El español como lengua universal

Tema

El español es la segunda lengua del mundo por número de hablantes nativos, 477 millones, solo por detrás del chino mandarín, lo que representa un 7,8% de la población mundial.

Resumen

En la historia del español es obligado considerar tres momentos trascendentales: la constitución del romance castellano y su expansión por la Península; la publicación de la Gramática de Nebrija y la llegada de Colón a América en 1492; y el proceso de la independencia y constitución de las Repúblicas americanas a partir de finales del segundo decenio del siglo XIX, que hace del español una lengua ecuménica, la segunda por el número de hablantes nativos en todo el mundo. Este texto revisa algunos de los desafíos actuales del español en el contexto de la globalización, el papel de la Real Academia Española y la Asociación de Academias de la Lengua Española (ASALE) y la tan compleja como esperanzadora situación del español en EEUU.

Análisis

Los paleontólogos de Atapuerca certifican que, de acuerdo con la información aportada por los fósiles de este yacimiento burgalés de relevancia mundial, los humanos que allí residieron eran ya capaces de hablar. Sus hioides −los huesos situados en la base de la lengua y encima de la laringe− eran ya muy distintos a los de los chimpancés, y su evolución posibilitaba, junto a otros elementos anatómicos relacionados con la fonación, articular los sonidos en modulaciones muy amplias que, asociadas al significado, darían paso a la comunicación interpersonal entre los individuos.

Aunque con frecuencia usemos en español ambas palabras como sinónimas, cabe atribuir significados diferentes a “lenguaje” y “lengua”.

El “lenguaje” se apoya en una facultad que nos da la naturaleza, mientras que la “lengua” es cosa adquirida y convencional. Se trata, pues (el lenguaje), de esa dotación genética que todos los humanos poseemos en virtud de nuestra anatomía y configuración neuronal. De hecho, no se ha encontrado nunca una comunidad humana, por primitiva y remota que fuese, cuyos individuos no se sirviesen de aquella competencia lingüística para comunicarse entre ellos. Otra cosa ocurre en el caso de los llamados “niños bravíos” o “selváticos” –el más famoso de todos, Victor de l’Aveyron, hallado en los bosques del Languedoc en 1799 y estudiado por el doctor Jean Itard–, que aparecen desprovistos del habla por haber permanecido aislados de los humanos los primeros años de su vida.

Por el contrario, la lengua existe en virtud de una especie de contrato implícitamente suscrito entre los miembros de una determinada comunidad. A este respecto, es igualmente muy famoso el caso de las gemelas californianas Grace y Virginia Kennedy, que hasta los ocho años utilizaron una lengua privada, convenida entre ellas, en la que sus respectivos nombres eran Poto y Cabenga, como resultado del aislamiento a que su familia las había sometido, con los padres ausentes y la única atención adulta de su abuela materna, que no hablaba inglés.

Estamos, pues, ante un fenómeno complejo, que tiene que ver con el resultado de la evolución de una especie privilegiada, con la sociabilidad y socialización de los individuos, y, finalmente, con la apropiación por cada uno de ellos del sistema consensuado de la lengua para realizar, conforme a sus reglas, la competencia personal del lenguaje. Biología, sociología y psicología a la vez. En todo caso, un hecho que roza el prodigio y que, sobre todo, puede ser calificado como radicalmente igualitario y democrático. Salvo condicionantes patológicos, toda persona es dueña de, al menos, una lengua, a cuyas reglas comunales debe someterse, pero que ejecuta −y puede modificar− mediante el ejercicio de su habla soberana.

Este verdadero prodigio incrementa considerablemente su alcance si reparamos en una nueva perspectiva. En la realización verbal del lenguaje es inevitable que actúe la función representativa de la realidad junto a la emotiva −o expresiva− por la que manifestamos nuestros sentimientos, y la llamada función apelativa de la que nos servimos para incidir sobre la conciencia y la conducta de los demás. Pero, a la vez, el ejercicio de la palabra ha ido acompañado del poder demiúrgico no solo de reproducir la realidad, sino también de crearla.

No es casual, pues, que en el libro del Génesis la creación del mundo se justifique en términos acordes con el Tractatus de Wittgenstein. Yaveh la realiza allí mediante una operación puramente lingüística, cuando “Dijo Dios: ‘Haya luz’; y hubo luz. Y vio Dios ser buena la luz, y la separó de las tinieblas; y a la luz llamó día, y a las tinieblas noche, y hubo tarde y mañana, día primero”. Del mismo modo es creado el firmamento, las aguas, la tierra, y así sucesivamente.

