El escándalo

La primera consecuencia de la revolución democrática que marca los inicios del mundo contemporáneo fue la redistribución social del honor, que dejó de ser patrimonio de unos pocos para convertirse en el anhelo de otros muchos. La contrapartida de este legítimo deseo nivelador fue la eclosión de la calumnia y del abuso verbal como instrumentos de acción política. La denominada «opinión pública», que había servido para deslegitimar una estructura administrativa basada en la corrupción y la arbitrariedad, se convirtió en un instrumento de lucha de terribles consecuencias. La democratización del honor parecía conducir a una democratización de la venganza y la palabrería ligada a lo que algunos estudiosos han denominado «los crímenes de la palabra». Como parte de nuestra herencia ilustrada, las redes sociales no han hecho sino amplificar un fenómeno bien conocido, en donde, bajo la coartada de la libertad, se banalizan no pocos males.

Los casos recientes de corrupción política, por no mencionar el vodevil orquestado alrededor de la granadina Juana Rivas con el que hemos pasado el verano, merece una reflexión que pueda poner en su justa medida las condiciones en las que el escándalo traspasa las fronteras de lo legítimo para adentrarse en el terreno de la frivolidad. Pero, vayamos por partes. ¿Qué es el escándalo? Los autores ilustrados, en su mayor parte educados en las fuentes clásicas, lo asociaron a las contradicciones a las que conducían los razonamientos basados en premisas falsas. La reacción emocional que producían estas falacias se relacionaba con la sorpresa ante lo inesperado y la turbación ante lo insólito. Para Cicerón, por ejemplo, la ocurrencia de que la bondad de las pasiones dependía de su intensidad antes que de su naturaleza constituía un verdadero escándalo. La doctrina aristotélica del término medio, explicaba el autor latino, conducía a la terrible conclusión de que una persona podía cometer la mitad de un crimen o suicidarse solo a medias. El filósofo Immanuel Kant razonaba del mismo modo cuando se refirió a la forma injustificada en que la razón emitía juicios sobre asuntos que no dependían de la experiencia. Originariamente ligado al mundo de la lógica, el escándalo pasó a ser sinónimo de un acontecimiento tumultuoso resultado del desvelamiento de una verdad imprevista. El ruido y la furia surgían como consecuencia del afloramiento de unos hechos que, habiendo querido ocultarse, conseguían hacerse públicos. De ahí su fuerza destructiva. Relacionado con casos de corrupción política antes que con asuntos de naturaleza sentimental, a partir del siglo XVIII comenzó a interpretarse como el resultado necesario del triunfo de la verdad frente a la mentira, o de la transparencia frente a la ocultación, en parte por influencia de fuentes bíblicas y en parte por el surgimiento de lo que más tarde se denominará «sensacionalismo». En cualquiera de los casos, en el escándalo confluían hechos y pasiones sobre los que merece la pena detenerse.

En primer lugar, aunque la indignación sea la consecuencia natural del escándalo, las reacciones naturales del cuerpo no deberían bastar para crearlo. Pues si bien parece justo indignarse de lo que nos escandaliza, más difícil parece querer hacer un escándalo de todo aquello que nos indigna. La diferencia consiste en que, mientras en el primer caso, se presupone la existencia de hechos probados, en el segundo el escándalo tan solo se apoya en la expresión exagerada de gestos y de muecas que, en el extremo, carecen de referente. Por más que el uso político de las pasiones sea inevitable, nada justifica que podamos transformar la política en una actividad pueril en la que los aspavientos sustituyan las razones y la expresión real o fingida de la indignación se constituya en el elemento central de la actividad social. El populismo, por cierto, no se distingue de otros dispositivos políticos en que, al contrario que estos, haga uso de las pasiones, pues la política no existiría sin ellas, sino en que modifica deliberadamente el orden de causación, de modo que los sentimientos parecen construir los hechos en lugar de ser una más de sus consecuencias visibles. Como les sucede a los niños, el populista piensa que, si me siento mal, será porque alguien me ha hecho daño. Su política es pueril, no porque sea despreciable, que no lo es, sino porque carece de madurez y solvencia cognitiva.

En segundo lugar, por más que el escándalo se sostenga sobre el intento deliberado de ocultación, conviene recordar que no todo lo que ocultamos lo alimenta. Las conversaciones privadas que se hacen públicas, incluso aquellas que afectan a personajes públicos, no siempre son impúdicas en razón de su contenido. Más bien al contrario, en muchas ocasiones, la obscenidad solo depende de su desubicación. Pues del mismo modo que las cortinas en las ventanas no solo sirven para ocultar conductas deshonestas, tampoco el deseo de mantenernos celosos de nuestra intimidad nos convierte en delincuentes. Más bien al contrario, parte de nuestros valores más arraigados dependen del desarrollo de la privacidad como un espacio inviolable, que, como el propio domicilio, solo en circunstancias muy especiales, podría violentarse. Más por beneficio del espectáculo que de la verdad, asistimos a diario al escándalo de la impudicia. Al escuchar las retahílas de grabaciones y conversaciones furtivas, nos hemos acostumbrado a desayunar con mensajes y frases que nunca nos fueron dirigidos. El sensacionalismo informativo se sostiene sobre esa ficción que intenta convencernos de que la privacidad de los demás es, en sí misma, un escándalo. De esa manera, se presta a la lógica de la venganza, y opera de acuerdo con los principios de una forma de malignidad que antepone el escarnio al derecho.

Por último, pero no menos importante, no hay que perder de vista que el escándalo presupone el conocimiento tortuoso de hechos problemáticos que, siendo de interés público, habían pretendido ocultarse. No nos indigna el rumor, sino la ausencia de justificación de hechos probados. Tanto en el caso del mundo antiguo como del cristianismo, el escándalo estaba relacionado con el triunfo de una verdad incómoda en sus presupuestos e intolerable en sus consecuencias. La indignación brotaba de una injusticia que se trasladaba al cuerpo de manera involuntaria, de modo que lo extraordinario no podía hacerse pasar por cotidiano. En nuestro mundo contemporáneo, sin embargo, convivimos tan a diario con el sobresalto que el escándalo ha perdido buena parte de su poder acusador. Ahora que tanto se cuestionan los valores de la Ilustración, sobre todo en lo que respecta a sus categorías universales, no estaría de más recordar que la misma sociedad que creó la esfera de la opinión pública y que puso nombre a todas nuestras pasiones políticas, se desarrolló sobre la búsqueda crítica de evidencias. La herencia de la educación en las artes liberales quedó reducida nada más, y nada menos, que a ese intento denodado por prescindir de los prejuicios. Desde este punto de vista, la presunción de inocencia, por ejemplo, lejos de ser una mera disposición moral, o una fórmula gastada de corrección política, apelaba a la necesidad de suspender todo juicio mientras los cargos no estuvieran probados y los hechos establecidos. No había ni debería haber escándalo basado en la mera sospecha. Más bien al contrario, la indignación debería hacernos reaccionar ante el tumulto de los rumores y la banalización de la denuncia.

Javier Mosoco, filósofo y miembro del Instituto de Historia del CSIC.

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