El escándalo de la sociobiología

Edgar O. Wilson, profesor de Harvard, acaba de fallecer a una edad avanzada, con la misma discreción que dictaba su comportamiento como investigador. Casi hemos olvidado que este especialista en hormigas fundó él solo una nueva ciencia que, en sus orígenes, en 1973, fecha de publicación de su libro ‘Sociobiología’, provocó un escándalo: una revolución científica pero también política. Todo comenzó con la observación de las hormigas. Su sociedad es compleja, como la de las termitas y las abejas, porque estos «insectos sociales», afirma Wilson, están programados genéticamente desde el nacimiento, robotizados por su estructura genética. Una hormiga no piensa nada, no aprende nada, no evoluciona: es producto de la evolución darwiniana, robotizada para preservar y luego perpetuar su patrimonio genético.

Hasta aquí, no hay polémica: la comunidad científica (con excepción de los creacionistas, que no son científicos) acepta que los seres vivos han sido modelados por la evolución. Pero dentro del campo darwiniano, los antropólogos creen que los hombres están determinados por su origen social y su cultura, mientras que los animales están determinados por su herencia.

Esta frontera cederá por primera vez en la década de 1960 bajo el impulso de Konrad Lorenz, un austriaco que observaba a los gansos y dedujo que algunos de sus comportamientos ‘sociales’ son innatos y no adquiridos. Darwin solo había aplicado la teoría de la evolución a las formas externas de los animales, nuestra anatomía. Konrad Lorenz, por primera vez, aplica la evolución al comportamiento y funda así la etología, pero no sabe cómo se pueden transmitir los comportamientos, innatos y no adquiridos; todavía no se sabe cómo funciona la transmisión genética.

El gran salto científico después de Darwin y después de Lorenz fue obra de Wilson. Creía que ciertos comportamientos humanos que tradicionalmente se han atribuido a la cultura (por ejemplo, la prohibición del incesto, el altruismo, el sentimiento religioso) pueden explicarse por transmisión genética. Así nace la sociobiología.

Wilson desestabiliza todas las ideas preconcebidas sobre la distinción en el hombre entre naturaleza y cultura, entre innato y adquirido. ¿Somos, como hormigas, robots complejos, programados por nuestros genes? A la derecha le indigna que se pueda programar el sentimiento religioso; a la izquierda le indigna aún más la negación de la educación y la cultura como únicos factores en nuestras elecciones y nuestro comportamiento. El propio Wilson, que nunca fue polemista y menos aún activista político, matizó su descubrimiento. No negaba la evolución cultural ni el papel de la educación, pero intentó explicar que ambos evolucionan dentro de un marco genético heredado.

La función de la sociobiología sería, por tanto, distinguir en la medida de lo posible entre lo innato y lo que es determinado por lo adquirido. La prohibición del incesto, por ejemplo, que se encuentra en todas las sociedades humanas, pero también entre los chimpancés, no sería un logro cultural, tesis de Claude Lévi-Strauss, sino un determinante innato, porque el incesto conduce a la degeneración del patrimonio genético.

Más radical aún, Wilson considera que la distinción entre el bien y el mal es un rasgo innato que conduce, por ejemplo, al matrimonio y a la procreación con el fin de preservar la transmisión del patrimonio genético. La sociobiología también intenta explicar un enigma antropológico, el altruismo: el matrimonio y los hijos, figuras casi perfectas del altruismo, perpetúan los genes. De igual modo, en la guerra, una minoría se sacrifica, sin ser consciente de ello, para salvar el patrimonio genético de la mayoría de la población. Según este mismo principio, las religiones, presentes en todas las civilizaciones, al contener la violencia y defender el altruismo, contribuyen a la perpetuación del patrimonio genético.

¿No conduce la sociobiología al racismo, ya que no todos nacemos con el mismo patrimonio genético? En este terreno resbaladizo, Wilson sostiene que el patrimonio genético puede diferir, pero esa diferencia no implica ninguna superioridad de un individuo o grupo sobre otro. Pocos matemáticos son mujeres, ¿no es así? Es genético, dice Wilson, pero esta diferencia no es un signo de inferioridad.

Cuanto más avanzaba Wilson en su investigación, más admitía la creciente influencia de la cultura en detrimento de lo innato genético, pero nunca descartaba esto último. «Nuestros genes - me explicaba- nos mantienen atados, la correa se alarga bajo el efecto de la cultura, pero nunca se rompe». También creía que algunos comportamientos genéticamente beneficiosos acabarían por inscribirse en nuestro patrimonio genético en una coevolución de lo innato y lo adquirido, de la naturaleza y la cultura.

¿Pero para que sirve la sociobiología? Para nada, me decía Wilson: es solo una herramienta de conocimiento, no un programa político. Aunque signifique contradecir a Wilson, me parece que la sociobiología es una invitación a la modestia, personal, colectiva y política. Lo que no está tan mal y debería moderar las polémicas en torno a su obra.

Guy Sorman

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