El escenario judicial

Para el ciudadano común, el Estado es, además de un gestor no siempre riguroso del interés general, un gran escenario al que se acerca en su condición de espectador ávido de lo público, con la ilusión ingenua de disfrutar de un espectáculo abierto, cuyo reparto le es familiar y del que, a su manera, se siente parte. Las candilejas iluminan, con mayor o menor intensidad, sesiones parlamentarias, fastos ministeriales o vistas judiciales. En el espacio propio de cada uno de los poderes constituidos, al igual que en el teatro, lo más importante es el factor humano. De ahí la trascendencia de contar con un buen sistema de elección, para los actores políticos, o de selección, para los jueces. Estos, en feliz expresión de Ramón Trillo, magistrado emérito del Tribunal Supremo, son funcionarios o empleados públicos accidentales, es decir, son algo más. La condición de titulares de un poder del Estado, independiente por definición constitucional, obliga a extremar el rigor a la hora de garantizar su solvencia profesional y reconocer la dignidad de su estatuto, evitando arbitrarios diseños, que parecen orientados antes a la docilidad que a la independencia. Porque un juez está permanentemente investido de la autoridad de la Ley, que le legitima como protagonista y servidor del Estado de Derecho, del que aquella es expresión primaria. De ahí que el juez, en el escenario público, como la honradez de la mujer de César, debe parecerlo. Algo que, a mi juicio, se traduce obligadamente en una ejemplaridad de vida, en su doble dimensión, ética, la que más importa, pero también estética. Porque la representación del Poder Judicial, que merece siempre respeto cualquiera que sea su grado de solemnidad, no debe confundirse nunca con la informalidad doméstica. Como suele decir un magistrado amigo, que suma a la condición de juez vocacional la de consumado deportista, «las zapatillas no son para el estrado».

Junto al factor humano, debe también considerarse el guión de la obra. Como describió con gran plasticidad Ugo Betti, magistrado y autor teatral, hermano del gran jurista Emilio Betti, la vida judicial tiene mucho de drama en el que, a lo largo de los años, la voluntad de poder de quien aplica la Ley se enfrenta a la conciencia, como ocurre en su famosa obra Corrupción en el Palacio de Justicia. El juez, con la debilidad propia del ser humano, encarna en su carrera la aspiración a conseguir una posición social superior, lo que no excluye que, al mismo tiempo, se vea acompañado de una extraña inquietud personal que le impide el pleno goce de lo conseguido. Al final, más allá de la angustia y la inseguridad de la propia conducta, triunfa siempre la exigencia de justicia y de absoluto. Para Betti, que es ante todo un humanista, la persona desborda y se impone al perfil del juez, lo que le conduce a ser rescatado por su conciencia, no por la Ley. Aunque parezca obvio, dice uno de sus personajes, cuesta pensar lo delicado y frágil que es el ser humano. El hombre, añade, es un objeto mucho más deteriorable incluso que los más fútiles objetos formados por sus manos. Este sentimiento llevó al singular dramaturgo, en más de una ocasión, a referirse a la «pesada corona sobre nuestra cabeza, que es la conciencia».

En cuanto al espacio judicial mismo, Betti insiste una y otra vez en la necesidad de ventilación y de acercamiento al justiciable. Así, en la obra referida, uno de los jueces confiesa: «Querido colega, es usted testigo de que desde hace varios meses vengo repitiendo una y otra vez lo mismo: hay que aclarar las cosas; aquí hace falta luz, aire. En este Palacio de Justicia se respira una atmósfera pesada». En ese medio, añade otro magistrado, nos encontramos con «despachos muy tranquilos. Están sentados en ellos hombres de cara enfermiza, propia de aquellos a quienes les da muy poco el sol. Durante años y más años, oyendo en silencio montones de mentiras, han analizado acciones humanas de una sutileza y perfidia extraordinarias. Su experiencia es inmensa. Detrás de la mesa, la gente ve tan solo a unos hombres un poco ajados y ceremoniosos». Para Betti, la consecuencia y el gran peligro de la vida judicial es el aburrimiento. Con una ironía muy italiana, pone esta confesión en boca de otro personaje: «Al juez le sucede lo mismo que al cura: después de haber oficiado toda su vida ante el cáliz, se siente terriblemente aburrido y desea que el mismo diablo se le aparezca». Valga esta cita como confirmación de los riesgos de una asimilación de la Carrera Judicial al hieratismo de un distante y frío iconostasio.

La superación de ese viejo cliché obliga, a mi juicio, a configurar el Poder Judicial como un poder efectivo del Estado de Derecho. El poder, todo poder, es por naturaleza consistente, sólido e inequívoco. Se afirma en el espacio y en el tiempo, es reconocible de modo permanente, se hace presente en el medio social sobre el que se proyecta y evita siempre que se le ignore o se le ponga en duda. Pero, para que el poder pueda verse reconocido como poder legítimo, ha de ir siempre precedido, acompañado y seguido por una liturgia de manifestación, que tiene tanta importancia como el poder mismo. En ese contexto de relevancia externa se sitúan las competencias o prerrogativas que se asocian a la existencia misma de aquel, entendida como afirmación autónoma e independiente de su voluntad. Ello obliga, también, a rechazar la confusión del encomiable celo en defensa de la función judicial con ambiciones espurias de un protagonismo mediático que reduce la presencia social del juez a noticia efímera. Frente a esta desviación, debe reafirmarse la independencia de la Magistratura, como una consecuencia natural de la calidad técnica de sus sentencias, dictadas en ejercicio de la propia responsabilidad y en estricta aplicación de la Ley.

Con ese horizonte, la Carrera Judicial se abre ante nosotros como un camino transparente y compartido, un camino de todos, abierto al mérito de cada uno de sus miembros, sin que pueda nunca avalarse el atajo personal, disimulado y opaco, por cuya progresión se llega a estar dispuesto a las mayores renuncias y claudicaciones. Quien se apresura por ese atajo y da la espalda a su conciencia deja de ser juez porque, recordando una vez más a Betti, la conciencia, como su espejo más íntimo, le desnuda ante sí mismo de sus prerrogativas y le condena al salón de los pasos —irremediablemente— perdidos.

Claro J. Fernández-Carnicero, vocal del Consejo General del Poder Judicial.

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