El escándalo del «pastel amarillo»

Por William R. Polk, director de la fundación W. P. Carey (LA VANGUARDIA, 13/07/03):

Tanto el Gobierno británico como el estadounidense están envueltos en un escándalo de dimensiones casi sin precedentes. La forma en que se ha producido el escándalo y la forma en que ambos gobiernos se han enfrentado a él no sólo dilucidan los acontecimientos que condujeron al ataque anglo-estadounidense a Iraq, sino también la forma en que difieren estos dos gobiernos y las sociedades inglesa y estadounidense. El escándalo del “pastel amarillo” es, en pocas palabras, uno de los acontecimientos más importantes de los últimos años.

“Pastel amarillo” es la denominación común del óxido de uranio, que es uno de los componentes de las armas nucleares. Se extrae, entre otros lugares, en dos minas (Somair y Cominak) de Níger, en el África occidental. Esas minas las explota un consorcio internacional compuesto por intereses franceses, españoles, japoneses, alemanes y nigerianos. Éstos, a su vez, están supervisados de cerca por la Agencia Internacional de Energía Atómica (IAEA), para garantizar que no se desvían materiales peligrosos a compradores no autorizados.

Este sistema ya lleva en funcionamiento una serie de años. No obstante, a finales del año 2001 circuló el rumor de que un comprador no autorizado, el Gobierno iraquí, intentaba adquirir “pastel amarillo”. En el umbrío mundo del espionaje todavía no se ha esclarecido quién originó el rumor. Lo que sí se sabe es que ciertos individuos, o una organización, falsificaron documentos para inculpar a Iraq.

Esos documentos eran tan burdos que es improbable que fueran el trabajo de un servicio de espionaje sofisticado. El membrete de uno de ellos estaba claramente trasplantado de algún otro documento, supuestamente genuino; la firma del presidente de Níger era una copia, y, lo más revelador de todo, aparecía la supuesta firma de un ministro que hacía más de una década que no estaba en funciones.

Tampoco está claro cómo llegaron esos documentos a los gobiernos británico y estadounidense. Una versión dice que fueron adquiridos por unos agentes italianos que se los entregaron al servicio de espionaje británico (MI6), el cual, a su vez, se los pasó a la CIA. Tras la conmoción que han provocado, es muy improbable que alguien dé algún día un paso al frente para admitir la responsabilidad de su difusión, y mucho menos de su producción.

Según parece, cuando los documentos llegaron a la CIA, los funcionarios estimaron que, a pesar de sus evidentes defectos, la cuestión que abordaban era demasiado importante como para desoírla. De manera que, a principios del año 2002, la CIA pidió a un embajador estadounidense retirado, con 23 años de experiencia en asuntos africanos (y que había estado destinado en Níger en la década de 1970), que lo investigara.

El embajador Joseph Wilson, que en la actualidad es asesor de negocios, accedió a viajar a Níger para intentar descubrir qué se escondía tras esa historia. Cuando llegó a Niamey, consultó con la actual embajadora de EE.UU., Barbro Owens-Kirkpatrick, y con el personal de la embajada, para quienes todo lo relacionado con el uranio es de alta prioridad. Le dijeron que conocían la historia de sobra y que ya la habían “desacreditado” en sus informes a Washington. Después, en las propias palabras de Wilson, “pasé los siguientes ocho días bebiendo té dulce de menta y reuniéndome con decenas de personas: eran actuales y antiguos funcionarios gubernamentales, y personas relacionadas con el negocio del uranio en el país”. Todos “negaron las imputaciones” unánime y formalmente. La embajada coincidía con ellos.

Al regresar a Washington, a principios de marzo del 2002, Wilson informó a la CIA y a la Oficina de Asuntos Africanos del Departamento de Estado de que, si bien no le habían mostrado los documentos en sí, estaba seguro de que “en una industria tan pequeña, hay sencillamente demasiada supervisión para que se haya producido una venta fuera de los canales controlados”. Demasiadas personas habrían tenido que dar su aprobación y aún más habrían estado al corriente de la desviación del uranio. Es más, puesto que habría violado las sanciones de las Naciones Unidas, una desviación habría atraído muchísima atención. En resumen, llegó a la conclusión de que la transacción no había tenido lugar.

El señor Wilson ha revelado –en un artículo de opinión para “The New York Times”, el 6 de julio del 2003– que “debería haber al menos cuatro documentos en los archivos del Gobierno de EE.UU. que confirmen mi misión. Esos documentos deberían constar del informe de la embajadora comunicando que di parte de mi misión en Niamey, otro informe redactado por el personal de la embajada, un informe de la CIA resumiendo mi viaje y una respuesta específica de la agencia al despacho del vicepresidente (puede que ésta se haya comunicado de forma oral)”.

La CIA ha confirmado que su versión de la historia fue distribuida a la junta de jefes de Estado Mayor y a la Agencia de Inteligencia de la Defensa, en el Pentágono, al Departamento de Justicia y al FBI, así como al despacho del vicepresidente Cheney.

