Hasta hace unas semanas nunca había oído mencionar la palabra escrache. Es más, cuando se empezó a utilizar diariamente y con normalidad pensé que sería un barbarismo improvisado. Pero no era exactamente así: el verbo escrachar ya figura en el actual Diccionario de la Real Academia, aunque con otro significado.
El interesado por el origen del término escrache y su metamorfosis a lo largo de los tiempos debe leer el interesantísimo artículo de Álex Grijelmo publicado recientemente en El País (“Escrache de ida y vuelta”, 16/IV/2013). Parece que la palabreja tiene su origen en el lunfardo argentino, el lenguaje de las clases populares de Buenos Aires (esas palabras ininteligibles de los tangos), que mezcló el término italiano schiacciare (destrozar) con el genovés scraccâ (escupir, derivado del francés cracher). De todo ello surgió un nuevo significado: delatar y poner en evidencia a una persona irrumpiendo públicamente en su espacio vital privado.
Los escraches se hicieron famosos a finales de los años noventa contra los responsables de crímenes durante la dictadura militar argentina. En España han sido vistos con simpatía por el objetivo que persiguen: respaldar la iniciativa legislativa popular que propone la dación en pago de las hipotecas, la paralización de los desahucios y la promoción de un plan de viviendas de alquiler.
La grave irresponsabilidad de las entidades financieras al ofrecer, en los años de la burbuja inmobiliaria, hipotecas aparentemente baratas a plazos de treinta y cuarenta años ha suscitado una indignación justificada. Es cierto que hay que atribuir al hipotecado parte de la culpa al quererse aprovechar de la espiral especulativa. Pero no es menos cierto que las entidades bancarias han abusado de los escasos conocimientos financieros y de la buena fe del cliente. Hoy el drama social está ahí: más de 30.000 familias se encuentran, injustamente, en una situación desesperada.
El Diccionario argentino define con precisión el término escrache: “Denuncia popular en contra de personas acusadas de violaciones de los derechos humanos o de corrupción, que se realiza mediante actos tales como sentadas, cánticos o pintadas, frente a su domicilio particular o en lugares públicos”. ¿Se corresponde este significado con lo que sucede en España? Hay ciertos parecidos, también sustanciales diferencias.
Primero, en el motivo. En España los escraches no se dirigen contra culpables de violar los derechos humanos ni contra los acusados de corrupción, sino contra políticos, en concreto contra cargos públicos del partido del Gobierno. Y no se puede comparar a responsables de crímenes horrendos, en muchas ocasiones verdaderos genocidas amnistiados, con gobernantes democráticamente legítimos a quienes se quiere coaccionar para que adopten determinadas decisiones.
Los métodos, en cambio, son parecidos a los escraches argentinos: acosar a los políticos no en el ámbito de las instituciones públicas, sino en su esfera privada, personal y familiar. Con independencia de la legislación argentina, en nuestro caso los derechos fundamentales de reunión y manifestación, cuyo ejercicio es muy distinto al escrache, tienen como límite otro derecho fundamental, el derecho a la intimidad que se prolonga en el derecho a la inviolabilidad del domicilio, un espacio que no sólo es la residencia habitual sino todo aquel ámbito en el cual las personas y sus familias deben gozar de total tranquilidad frente a todo tipo de injerencias, incluyendo ruidos, olores u otras, entre las cuales cabe asimilar el escrache. Las doctrinas del Tribunal Constitucional español y del Tribunal Europeo de Estrasburgo coinciden, como no podía ser de otra forma, en estos conceptos de intimidad y domicilio.
Pero, además, tampoco son conformes a las exigencias democráticas las coacciones, intimidaciones o amenazas para coartar la libre opinión o el voto de los parlamentarios, tal como recoge, cualificándolos de delitos, el Código Penal (artículos 172 y 498, entre otros), así como otras leyes tales como los reglamentos del Congreso, Senado y parlamentos autonómicos.
Por último, este tipo de actuaciones denota unos métodos políticos de muy bajo nivel democrático. Las propuestas políticas deben fundarse al amparo de razonamientos que a veces conviene acompañar de acciones más contundentes que utilicen la fuerza legítima para hacerse escuchar, por ejemplo, reuniones o manifestaciones públicas, pero nunca vejaciones personales con la pretensión de coaccionar.
Ya hemos dicho que las consecuencias del impago de hipotecas son un grave problema. Los jueces lo han atendido con decisiones ajustadas a la ley y dentro de sus competencias. La iniciativa legislativa promovida por la Plataforma de Afectados por la Hipoteca ha puesto sobre la mesa la cuestión y ha facilitado soluciones, naturalmente discutibles. Este es el sendero democrático por el cual debe llegarse a una solución: el debate en la opinión pública y el diálogo en el foro parlamentario. Lo demás, los escraches a personas individuales, son métodos repudiables que recuerdan tiempos pasados a los cuales ningún demócrata quiere volver.
Francesc de Carreras, catedrático Derecho Constitucional UAB.