El escándalo de las condenas a muerte en Egipto

Las ejecuciones en masa suelen asociarse con regímenes como el nazismo de Adolf Hitler o los jemeres rojos de Pol Pot. Pero ahora el gobierno militar de Egipto se sumó a la lista con las farsas judiciales que está orquestando. Uno de esos juicios, en marzo de 2014, se saldó con 529 condenas a la pena de muerte; otro en abril arrojó 683. Y no parece que la tendencia vaya a aminorar.

El mes pasado, a 107 personas (entre ellas Mohamed Morsi, primer presidente egipcio surgido de elecciones libres) se les dictó la pena capital por su presunta participación en una gran fuga de presos durante el levantamiento de enero de 2011 contra el ex presidente Hosni Mubarak. A Morsi también se lo acusó de “complotarse con milicias extranjeras” (es decir, Hizbulá y Hamás) para liberar a prisioneros políticos en Egipto.

Poco después, los seis acusados del caso “Arab Sharkas” (condenados a muerte en octubre de 2014 por presuntos ataques a destacamentos de fuerzas de seguridad) fueron ejecutados, a pesar de las protestas que se desataron dentro y fuera del país contra un juicio lleno de errores. Según Ahmed Helmi, abogado de cuatro de los seis hombres, el gobierno quería “enviar un mensaje después del veredicto contra Morsi” de que pondría en práctica esas sentencias. Añade que tanto sus clientes como los otros acusados fueron simples “chivos expiatorios”.

En total, los tribunales civiles ya dictaron más de mil condenas a muerte desde que el ejército egipcio derrocó a Morsi en julio de 2013. El perfil de los “reos” es para no creer: Emad Shahin, por ejemplo, es un académico de renombre internacional que enseñó en Harvard y en la American University en El Cairo; Sondos Asem es una investigadora y activista política joven y promisoria.

Para colmo de males, las matanzas extrajudiciales perpetradas por los servicios de seguridad y elementos del ejército están a la orden del día. Los episodios más dramáticos se dieron en coincidencia con el golpe de julio de 2013, cuando la policía y el ejército egipcios abrieron fuego contra multitudes que protestaban por el derrocamiento de Morsi en la plaza Rab’a de El Cairo y mataron a más de mil manifestantes en menos de diez horas.

Más recientemente, Islam Atito, estudiante de ingeniería en la universidad Ain Shams de El Cairo y partidario de la proscrita Hermandad Musulmana, apareció muerto en el desierto a las afueras de El Cairo. El ministro del interior de Egipto aseguró que Atito estaba implicado en el “asesinato” de un oficial de policía y que murió en un tiroteo con las fuerzas de seguridad durante un asalto a su “escondite”.

Pero según el consejo estudiantil de la facultad de ingeniería de la universidad (cuyos miembros renunciaron colectivamente en protesta por el hecho) Atito fue arrestado durante un examen final en el campus de la universidad. Se cree que el gobierno hizo secuestrar y asesinar a Atito por su activismo. Como señala un abogado promotor de los derechos humanos que supervisa el caso, es sólo uno más entre varios similares que no están siendo investigados seriamente.

Estas matanzas judiciales y extrajudiciales dan muestras de la gravedad de la crisis en Egipto. Los “halcones” que controlan las instituciones de seguridad y militares parecen decididos a reinstaurar un régimen al estilo del de Mubarak, pero con una gran diferencia: piensan que Mubarak no reprimió lo suficiente a la oposición.

El actual gobierno de Egipto cree que las tácticas brutales empleadas por un Muamar El Gadafi en Libia o un Bashar Al Assad en Siria serán más eficaces en el contexto egipcio que en aquellos países. Al fin y al cabo, la probabilidad de una intervención internacional (como en Libia) es nula, y la de una revolución armada con todas las letras (como en Siria) es escasa. Pero apelar a la fuerza para someter el disenso en un país donde el 70% de la población tiene menos de 30 años es una apuesta arriesgada que puede terminar en un baño de sangre.

Las políticas brutales de los halcones egipcios también transformaron a la oposición. En 2013, en una sentada en protesta por el derrocamiento de Morsi, el Guía Supremo de la Hermandad Musulmana, Mohamed Badía, pronunció unas palabras que se convertirían en grito de batalla del movimiento: “Nuestra mansedumbre es más poderosa que sus balas”. Pero después fue condenado a muerte en varios casos (entre ellos uno relacionado con ataques a destacamentos policiales en la provincia sureña de Menia) y la frase se convirtió en objeto de bromas macabras entre los jóvenes activistas políticos, incluidos los miembros de la Hermandad.

Rassd, un sitio web de noticias afiliado a la Hermandad, publicó hace poco una carta (enlace al texto en árabe) del ex secretario general de la agrupación, Mahmud Ghozlan, que asegura que la “revolución” seguirá siendo no violenta. Pero también publicó duras críticas de jóvenes activistas de la Hermandad a la postura de Ghozlan, lo que supone un cambio notable para una organización en la que no es común que se ventile el disenso.

De hecho, los miembros jóvenes del grupo están tan furiosos que, según señala Ahmed Abderramán, jefe de la Oficina Administrativa de la Hermandad Musulmana Egipcia en el Extranjero (una nueva entidad a cargo de organizar a los miles de miembros del grupo que ahora están en el exilio), es posible que la Hermandad haya renovado más o menos el 65% de sus dirigentes. La organización también adoptó una postura más dura y declaró públicamente que el método “reformista” que eligió su gobierno tras ganar las elecciones parlamentarias y presidenciales en 2011 y 2012 estuvo “equivocado”, y que excluir a las juventudes revolucionarias no islamistas fue un “grave error”.

Las ejecuciones masivas, la violencia extrajudicial y el predominio de los halcones en las instituciones de seguridad y militares, junto con los cambios retóricos, conductuales y organizativos dentro de la Hermandad Musulmana hacen pensar que una reconciliación está cada vez más lejos. En un ambiente en el que hablar de “negociar” suena a mala palabra, un futuro sombrío se cierne sobre Egipto.

Omar Ashour, Senior Lecturer in Security Studies and Middle East Politics at the University of Exeter and an associate fellow at Chatham House, is the author of The De-Radicalization of Jihadists: Transforming Armed Islamist Movements and Collusion to Collision: Islamist-Military Relations in Egypt. Traducción: Esteban Flamini.

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