El error de la reforma sanitaria de Obama

Te veo pálido, ojeroso, agotado», me comentó mi mujer. «¿Te sientes bien?». «Ni moral ni intelectualmente», le contesté, evitando el tema aborrecido de la salud.

Efectivamente, el cerebro es el único órgano que me importa, y el alma cuenta por más que el cuerpo. Por eso, por sorprendente que sea, he abandonado a mis amigos y colegas liberales y socialdemócratas en los EEUU y me encuentro, con cierta incomodidad, al lado de los ultraderechistas que se oponen a la medida más progresista del presidente Obama: su intento de introducir un sistema de acceso universal a servicios médicos. Por supuesto, la política del presidente se inspira en doctrinas literalmente saludables de cuidar a los pobres y enfermos, obligaciones fundamentales, desde luego, de todos los que queremos servir a la humanidad y seguir a Dios. Pero el plan -el llamado Obamacare o Ley de Servicios Médicos Asequibles, según la denominación oficial- se ha desviado, y ha acabado corrompido por vicios.

Parece mentira que en un país como los EEUU, tan rico, tan igualitario, tan entrañablemente demócrata, no se haya establecido un estado de bienestar, ni un sistema de seguridad social. El presidente Roosevelt soñaba con crearlos en los años 30 del siglo pasado, pero se interpuso la Segunda Guerra Mundial. En el década de los 70, el presidente Johnson inició lo que llamaba «La gran sociedad», con un sistema de suministro gratuito o a coste bajo de servicios básicos para ancianos enfermos. Ampliar y fortalecer el sistema fue un proyecto de los hermanos Robert y Ted Kennedy que nunca lograron lanzar. Allí el asunto quedó estancado. En los 80, cuando Bill y Hilary Clinton volvieron a la cuestión, les resultó imposible reformar el sistema ni extender su alcance. La cultura capitalista e individualista del país no se lo permitía. Las compañías de seguros privadas militaban en contra. El partido republicano denunció el socialismo como un intento de ayudar a los obreros con los impuestos de los burgueses.

Mientras tanto, aislando aún más a los pobres y enriqueciendo a las industrias farmacéuticas y de tecnología médica, los precios de medicamentos y servicios médicos iban aumentando. En la campaña electoral de 2008, el señor Obama prometió bajarlos mediante una reforma fundamental, exigiendo a todos los ciudadanos la obligación de comprar un plan de seguros y ofreciéndoles la opción de hacerlo con una entidad estatal. Se escandalizaron las compañías privadas. Los republicanos gritaban en contra al concepto de comprometer a los ciudadanos del país de la libertad. Los economistas despreciaban el intento de intervenir en el mercado. Resultó, además, que los sondeos revelaban que la mayoría de los norteamericanos estaban satisfechos con lo que tenían y no veían ninguna necesidad de que el gobierno ofreciese seguros. Así que el señor Obama, una vez que los votos de los pobres le hubiesen llevado a ser presidente, abandonó la opción pública y acabó proponiendo una ley adulterada, que ni era universal, ni ayudaría a los más míseros, ni disminuiría los gastos, ni les quitaría a las compañías privadas nada de su monopolio.

La izquierda salió decepcionada pero dispuesta a seguir apoyando al presidente. «Pues bien», dijeron los colegas liberales que me rodean en el mundo académico. «No es lo que queríamos, pero apostamos por el plan por ser el mejor que se nos ofreció». Pero hubo un diablo entre los detalles del proyecto de ley aprobado por el Congreso. Un aspecto fundamental de ésta es que las compañías pagarán los seguros de sus empleados. Pero en la ley, tal como salió de la legislatura, no se especificaron todos los servicios que así se pagarán, sino que se permitió que los tratos preventivos, por ejemplo, se acordasen luego por una agencia gubernamental, el Departamento de Salud Pública. Ese departamento devolvió el encargo en manos de otra agencia -la Oficina de Recursos y Servicios de Sanidad- que tampoco se vio capaz de identificar los servicios relevantes y trasladó la responsabilidad a manos de un comité de médicos. Estos profesionales aprobaron una lista de servicios que incluye medidas contraceptivas, esterilizadoras y pro aborto.

