El escarpado camino hacia la humildad

Si según la primera acepción del diccionario de la Lengua Española de la RAE la humildad es la «virtud que consiste en el conocimiento de las propias limitaciones y debilidades y en obrar de acuerdo con este conocimiento», no creo equivocarme demasiado si digo que es una de las virtudes más escasas del ser humano.

No es fácil llegar a conocer las propias limitaciones y debilidades. Se requiere un esfuerzo de introspección desprovisto de amor propio que suele dificultar en grado extremo nuestra natural tendencia hacia la soberbia. Por eso, solamente los espíritus más fuertes, los que se ejercitan en el conocimiento profundo de la naturaleza humana, son capaces de conocerse (el «conócete a ti mismo» de los sabios griegos) y llegar a ser conscientes, tras una comparación neutral y sincera con los demás, de sus inmensas carencias.

El escarpado camino hacia la humildadPero si ya es difícil ser consciente de las propias debilidades y limitaciones, todavía lo debe de ser más obrar en consecuencia. Es posible que cada uno en el fondo de su alma llegue a admitirse como es, pero tengo para mí que la tendencia humana hacia la vanagloria y la jactancia nos inclina a mostrarnos hacia los demás mucho más envanecidos de lo que deberíamos. Y justamente esa propensión a mostrarnos mejores de lo que somos es la que impide que obremos de acuerdo con las limitaciones y debilidades que realmente poseemos.

Por lo que acabo de decir, pienso que hay que recorrer un camino abrupto hasta llegar a la humildad, a la que solo se puede arribar si navegamos a bordo del barco del amor. Tenemos que empezar amándonos a nosotros mismos hasta el extremo de aceptarnos como realmente somos: al observar nuestro interior debemos despojarnos de la careta de la arrogancia y aceptarnos y querernos con el compendio de fortalezas y debilidades con que vinimos a este mundo. Si no sentimos amor sincero por nosotros mismos será prácticamente imposible que podamos entregarnos a los demás.

Tampoco es fácil amarnos a nosotros mismos, al menos en el sentido en que empleo ahora esta palabra. Porque no hablo de llenarnos de orgullo y complacencia por las buenas cualidades que poseamos, sino de transitar por el difícil sendero de amarnos tal como somos, sin tapujos ni disimulos, destilando el alma hasta que solo nos quede amor para dárselo a los demás. Dicho tal vez más claramente: solamente quien respire amor es capaz de asistir con sus bocanadas de sincero afecto a los que se ahogan por su falta.

Esta primera etapa del camino hacia la humildad parece, a primera vista, más fácil de lo que es, porque se enuncia como «amarnos a nosotros mismos». Pero no se trata de un amor que se agote en sí mismo, que sea un punto de llegada final, sino solamente la carrerilla que se toma para dar el impulso necesario hasta llegar al difícil campo del amor a los más necesitados. Es situarse al nivel del polvo del camino para dar aliento a los que están allí porque ya no pueden caer más bajo.

Solo cuando el alma se sitúa a ras de suelo, está en el punto donde se da la máxima igualdad entre los seres humanos, donde la única atmósfera respirable es la de la dignidad humana, donde no hay sentido de superioridad, ni búsqueda del éxito, ni vanagloria de las propias acciones, ni arrogancia ni orgullo, sino solo modestia, mesura, sobriedad y entrega a los desheredados de la vida digna.

A partir de ese punto es cuando se puede comenzar la segunda y gran etapa del camino hacia la humildad, que es obrar de acuerdo con nuestras debilidades y limitaciones. Escribió Gracián que «ser eminente en profesión humilde es ser grande en lo poco, es ser algo en nada». Y desde la grandeza en lo poco o desde el ser algo en nada es desde donde el alma del humilde, aligerada de soberbia y equipada con amor, puede mitigar el dolor ajeno.

Obrar con humildad es ver en cada ser humano una persona digna que por el solo hecho de serlo –y aunque carezca de los bienes materiales más indispensables– merece atención y afecto. Es verdad que lo primero que demanda quien padece necesidades materiales son los bienes con que satisfacerlas. Pero eso, aun siendo mucho, tiene que ver poco con la humildad de la que hablo. Dar bienes solo requiere tenerlos y voluntad de desprenderse de ellos, y eso apunta a la virtud de la caridad. La humildad tiene que ver con la atención a las necesidades del alma. Por eso, esta virtud tiende a satisfacer a los que mendigan la dignidad propia de la condición humana.

La sociedad del tener y la apariencia en que vivimos no son un entorno propicio para el viaje hacia nuestro interior en la búsqueda de nuestras debilidades y limitaciones, y menos aún para la dura tarea de entregarnos a los demás partiendo de nuestra propia insignificancia. Y es que la engañosa recompensa que otorga la sociedad actual al que tiene y aparenta es una especie de señuelo que distrae al alma, impidiéndole reconocer la verdadera importancia de los valores del ser.

Por eso, la vida en el mundo de las cosas, de lo material, acaba siendo un completo sinsentido y no es extraño que se multipliquen las enfermedades del espíritu. Porque en esta enloquecida carrera por tener y aparentar, en la que se da más valor al brillo y al oropel de las cosas acumuladas que a la humildad del espíritu, apenas queda tiempo para dedicarlo a nosotros mismos, y mucho menos aún a los demás.

No es extraño, pues, que la sociedad de la opulencia haya originado un nuevo egoísmo que consiste en negarse a compartir no los propios bienes, sino el tiempo –siempre falsamente escaso– en atender las necesidades de la dignidad espiritual de los demás. Hay muchos pordioseros que más que bienes mendigan atenciones: a veces, simplemente, unos minutos para que los escuchen. Pero la mendicidad de tiempo es difícil de satisfacer porque la falta de humildad, nuestra natural soberbia, impide que bajemos a la sima donde están para atenderlos.

Cervantes escribió en el «Coloquio de los perros» que «la humildad es la base y fundamento de todas las virtudes y sin ella no hay alguna que lo sea». Es una afirmación demasiado radical, pero puede que tenga razón. Por eso, convendría reflexionar sobre si no ha llegado el tiempo de iniciar el áspero camino hacia ella.

José Manuel Otero Lastres, catedrático y escritor.

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