Mas, en términos muy similares al Génesis judeo-cristiano, la llamada “Biblia” de la civilización maya-quiché, el Popol-Vuh o Libro del Consejo, narra la Creación de este modo: “Tal fue en verdad el nacimiento de la tierra existente, ‘Tierra’, dijeron los Poderosos del Cielo, y enseguida nació”. Y no muy diferente resulta el comienzo del Enuma elish, el Poema babilónico de la Creación, que data de la Mesopotamia de hacia los años 1200 antes de Cristo.

En la historia de nuestra lengua común es obligado considerar tres momentos trascendentales. El primero es, obviamente, el fundacional, la constitución del romance castellano y su expansión por la Península ocupada por los árabes. El segundo comienza en 1492, el año de la Gramática de Nebrija, con la llegada de Colón a América. Y el tercero es el que hace del español una lengua ecuménica, la segunda por el número de hablantes nativos en todo el mundo: con este tercer momento me refiero al proceso de la independencia y constitución de las Repúblicas americanas a partir de finales del segundo decenio del siglo XIX.

Momento crítico en el que ciertos augures vaticinaban un desarrollo semejante a lo que con la caída del Imperio Romano representó la fragmentación lingüística de la Romania. Y no fue así porque las nuevas Repúblicas soberanas, al tiempo que consolidaban el Estado, la nacionalidad, fijaban sus respectivos territorios y fronteras, organizaban la administración y abordaban el reto de la enseñanza de su ciudadanía creyeron útil el castellano o español como instrumento de cohesión, de integración nacional. De unidad. El español es la lengua que hoy es no por la Colonia, sino por la Independencia. Los sociolingüistas certifican que en 1820 hablaban español solo un 20% de los habitantes en la América hispana.

En la unidad de nuestra lengua universal, bien perceptible hoy gracias a la fluida comunicación que la movilidad de las personas y la transmisión a través de los medios de nuestras respectivas hablas facilita, tuvo mucho que ver, en este trascendental siglo XIX, la labor académica.

Hace ahora 147 años, cinco decenios después de las independencias, la Real Academia Española, que ya había nombrado como miembro suyo correspondiente al gran maestro de nuestra lengua en el siglo XIX, el venezolano/chileno Andrés Bello, elaboró un Reglamento para la fundación de Academias Americanas correspondientes, aprobado por la Junta de 24 de noviembre de 1870 a propuesta del director, el Marqués de Molíns, y de otros académicos.

El sucinto reglamento de 11 artículos viene precedido de una exposición de motivos que parece escrita desde un profundo sentimiento de fraternidad y exigencia de unidad, como bien se percibe en esta frase: “Los lazos políticos se han roto para siempre; de la tradición histórica misma puede en rigor prescindirse; ha cabido, por desdicha, la hostilidad, hasta el odio entre España y la América que fue española; pero una misma lengua hablamos, de la cual, si en tiempos aciagos que ya pasaron usamos hasta para maldecirnos, hoy hemos de emplearla para nuestra común inteligencia, aprovechamiento y recreo”.

Y como fruto de este espíritu, se creó en 1871 la Academia Colombiana de la Lengua Española, la decana, detrás de la RAE, de las hoy existentes.

Encuentro en este texto fundamental el germen de la inspiración panhispánica que hoy felizmente rige la actividad de todas nuestras Academias. Fue en 1950 cuando el entonces presidente mexicano Miguel Alemán Valdés promovió la iniciativa de un primer “congreso de Academias de habla española”. Las sesiones se celebraron en abril de 1951 y dieron origen a la Asociación de Academias de la Lengua Española (ASALE).

Pero ya en 1871 se hablaba, por ejemplo, de la necesidad de “activas y regulares comunicaciones”, pero sobre todo se afirmaba que “la Academia Española ha reconocido y proclamado que, sin el concurso de los españoles de América, no podrá formar el grande y verdadero Diccionario Nacional de la lengua. Para ello convoca a sus hermanos, nacidos y puestos al otro lado de los mares...”. Se llega a formular, en la misma línea, el desideratum de una futura organización como ASALE, que llegará por parte de las Academias “formando entre todas una federación natural que no reconozca límites ni barreras dondequiera que sea lengua patria la lengua de Cervantes, cuyos pueblos [...] podrán formar diversas naciones, pero nunca perderán esta robusta y poderosa unidad, nunca dejarán de ser hermanos”.

A la Academia decana, la colombiana, seguirán la ecuatoriana, la mexicana y otras más constituidas tanto en el siglo XIX como en el XX. Están todas las de los países americanos, incluidas la de Puerto Rico y la Academia Norteamericana de la Lengua Española, que este año cumple 45 desde su creación. De 1924 data la Academia filipina, y la última establecida hasta el momento, ya en pleno siglo XXI, ha sido la del único país de África que tiene el español como lengua oficial: la Academia Ecuatoguineana.

