El error histórico de Xi

El error histórico de Xi
Wang Zhao/AFP via Getty Images

A fines del mes pasado, el actor estadounidense John Cena presentó un humillante pedido público de disculpas por haberse referido a Taiwán como un «país» en una entrevista en la que promocionaba su última película. Si bien usó el término en referencia a un mercado lingüístico para productos audiovisuales con un canal de distribución separado (no a la situación de la isla de Taiwán en el derecho internacional), el gobierno chino no hace lugar a distinciones de esa naturaleza.

¿Qué conclusión podemos extraer de este incidente? Es evidente que la globalización salió muy mal. Las restricciones a la libertad de expresión dictadas por el gobierno autoritario de China no rigen solamente dentro del país, sino también (y cada vez más) en el mundo exterior. Incluso en mi experiencia cotidiana, observo que mucha gente ahora habla en forma elíptica, elusiva y eufemística en relación con la China contemporánea.

Yo también podría hacerlo. Podría señalar con sutileza que ningún imperio tuvo nunca más de cinco buenos emperadores seguidos, y que es importante que una sociedad guarde un lugar a críticos bienintencionados, como el funcionario chino del siglo XVI Hai Rui, el líder militar de principios de la era comunista Peng Dehuai y el reformador económico Deng Xiaoping. Pero prefiero hablar con franqueza sobre las cuestiones reales que hay detrás de las disputas terminológicas por Taiwán.

En mi opinión, a China le conviene que el gobierno en Taipei siga siendo la única autoridad en la isla, para que esta pueda seguir una senda institucional y de gobernanza distinta a la de la República Popular. Y también le conviene que en Hong Kong siga habiendo otro sistema. El gobierno en Beijing debería darse cuenta de que un grado importante de autonomía regional (sobre todo en áreas donde la etnia han no es mayoritaria) es favorable a sus ambiciones a largo plazo.

La horrorosa y trágica historia del siglo XX en materia de genocidio, limpieza étnica y asimilación forzada sugiere que una sinificación imperial impuesta desde arriba sembrará resentimientos que durarán generaciones y creará condiciones para que haya problemas graves en los años y décadas venideros. La humanidad ya es bastante madura para saber que la diversidad, la autonomía regional y el cosmopolitismo son mejores que sus alternativas. Un régimen interesado en guiar al mundo hacia un futuro mejor debería ser particularmente consciente de ello.

Pero el actual líder supremo de China, Xi Jinping, desea más bien centralizar la autoridad en Beijing. Temeroso, y con razón, del «carrerismo» y la corrupción en el Partido Comunista de China, no busca una Revolución Cultural, sino un Renacimiento Cultural que restaure valores igualitarios y aspiraciones utópicas en la dirigencia del país. Extremadamente confiado en su capacidad para interpretar la situación y dar las órdenes correctas, su principal preocupación es que estas no se implementen bien. Y al parecer concluyó que la solución pasa por aumentar la concentración de poder.

Pero incluso si hizo el cálculo táctico correcto a corto plazo, su senescencia y la forma en que evolucionan las organizaciones dirigistas autoritarias permiten asegurar que su estrategia terminará mal.

Es un enorme error ignorar los beneficios de una mayor autonomía regional. Imaginemos una historia alternativa, en la que el Ejército Popular de Liberación hubiera capturado Hong Kong y Taiwán en 1949; en la que a Sichuán no se le hubiera permitido implementar programas piloto de reforma en 1975 (cuando se designó a Zhao Ziyang como secretario provincial del partido); en la que la centralización de China hubiera avanzado al punto de impedirle al Distrito Militar de Guangzhou ofrecer a Deng un lugar donde refugiarse de la ira de la Banda de los Cuatro en 1976. ¿Cómo sería la economía de China hoy?

Sería un caso perdido. En vez de disfrutar un veloz ascenso a la condición de superpotencia económica, a China la compararían con países como Birmania o Pakistán. Cuando en 1976 murió Mao Zedong, China era un país empobrecido y sin timón. Pero se puso de pie tomando el ejemplo de las clases empresariales y de los sistemas financieros de Taiwán y Hong Kong, reproduciendo las políticas de Zhao en Sichuán y abriendo zonas económicas especiales en lugares como Guangzhou y Shenzhen.

Algún día, China tendrá que elegir entre diversas estrategias y sistemas de gobierno. Es razonable suponer que depender de los decretos de un líder supremo senescente, con sus facultades mentales en retroceso y vulnerable a las lisonjas de los carreristas no producirá buenos resultados. Cuanto más se centralice China, más sufrirá. Pero si las decisiones sobre políticas e instituciones se basan en un consenso aproximado entre observadores sagaces y dispuestos a imitar las prácticas y experimentos de regiones exitosas, China prosperará.

Una China con muchos sistemas distintos que explore diferentes rutas posibles hacia el futuro tal vez tenga una chance de convertirse en líder mundial y demostrarse digna de ese papel. Una China centralizada y autoritaria que exige sumisión a un emperador único nunca tendrá esa oportunidad.

J. Bradford DeLong is Professor of Economics at the University of California at Berkeley and a research associate at the National Bureau of Economic Research. He was Deputy Assistant US Treasury Secretary during the Clinton Administration, where he was heavily involved in budget and trade negotiations. His role in designing the bailout of Mexico during the 1994 peso crisis placed him at the forefront of Latin America’s transformation into a region of open economies, and cemented his stature as a leading voice in economic-policy debates. Traducción: Esteban Flamini.

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