieron en el centro de una prolongada crisis de deuda, ahora pueden pedir prestado con un costo menor que EE. UU. Diez años atrás, muchos comentaristas sugirieron que a Italia le hubiera ido mejor si hubiese seguido un régimen monetario similar al de Argentina, que permite la devaluación. Podemos suponer que nadie sostendría eso hoy.

Pero Europa está reconociendo lentamente los elementos necesarios para que su unión monetaria sea viable en el largo plazo. Existe una clara necesidad de aumentar la mutualización fiscal y los seguros, pero el proceso aún es polémico.

Queda por verse si un experimento similar se podría lograr a nivel mundial, pero es hora de empezar a pensar sobre un mecanismo monetario capaz de mantener unidas no solo las comunidades nacionales sino también a la economía global.

Harold James is Professor of History and International Affairs at Princeton University and a senior fellow at the Center for International Governance Innovation. A specialist on German economic history and on globalization, he is a co-author of The Euro and The Battle of Ideas, and the author of The Creation and Destruction of Value: The Globalization Cycle, Krupp: A History of the Legendary German Firm, and Making the European Monetary Union.

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