Sería de desear que esa nómina se cerrase con una vigesimocuarta Academia, que no sería otra que la del judeoespañol, la lengua que los judíos sefardíes, expulsados de España en 1492, mantuvieron viva hasta hoy en sus comunidades extendidas por gran parte de Europa, por el Imperio Otomano y algunos enclaves del Nuevo Mundo. A tal fin se ha celebrado ya una importante convención preparatoria de la Academia Nacional del Judeoespañol o ladino en Israel.

El próximo año 2019 se conmemorará el quinto centenario del comienzo de la expedición marina capitaneada por Fernando de Magallanes y concluida tres años más tarde con la llegada a Sanlúcar de Barrameda de la nao Victoria al mando de Juan Sebastián Elcano. Se completaba así la primera circunnavegación del globo terráqueo, la fundamentación inicial de lo que hoy se ha dado en llamar, precisamente, globalización. Se trata de la característica más determinante de nuestra época, y de una civilización decisivamente marcada por los avances tecnológicos de la sociedad de la comunicación, en la que el mundo ha devenido en lo que el pensador canadiense Marshal McLuhan denominaba la “aldea global”. En 2019 tendrán lugar, asimismo, dos importantes acontecimientos para nuestra comunidad: el VII Congreso internacional de la lengua española que estamos organizando para marzo en Córdoba, República Argentina, bajo el rubro de “América y el futuro del español: Cultura y Educación, tecnología y emprendimiento”, y el XVI Congreso de las Academias de ASALE en octubre y en Sevilla.

Quisiera mencionar un ejemplo práctico de esta globalización que afecta a nuestra lengua común. Hasta ahora, y desde su primera edición de 1780, el Diccionario de la lengua española ha sido un libro que en 2002 se digitalizó y se ofreció gratuitamente en nuestras páginas web. En lo que va de 2018 se está consolidando la media mensual de consultas en la cifra de 65 millones, y en el conjunto del año pasado, 2017, fueron 750 millones las consultas que se hicieron desde 200 países del mundo, no solo desde dispositivos fijos como las computadoras, sino también desde tabletas o teléfonos inteligentes. Nunca, en su historia plurisecular, esta obra ha podido ejercer tanta influencia sobre los hispanohablantes como ahora lo hace. Pero la próxima edición que haremos entre todos ya no será un libro digitalizado, sino un diccionario concebido sobre una planta y un formato digital del que pensamos seguir haciendo libros. Pero el orden de los factores va a cambiar radicalmente, y las oportunidades que se nos ofrecen son extraordinarias. Un diccionario digital no tiene, como el impreso, limitaciones de espacio, está abierto a otras bases de datos gracias a la hipertextualidad, y puede renovarse con toda la inmediatez que la fluencia de la lengua nos exija.

The Ethnologue: Languages of the World es una publicación impresa y virtual elaborada por un instituto dedicado a documentar estadísticamente la realidad de unas 6.900 lenguas de todo el mundo. En lo que se refiere al español, contamos también con el anuario que publica el Instituto Cervantes, que no contradice, lógicamente, los datos aportados por The Ethnologue.

Según esta referencia, ajena en su elaboración a cualquier organismo hispánico, el español es la segunda lengua del mundo por número de hablantes nativos, 477 millones, solo por detrás del chino mandarín, lo que representa un 7,8% de la población mundial. Ocupa el mismo lugar en cuanto al número de sus estudiantes no nativos, más de 20 millones, importante rubro en el que hay que destacar el creciente interés por el español en Asia y el África subsahariana (el hasta hace poco embajador del Reino de España en Costa de Marfil me proporcionó los siguientes datos referente a este país: 568.561 estudiantes de nuestra lengua y 2.319 profesores, solo en media y secundaria). Es la tercera lengua en Internet, la segunda en Facebook y Twitter. Y según las previsiones de la Insead Business School, en 2030 se convertirá en la segunda lengua de intercambio comercial tras el chino. En cifras totales, somos 572 millones las personas que hoy utilizamos nuestro idioma común, y las previsiones para 2050 se sitúan en los 750 millones.

Además de la robustez demográfica de México, con sus 124 millones de hispanohablantes, los académicos y sociolingüistas estamos fascinados, y a la vez expectantes, acerca de la situación actual del español en EEUU, y su previsible evolución.

