El error Rajoy

No hay cosa más normal en la historia política que la designación por un partido de un líder que a continuación fracasa contra pronóstico en las elecciones generales. Lo que ya resulta menos frecuente es que el mismo partido se obstine en mantener ese mismo liderazgo cuando una encuesta tras otra demuestra que el perdedor se encuentra siempre entre las figuras peor valoradas de la política nacional, es decir, que representa por sí mismo un lastre para que su agrupación política alcance la victoria. Semejante situación no constituye un misterio para nadie, ni siquiera en las filas del Partido Popular, conforme vino a probarlo el último enfrentamiento entre Esperanza Aguirre y Alberto Ruiz-Gallardón, sólo explicable por el pronóstico compartido de que una próxima derrota llevará a la elección de sucesor. El anciano Manuel Fraga había puesto de antemano la guinda: había que "ir preparando las sucesiones".

Mariano Rajoy aspira a ofrecer una imagen de hombre sereno y juicioso, por contraste con la volatilidad de su antagonista, el presidente Zapatero, marcado por la acumulación de resbalones políticos en la pasada legislatura. Cabe en consecuencia preguntarse por la causa de que tantas promesas incumplidas y tantas contradicciones en asuntos de Estado no hayan sido suficientemente aprovechadas por el líder del PP a efectos de encontrarse hoy en condiciones de ganar las elecciones.

Tal vez la primera razón consista en que Rajoy no es sereno y juicioso, sino simplemente rígido y gris. Sorprendentemente, dio pruebas de una inesperada agilidad mental al someterse a una cascada de preguntas múltiples en Tengo una pregunta para usted de TVE; buen augurio para el cara a cara con Zapatero. No sucede lo mismo a la hora de elaborar políticas y de intervenir en el debate parlamentario. Zapatero está entregado en cada momento a una operación incesante de marketing de la propia imagen. Los contenidos sufren, y mucho, pero eso con su habilidad para la maniobra, le permite minimizar el desgaste, al modo del boxeador que dispone de un buen juego de piernas. Rajoy, en cambio, busca quedar fijado en el centro del ring, a veces con evidente exageración (aquella bandera española detrás de su busto parlante), y sus golpes son previsibles, mientras la solemnidad del gesto no aporta eficacia. En todo caso, fortalece la confianza de sus seguidores ya convencidos; no gana a los indecisos ni altera el equilibrio del oponente. Su discurso es terminante en la forma, pero carece casi siempre de ese elemento explicativo que desde la concisión logra el convencimiento de los destinatarios. Renuncia a la labor esencial de des

montar la mara-ña de slogans y gestos con que le envuelve Zapatero. Y alguna gota de ironía galaica no compensa la carencia de sentido del humor. No están las cosas, por lo menos todavía, para el panorama apocalíptico que por ejemplo en torno a la economía o el propio Estado describen tanto él como sus principales colaboradores. Resulta entonces fácil para el PSOE presentar la crítica "popular" como un ejercicio permanente de obsesivo pesimismo.

El pecado original reside en la estructura autoritaria del Partido Popular, constituida en factor de bloqueo para la comunicación necesaria entre las demandas de sus bases sociales, y del conjunto de la sociedad, de un lado, y el grupo dirigente, de otro. No es que unas primarias sean la panacea universal, pero tampoco lo fue la sucesión de tipo monárquico practicada por Aznar, con el secretario general actuando desde el secreto de su conciencia en calidad de rey absoluto. Eso sí, como en los regímenes absolutistas, se trata del Rey y su Consejo, o su camarilla.

Así fue ignorada en 2003 la solución más ventajosa para los intereses del Partido Popular. Si la buena marcha de la economía tenía un protagonista político en el Gobierno, la mejor baza electoral era sin duda Rodrigo Rato. El dedo de Aznar lo apartó con un gesto y designó a un hombre que apuntaba a un continuismo incoloro, apoyado en su mismo equipo de gobierno.

Una vez consumada la derrota, la supervivencia política de Acebes y Zaplana, después de lo ocurrido en los tres días de marzo, vino a probar que ni la innovación ni la autocrítica forman parte del ideario de Rajoy. Tampoco el cambio de usos políticos. La salida de Rato del FMI no le llevó a hacer un esfuerzo para incorporarle a posiciones acordes con su prestigio, y ante la iniciativa de un Ruiz-Gallardón que cubría bien el flanco centrista, no tuvo otra respuesta que mostrar su personalidad autoritaria, ciega a las conveniencias electorales del partido. El precio pagado es un listón difícilmente franqueable. No está el horno de las previsiones electorales para una exhibición de decisionismo.

Declaraciones tajantes, nunca argumentos. Ni siquiera al hablar del AVE y la Sagrada Familia. Las declaraciones de Rajoy en torno al Estatuto de Cataluña, el llamado "proceso de paz" en Euskadi, la política exterior del Gobierno de Zapatero, han prescindido casi siempre del esfuerzo por dar cuenta a los ciudadanos no simpatizantes del PP de las razones por las cuales ese partido mostraba una y otra vez su rotunda oposición, con frecuencia descalificación, a veces de forma preventiva.

¿Por qué rechazar la resolución del Congreso en que se abría la perspectiva de negociar el fin de ETA, cuando existieran datos inequívocos a favor de esa posibilidad, siempre sin contrapartida política? La experiencia ha hecho ver que el problema no consistió en la puesta en práctica de la resolución, sino en su incumplimiento por Zapatero al emprender la negociación política sin seguridad alguna sobre los propósitos de ETA. Una actitud flexible del PP, habida cuenta del ansia de "paz" en la población, hubiera ganado adeptos para la ulterior condena de la política de Zapatero.

Otro tanto ocurre en el caso de las reformas estatutarias, que al final hubo de aceptar tras aprobarse el texto de Cataluña. Siempre el muro, con un tipo de nacionalismo español cargado de elementos tradicionales y sin apertura a un federalismo que sirviera de antídoto a las presiones centrífugas.

En esta legislatura, el PP de Rajoy rechazaba una y otra vez, nunca proponía en positivo. En la entrevista de El Mundo, declara mirar hacia el futuro. A continuación, expone sus propósitos de eliminar la asignatura de Educación para la Ciudadanía, dar cuenta de la Ley de Memoria Histórica y fundar un Ministerio de la Familia para satisfacción de la Iglesia combatiente. ¿Qué centro piensa ganar con tales planteamientos? Ni siquiera es capaz en esa entrevista de cerrar para siempre el interminable episodio de los ataques al proceso del 11-M, sobre el cual, concede, hay que seguir investigando. Menos mal que reconoce el error cometido con la invasión de Irak. Si da un buen golpe, como el de la política de inmigración, es a costa de transmitir un peligroso mensaje atento a los reflejos xenófobos de muchos españoles.

Es así como practicando un frágil autoritarismo ha sido incapaz de percibir que el deslizamiento hacia la derecha del PP, obsesionado con haber sido víctima de una usurpación el 14-M, impedía de antemano la deseada revancha.

Lo peor para el Partido Popular puede ser que, como en el caso de las elecciones municipales, la cercanía al 40% en las próximas legislativas enmascare el fracaso de una estrategia.

Antonio Elorza, catedrático de Ciencia Política.