Gracias a su intervención, la ley -o a aquella cláusula, por lo menos- se ha convertido en una ofensa contra la democracia, ya que unos individuos no elegidos por el pueblo han logrado imponer su opinión personal en un acto legislativo que debería haberse resuelto entre los representantes del electorado. Es, además, un abuso de lenguaje, ya que estar embarazada no es una condición médica que hay que prevenir como si fuera una pulmonía o un cáncer. Luego la ley es ya una ofensa contra el derecho humano de libertad de creencia, porque exige a empleadores cristianos y musulmanes que paguen medidas no permitidas por su religión. Y ofende a la moralidad por presionar a los patronos a involucrarse en abortos que les son moralmente repugnantes. Las multas son fuertes: 10 millones de dólares, cuanto menos, por cada año de incumplimiento, aumentando según el número de empleados. En el caso de una de las entidades afectadas, la empresa católica Hobby Lobby, una cadena de almacenes dedicados a vender artesanías, el total puede ascender a $475 millones.

No sería justo, tampoco, si a los no creyentes se les negara contraceptivos. Pero sería fácil garantizarles sus derechos sin exigir a los demás que se los costearan. Ni quiero condenar a una mujer embarazada cuya vida se viera gravemente amenazada; pero no es preciso que un bebé se sacrifique al coste de una persona que aborrece el aborto. En una sociedad civilizada y pluralista hay que buscar medios de respetar las conciencias de todos los ciudadanos. Por eso, la cláusula es inicua. Hay que rechazarla.

La universidad donde yo trabajo, la de Notre Dame, por ser una universidad católica, se halla entre los 200 litigantes que han iniciado acciones contra el gobierno federal para suprimir la cláusula. Se reunió el profesorado y el cuerpo estudiantil para decidir cómo reaccionaríamos ante la posibilidad de incurrir una multa de 10 millones si perdiésemos el pleito. No hubo ni un voto en contra a la propuesta de apostar por la libertad de conciencia.

Afortunadamente, en los EEUU, la libertad religiosa se garantiza no sólo por la Constitución, sino por una ley de los años 80 que extiende esa libertad tanto a una corporación como a un individuo. Hace pocos días, el Tribunal de Apelaciones del Distrito de Columbia -que se considera el tribunal de más prestigio del país, exceptuando únicamente al Tribunal Supremo- determinó a favor de dos hermanos, dueños de una empresa de transporte de víveres, quienes pidieron exención por motivos religiosos de la obligación de pagar los costes de contraceptivos, pro aborto y esterilizaciones. Según el resumen de la jueza Janice Rogers Brown, «los hermanos no hubieran tenido más remedio que pagar una multa de más de 14 millones, para mantener los principios sagrados de su fe, paralizando la compañía a la cual se habían dedicado de toda la vida, o ser cómplices en una injusticia grave». El caso resultó complejo, ya que los hermanos lograron la determinación como individuos, y no como una entidad corporativa; pero hay docenas de acciones legales más, algunas de las cuales cuestionan no sólo la cláusula sobre contraceptivos, sino los mismos principios de Obamacare. El estado de Indiana, por ejemplo, sostiene que el gobierno federal no tiene ningún derecho de exigir a los gobiernos estatales que paguen seguros. La determinación de la jueza Brown me anima a pensar que el Tribunal Supremo también acabará manteniendo la libertad religiosa y mi universidad quedará a salvo.

En el caso de que no suceda así, y si debemos pagar los 10 millones de multa que nos corresponderá, lo aceptaré como otro de esos sacrificios que hay que soportar para hacer el bien en este mundo. Mens sana in corpore sano, reza el refrán romano. Pero aún en un cuerpo enfermo, el valor de una mente sana se mantiene, mientras que un cuerpo sano no sirve para nada si sólo obedece a ambiciones amorales. Y «¿de qué sirve ganar el mundo entero si se pierde el alma?».

«Te veo enfermo de tanto trabajo», me repite mi mujer. «Insisto en que descanses». Pero tengo temas estudiantiles que corregir, propuestas de colegas que comentar, reportajes oficiales que escribir. «Me siento bien», contesto, y mejor cumpliendo los deberes en el escritorio que recuperando la salud en la cama.

Felipe Fernández-Armesto es historiador y titular de la cátedra William P. Reynolds de Artes y Letras de la Universidad de Notre Dame (Indiana).

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