El embajador Wilson concluía que su labor había sido cumplida: “El asunto de Níger quedó resuelto y reemprendí mi vida cotidiana”.

No obstante, a pesar de este informe negativo, altos cargos de la Administración Bush continuaron haciendo hincapié en la amenaza nuclear. En un discurso pronunciado en Nashville el 26 de agosto del 2002, el vicepresidente Dick Cheney previno contra un Saddam “armado con un arsenal de esas armas del terror” que podía amenazar directamente a los amigos de Estados Unidos de toda la zona y someter a nuestro país o a cualquier otra nación a un chantaje nuclear.

Al mes siguiente, en septiembre del 2002, el embajador Wilson se sorprendió al enterarse de que el Gobierno británico había publicado un dossier o libro blanco sobre las armas de destrucción masiva de Iraq que contenía la historia del “pastel amarillo”. Con la suposición de que eso significaba que la CIA no había compartido con el MI6 los resultados de su investigación, Wilson llamó a su contacto en la agencia para proponerle que advirtiera a sus homólogos de que lo del material era una farsa.

Wilson supuso que el discurso que el presidente Bush pronunció el 7 de octubre en Cincinnati, en el que advirtió de que “al dictador iraquí no se le debe permitir amenazar a Estados Unidos ni al mundo con horribles venenos y enfermedades, gases y armas atómicas”, contaba con otra fuente de información. Sin embargo, más adelante, el día 28 de enero del 2003, quedó estupefacto al oír al presidente George W. Bush, en el discurso sobre el estado de la Unión, precisar sus advertencias sobre la posesión de armas atómicas por parte de Saddam Hussein y concretarlas en la historia del “pastel amarillo”. Bush declaró que “el Gobierno británico ha sabido que Saddam ha intentado adquirir recientemente cantidades significativas de uranio en África”.

Para exponer sus argumentos ante las Naciones Unidas, el Gobierno de EE.UU. entregó los documentos sobre el “pastel amarillo” al Consejo de Seguridad. Al ser examinados por la IAEA, su director, Mohamed El Baradei, informó al Consejo de Seguridad de que eran falsos.

¿Cómo podía no haberlo sabido el Gobierno de EE.UU.? Condoleezza Rice, directora del Consejo de Seguridad Nacional, contestó en el programa “Meet the Press”. “Tal vez se supiera en algún despacho de la Agencia Central de Inteligencia, pero en nuestros círculos nadie sabía que hubiese dudas o sospechas de que pudiera tratarse de una falsificación.”

Como mínimo a principios de febrero del 2003, todos los responsables de la toma de decisiones de la Administración Bush, además del público, sabían que al menos esa parte de los motivos expuestos para la invasión de Iraq se basaba en unos documentos falsificados, pero eso no contribuyó en modo alguno a impedir el ataque militar estadounidense.

Casi igual de sorprendente fue que, llegado ya el 25 de junio del 2003, el Gobierno británico continuara insistiendo ante el Parlamento en que se apoyaba en unos informes que decían que Iraq intentó comprar “pastel amarillo”. Finalmente, el 7 de julio, la Casa Blanca reconoció que la historia era una farsa.

¿Se terminó con eso el asunto? No, según los críticos de la Administración Bush. Tal como alguien ha señalado, cuando el presidente Bill Clinton mintió sobre una aventura sexual ilícita, fue sometido a una profunda investigación por parte de medio centenar de abogados y casi fue objeto de un proceso de incapacitación presidencial. El presidente Nixon se vio obligado a presentar su dimisión por el robo del Watergate y el presidente Reagan se sometió a duros interrogatorios por el escándalo Irán-Contra, es decir, “qué sabía y cuándo lo supo”. Por importantes que fueran esas cuestiones, palidecen y se tornan insignificantes en comparación con haber provocado una guerra en la que han resultado muertos miles de iraquíes –los cálculos aproximados llegan a unos 40.000–, muchas vidas se han visto trastocadas y los daños a instalaciones han ascendido a decenas de miles de millones de dólares. Al mismo tiempo, cientos de miles de jóvenes estadounidenses han visto su vida desbaratada y han sido puestos “en peligro” mientras su país se gastaba inicialmente casi cien mil millones de dólares. Ahora está comprometido a desembolsar cantidades muy superiores para reparar lo que destruyó.

La justificación de todo esto era que Iraq se estaba armando para atacar a EE.UU. Los documentos, entre ellos el informe del “pastel amarillo”, se han desmoronado uno tras otro al ser examinados. Si esto ha sido resultado de un análisis incompetente, se trata de un escándalo; si ha sido resultado de un engaño deliberado a la opinión pública, se trataría de lo que la Constitución de EE.UU. designa como “delito y falta graves”. Es improbable que muchas personas de EE.UU. o Gran Bretaña acepten como última palabra la frívola desestimación que el portavoz de la Casa Blanca, Ari Fleischer, hizo del escándalo cuando el presidente partía hacia África el 7 de julio: “Aquí no hay nada, cero, nada nuevo. Hace tiempo que reconocimos que, de hecho, resultó ser incorrecta”.

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