El espacio de los héroes

No soy el único que piensa que la Guerra Civil es nuestro Far West. Y es normal que lo sea. Hablamos de la épica, y para que la épica surja tiene que haber héroes, por mucho que ironicemos con ellos y los desgastemos. Tiene que haberlos o el sistema no funciona.

Y queda bastante claro que la guerra civil fue una fábrica de héroes, además de uno de esos momentos trágicos y épicos que se dan muy pocas veces en la historia. Son algo así como la guerra de Troya, y las diferentes generaciones tienden a ubicarse, al menos alguna vez, en ese espacio mítico, en ese Far West donde hasta lo imposible es perfectamente posible.

Los puristas que lamentan que la Guerra Civil se haya despolitizado en las novelas (si bien yo creo que sólo ligeramente) ignoran que la Guerra Civil es un espacio mítico, además de un espacio histórico, y que en el mito cabe todo. Por caber, cabe hasta la ciencia-ficción y el género fantástico, como está demostrando más de un cineasta. Las primeras novelas sobre la Guerra Civil tenían el problema de estar saturadas de ideología y de rencor. Eran casi novelas ciegas.

Por otra parte, no hay que olvidar que ahora vemos aquel tiempo con cierta perspectiva y sabemos que la realidad es más compleja que la que propone no pocas veces la historia. A un narrador de ahora le puede interesar más el ambiente de locura colectiva que presidió los días de la guerra, aquel aquelarre sangriento en el que podían darse cita todas las formas del extravío, que el asunto estrictamente político. He ahí la utilidad más evidente de los espacios míticos: en ellos cualquier exploración parece posible.

Pero es que también todo fue posible para aquellos españoles que ya se habían curtido en la Guerra Civil y entraron a formar parte de la división Leclerc, la que liberó París. Aquellos luchadores que llegaban a París y acogían con orgullo el clamor de la multitud podían decir que habían ganado la guerra. No habían liberado Madrid, pero habían liberado París: algo así como la capital de Europa. Podían mirar hacia atrás y marearse de vértigo. Se habían salvado por los pelos numerosas veces: eran los héroes de nuestro tiempo justo antes de que el existencialismo llenase las calles con sus brumas constantes y empezase a reinar el concepto de angustia.

Para los españoles que entraban en París con Leclerc, la angustia era un lujo que no se podían permitir, y la locura una enfermedad sólo al alcance de los suizos.

Únicamente los griegos de la Antigüedad tenían algo parecido. Por eso nos quedamos cortos cuando hablamos de Far West: es eso, desde luego, pero también es a su manera la Ilíada y la Odisea. La Ilíada sería la Guerra Civil en sí misma, y la Odisea el periodo de la división Leclerc y todo lo que Bergamín llamó la España peregrina. Una Odisea ya vinculable a otro mito muy poderoso, el del éxodo judío.

Aquellos peregrinos no conocieron el paraíso y sin embargo no transmitieron al final de sus vidas un retrato negativo del ser humano. Eran en realidad de una inteligencia hegeliana capaz de asimilar en ella todas las tragedias y convertirlas en sustancia positiva. Y para eso hay que tener mucha madera de héroe, y mucha perspectiva, que es lo que falta ahora.

Lo que más claramente percibí de esa generación épica cuando traté a algunos de sus representantes en París era su dureza, combinada con un sentido de la humanidad muy asentado. Algunos y algunas estaban casados en segundas nupcias porque se habían quedado viudos. Conformaban matrimonios discretos y amables, que sólo hablaban de la guerra cuando se lo preguntaban; y les gustaba transmitir su relato a los jóvenes. Si les pedías que hablasen, hablaban.

Recuerdo que una vez, yendo en tren desde París a Barcelona, me puse a hablar con un hombre muy entrado en años que, según me confesó, había sido esclavo en una granja alemana durante la II Guerra Mundial. Me interesó mucho su relato y sólo le hice una pregunta, más bien perversa: ¿se había llegado a crear entre amos y esclavos un lazo afectivo?

No dudó en decirme que sí. Se habían ido de la granja con síndrome de Estocolmo. Al fin y al cabo, su condición de esclavos les había salvado la vida. ¿Recordaba con rencor a los granjeros alemanes? No, si bien sabía ponerlos en su sitio. Y les censuraba que una noche estuviese a punto de morir de frío, porque cerraron todas las puertas de la granja olvidándose de él, que había permanecido todo el día trabajando en el bosque.

Los experimentos que los nazis hicieron sobre la resistencia al dolor en los campos de concentración les llevaron a la conclusión de que los individuos más resistentes parecían ser los ucranios y los españoles. Por descontado que si se trataba de españoles de la Guerra Civil, la resistencia al dolor estaba más que asegurada y podían batir cualquier récord. Justamente por eso siempre he dado cierta validez a los informes que hicieron a ese respecto los médicos alemanes, si bien es cierto que se trataba de españoles de una determinada generación, la generación de la guerra de Troya y del Far West: la generación mitológica. Dudo mucho que ahora los españoles ganásemos la medalla de oro de resistencia al dolor, aunque viendo la paciencia y la resignación que estamos teniendo ante la crisis es para pensar que seguimos siendo el pueblo con más resistencia al dolor de cuantos ha parido la historia, y que al menos en eso no nos diferenciamos tanto de los héroes de la Guerra Civil, “domadores de potros”.

La generación de la Guerra Civil tenía una fe supurantemente ideológica en lo que llamaban la “raza española”, tanto en la derecha como en la izquierda. Se trataba de un abuso extraordinario del concepto raza, que ya se confundía con el de estirpe y el de nación, y también Salazar hablaba de la “raza portuguesa”. Había que pensar que sólo la península Ibérica albergaba cuatro o cinco razas más o menos definidas. Cierto racismo interior estaba asegurado entonces y ahora, si bien ahora se camufla bajo otros conceptos hurtados a la etnología, pero que en realidad significan lo mismo y tienen la misma función: separar y crear fronteras.

Un republicano al que conocí en Barcelona tenía una fe asombrosa en la fortaleza de la raza. Cené con él una noche en el Ritz, en una de aquellas fiestas de Planeta, y entre otras cosas estuvimos hablando del sida, cuyo fantasma ya volaba por el mundo como el ángel exterminador. El hombre al que me refiero hizo un gesto de escepticismo cercano al estupor y me dijo que nosotros no teníamos que preocuparnos por el sida, por la sencilla razón de que la raza española era muy fuerte. “Yo mismo”, me dijo, “estuve en campos de concentración en los que había hasta lepra y aquí me tienes”.

Sí, de acuerdo, pensé para mí, pero es que eso me lo estaba diciendo un héroe, y los héroes no son personas normales y corrientes. Son seres mitológicos, como el señor heroico que cenaba conmigo aquella noche en el Ritz y que había participado en el desembarco de Normandía, lo más parecido que tenemos hoy en día al desembarco de Troya. En esa acción habían participado 150 españoles: sólo murió uno. Normal, eran gentes tocadas por la gracia, en parte porque se habían jugado demasiadas veces la vida. Asombrosamente, materializaban en sus vidas todos los atributos del héroe, tanto positivos como negativos: dejaban tras ellos un largo camino de sepulcros pero seguían vivos. Habían regresado del abismo.

Jesús Ferrero es escritor.

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