El español como amenaza

En el primer párrafo de un artículo publicado en la portada de la edición en papel de The New York Times el pasado 19 de noviembre sobre la cuestión del nacionalismo blanco, se cita una frase del fundador de una página web antiinmigración (su nombre no importa), según la cual el incremento del número de hispanohablantes en Estados Unidos supone “un ataque feroz a los estándares de vida de la clase trabajadora norteamericana”. Que el español es percibido por grandes sectores de la población blanca estadounidense como una amenaza a la identidad nacional no es nuevo, aunque sí el énfasis con el que desde instancias oficiales se toman medidas destinadas a socavar la fuerza que la lengua española mantiene en aquel país. El hecho incontestable es que quienes quisieran ver barrido el español del mapa tienen la batalla perdida de antemano. Debido a la inquina con que se lleva a cabo en la actualidad la campaña contra el español, paralela a las medidas antimigratorias que se implementan con indisimulada crueldad, el momento por el que atraviesa la situación de la lengua española es particularmente difícil, pero ninguna medida adoptada por los organismos de la Administración podrá erradicar la presencia de esta lengua del contexto global de la nación.

Todos los intentos que se llevan realizando desde hace más de 150 años por conseguirlo han fracasado, y así seguirá siendo, por la sencilla razón de que Estados Unidos es un país construido sobre la inmigración. Dentro de esa pluralidad, las culturas de origen latino cuyo vehículo de expresión es el español constituyen un elemento particularmente sólido. Las instancias gubernamentales empeñadas en ignorar este hecho y la Administración que las impulsa pasarán, pero la lengua española seguirá. Es más, lejos de perder fuerza, la aumentará. El sueño imposible del monolingüismo tiene su correlato en una pretensión descabellada: la utopía de una sociedad constituida por una sola raza (la blanca), una sola cultura (la anglosajona) y una sola lengua (el inglés).

Los avatares del español en Estados Unidos constituyen un episodio fascinante. Lo primero a destacar es su inevitabilidad. Desde siempre se viene anunciando que el español está condenado a desaparecer sin dejar huella en cuestión de dos, a lo sumo tres, generaciones. Desde siempre también, lo que ocurre es exactamente lo contrario. La potencia del español en Estados Unidos se sustenta sobre hechos incontestables. Para empezar, no es una lengua extranjera. El español era una presencia viva en lo que hoy son los Estados Unidos antes de que se constituyera la nación, como evidencia la toponimia. California es el nombre de un lugar imaginario que aparece en las Sergas de Esplandián (1510), de Garci Rodríguez de Montalvo. Los primeros textos que aparecieron en lo que hoy es territorio estadounidense los escribieron en español exploradores como Gaspar Pérez de Villagrá (1555 -1620). Sería ridículo invocar estos datos con afán triunfalista. La situación es compleja, y la literatura, un buen lugar para apreciarlo. Siempre ha habido autores de origen hispano que han escrito en un español excelente, como Tomás Rivera, Sabine Ulibarri o Rolando Hinojosa. Ganador del National Book Critics Circle Awards en 2014 por el conjunto de su trayectoria, este último tomó los títulos de algunas de sus obras directamente de los clásicos castellanos: Claros varones de Belken remite a Claros varones de Castilla (1486), de Fernando del Pulgar; Generaciones y semblanzas procede de la obra homónima de Fernán Pérez de Guzmán aparecida en 1450. Hay disonancias. El de la literatura es un espejo empañado. A mitad de su carrera, Hinojosa se pasó al inglés. Su apellido completo, Hinojosa-Smith, escenifica a la perfección las contradicciones de la lucha que tienen entablada entre sí el español y el inglés en Estados Unidos.

Como Hinojosa, la mayoría de los autores hispanoestadounidenses (Sandra Cisneros, Cristina García, Junot Díaz) escriben en inglés. En cuanto al número nada desdeñable de escritores latinoamericanos que residen de manera permanente en Estados Unidos, su situación no se diferencia en nada de la que tendrían de no haber abandonado su país de origen. Dependen de las traducciones, lo cual, salvo casos puntuales, como el de Bolaño, limita seriamente su visibilidad. Conscientes de esto, algunos optan por escribir directamente en inglés, lo cual conlleva un precio: además de escribir en una lengua que no es la suya, están condenados a abordar temas que la cultura dominante juzga de interés y atenerse a los parámetros que marca la industria editorial (el acceso a asuntos que trascienden lo étnico les está vedado).

La cuestión es en extremo interesante, pero llegados aquí conviene recordar que a efectos de lo que ocurre con el español en Estados Unidos, el ámbito de lo literario es una burbuja desconectada de la realidad. No es en el terreno de la literatura donde se está librando en estos momentos la batalla del idioma, sino en la calle, y ahí, por más que los poderes fácticos se empeñen en impedirlo, la supervivencia del español está garantizada.

Eduardo Lago

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