"Armand Robin ha inventado un oficio que ejerce en casa y gracias al cual uno puede ser transportado a todos los puntos del mundo donde se habla", rezaba el comunicado de prensa redactado para la primera edición de La falsa palabra. Ensayos sobre la instrumentalización del lenguaje (Éditions de Minuit, París, 1953). Y, acto seguido, contabilizaba: "Gastos de instalación: un receptor de radio. Conocimientos necesarios: una quincena de lenguas vivas". Sin embargo, eran más de una quincena, pues los boletines archivados consignan cuarenta y una lenguas atendidas por tan novelesco personaje.
Su oficio, practicado desde 1941 hasta 1961, consistía en dar cuenta de la programación de una multitud de radios exóticas. "Más que tomarlo yo, este oficio me tomó a mí, jirón a jirón del alma", confesaría Robin, quien lo ejerció primero a sueldo del Ministerio de Información, y luego a título personal, componiendo unos boletines de escucha por los que le pagaban ministerios, embajadas y redacciones de periódicos.
La materia detallada en esos boletines sirvió a Robin para escribir sus artículos periodísticos (Albert Camus lo tuvo como colaborador regular en Combat), los mejores artículos para conformar este volumen que publica ahora, por primera vez en español, la editorial Pepitas de Calabaza. Libro, artículos y boletines se ocupaban de una misma obsesión: la propaganda política, la falsa palabra. A juicio de Robin, los hechos desaparecían de los noticiarios, en tanto la propaganda se convertía en el hecho esencial de nuestra época. Era impuesta aceleradamente la supresión del hombre concreto, y adoptaba dimensiones cósmicas la tragedia del lenguaje: "Universos gigantes de palabras giraban en torno, se embalaban, enloquecían, sin que nunca engarzaran sobre nada que fuera real".
La propaganda radial parteaba universos fantasmagóricos. En el curso de su trabajo, Armand Robin se sintió en contacto con temibles seres psíquicos decididos a subyugar, devorar y saharizar (es suyo el término) pueblos enteros de espíritus. A causa de ello, en sus textos abundan las referencias al vampirismo, a los muertos en vida, a la cautividad de las almas, a las posesiones demoníacas, a las misas negras, a la psicofagia... Robin aludió a su "oficio de deshechizador", al "infierno de las propagandas radiofónicas". La agudeza de su imaginación, su búsqueda de imágenes para lo inaudito, lo convirtieron en algo más que un crítico de la Guerra Fría.
Escuchar las noticias de una sola cadena radial puede ser un ejercicio abismático. Dedicarse a escuchar las que vierten, en decenas de lenguas, emisoras de todas partes del mundo, habría de resultar aniquilante. Robin apuntó: "El verdadero carácter de la guerra de este siglo se me hace patente: guerra en el cerebro, guerra contra el cerebro". Durante largas sesiones escrutó discursos de variadas tendencias y latitudes hasta dar con esta petición de principio: el adversario es ontológicamente el Mal, sin derecho a existencia ni a palabra, y ha de ser silenciado, no importa por qué medios, antes de hacerlo desaparecer del todo.
Al escuchar a diario la emisión en paquistaní de una estación italiana de onda corta, se preguntaba qué paquistaní podría estar prestándole oídos a aquella monserga, y respondía, en diálogo consigo mismo: "usted es quizás el único paquistaní en el mundo, Armand Robin, que escucha los programas italianos en paquistaní que el diablo se lleve, cada día a las cinco de la tarde". Pero su obsesión mayor fueron las emisiones radiales moscovitas. En 1933 había viajado a la URSS. Allí escapó de los guías oficiales, vivió durante dos años entre campesinos, y tardó casi una década en asumir la experiencia.
Para entonces, tildaría de burgueses a los bolcheviques: "Los burgueses bolcheviques se atreven a realizar, con perfección y sin remordimientos, lo que las otras variedades de burgueses no se atreven sino tímidamente y con todo tipo de escrúpulos, por lo demás hipócritas". Aventuró que, cualquiera que fuese su inclinación política, toda propaganda aspiraba a ser como la que venía de Moscú, puesto que la URSS era el primer y único país del mundo en cumplir un capitalismo perfecto. (Otros capitalismos de menor plenitud defendían el derecho a robarle a cada trabajador una parte del valor de su trabajo. El capitalismo soviético de Estado le arrebataba, en cambio, la integridad de ese valor).
A Robin lo desvelaba el desierto, un desierto de éter. ¿Qué podría formularse, en caso de resultar vencedora absoluta la Falsa Palabra? ¿Cómo alcanzar, entonces, la resurrección del Verbo? Tales interrogantes remitían al campo de lo poético: en las antípodas de la propaganda queda el poema. (Robin publicó tres libros de poemas, y tradujo al francés a poetas de muy distintas lenguas). Pero, llegada la hora de plantar batalla, no le tenía confianza a los intelectuales, idólatras de cualquier ejercicio que implicase dominación sobre las conciencias y, por tanto, siervos fieles de la propaganda. Cifró más bien sus esperanzas en la rebelión popular que ocurriría bajo el régimen soviético. Al sintonizar la radio de Moscú, cruzaba entre las insolencias de los verdugos y llegaba al dolor de la gente. Volvía a estar entre los campesinos a los que conociera.
Opuesto a la ocupación alemana de Francia hasta el punto de dirigir una carta a la Gestapo denunciándose a sí mismo, fue castigado luego por colaboracionista, pese a no existir pruebas en su contra, y pese al testimonio de conocidos miembros de la Resistencia. (A propósito de este episodio, publicó una Petición oficial para conseguir estar en todas las listas negras, que concluye: "Una lista negra en la que yo no estuviese me ofendería"). Denunció los campos de concentración soviéticos, así como los campos de concentración ingleses, franceses y españoles. Fungió durante varios años como secretario de una sección parisina de la Federación Anarquista, abogó por la independencia de Argelia, y falleció en 1961, en extrañas circunstancias.
Armand Robin había nacido dentro de una familia de campesinos bretones, en 1912. Sus reflexiones de escucha radiofónico pueden leerse ahora, junto a algunas de sus cartas, en este volumen comparable al que Victor Klemperer dedicara a la lengua alemana del Tercer Reich. Su vida, el personaje que fue, merecerían la atención de un novelista.
Antonio José Ponte, escritor cubano.