Como no podría ser de otro modo, hay a este respecto opiniones diversas, a veces encontradas. Frente a los que proclaman la endeblez de los argumentos estadísticos, sociales, políticos, económicos y culturales esgrimidos, yo me sitúo en el grupo de los que creemos en la firmeza del futuro latino o hispano de este gran país, y acudimos a esta VI convención de líderes para pulsar in situ la realidad de nuestra comunidad y de nuestra lengua, y sus perspectivas de futuro.

Aquí, más de 40 millones de personas hablan español con pleno dominio y otros 15 millones poseen una competencia más o menos amplia. Repárese que la tercera lengua del país, el chino, es hablado tan solo por unos tres millones de personas. Según un estudio del Pew Research Center, nuestro idioma es el más utilizado en los hogares estadounidenses tanto en la comunidad hispana como en las demás, solo superado por el inglés. Por otra parte, el español es el más estudiado, con ocho millones de alumnos, la mitad preuniversitarios.

Entre 1990 y 2016 el crecimiento porcentual de los hispanohablantes, que también, por supuesto, conocen mayoritariamente el inglés, se sitúa en un 130%. Hoy, casi el 18% de la población en EEUU es hispana.

Otros datos encierran no menor interés. La Oficina del Censo certificaba en 2016 que la edad media de nuestra comunidad era la más joven, en torno a los 28 años, muy por debajo de la siguiente en este rango, la afroamericana, con 34 años de media. Y el Observatorio de la lengua española y las culturas hispánicas en los Estados Unidos del Instituto Cervantes y la Universidad de Harvard afirma que el 76% de los hispanos domina el español o es bilingüe. Pero incluso me parece más interesante que ahora, y no siempre fue así, el 95% de esta población considere muy importante que los jóvenes, hispanos o no, hablen español.

La propia Oficina del Censo espera que el crecimiento de nuestra comunidad continúe a un ritmo estable. En el último año, uno de cada dos nacimientos es hispano. En 2050 se calcula que la población de EEUU será de 398 millones de personas, de la cuales 106 millones serían hispanas.

Y no menor importancia tiene el peso político que la comunidad hispanohablante va cobrando con creciente intensidad. En las últimas elecciones de 2016 hubo 27,3 millones de hispanos con derecho a voto, un aumento de un 70% si se compara con los datos de 2000. Ello quiere decir que el 11% del voto nacional fue hispano, mientras que, por ejemplo, en 2004 había sido solo un 4%, tal y como apunta un reciente y utilísimo informe sobre el español en la política de EEUU elaborado por Daniel Ureña, presidente de The Spanish Council, y Jesús Álvarez Frías.

Mucho se ha avanzado, sin duda, en la presencia de nuestra lengua en la vida política norteamericana desde las elecciones de 1960 entre John F. Kennedy y Richard Nixon, las primeras en las que entró el español de la mano de Jackie Kennedy, que pidió el voto en español para su marido. Bien es cierto que en este momento parecen soplar vientos poco favorables, pero la solidez de las cifras electorales y el creciente empoderamiento de la comunidad hispana inspiran confianza, así como la consideración muy generalizada que el español es una lengua universal, que transmite además valores firmes y crecientes en los planos económico, social, periodístico y comunicativo, político, cultural, deportivo o científico. Canales de televisión como Univisión, Estrella TV o Telemundo ya compiten en audiencia con las grandes cadenas del país, y se publican periódicos en español en California, Florida, Illinois, Nueva York y Texas.

Permítanme, finalmente, volver al terreno en el que me siento más seguro. Por lo que se refiere al castellano o español, los hispanohablantes, cada uno de los hispanohablantes, se siente con toda legitimidad dueño de la lengua. Reside en ella como quien ocupa un lugar en el mundo. Sabe también que las palabras que la componen no solo sirven para decir, sino también para hacer; para crear, incluso, realidades. Y de esta condición vienen las tensiones que de hecho se producen en la valoración popular de los acuerdos que las Academias toman en cuanto al Diccionario, la Gramática o la Ortografía. Hay quien reclama mayor energía normativa; para otros, la RAE y sus Academias hermanas se extralimitan con sus decisiones como si olvidaran que –según la frase así acuñada– la lengua no es propiedad de nadie, sino que pertenece al pueblo. Este lema, sin embargo, está siempre presente en el trabajo que todos los académicos realizamos en nuestras comisiones y plenos durante todo el año.

Una manifestación de creciente incidencia en este terreno viene derivada de lo que en el mundo angloparlante se ha dado en llamar “corrección política”. Ya el preámbulo de la 22ª edición del DLE advertía, en 2001, que “con frecuencia se solicita, y a veces de manera apremiante, que sean borrados del Diccionario términos o acepciones que resultan hirientes para la sensibilidad social de nuestro tiempo”. Para salir al paso de tales diatribas, la Academia recordaba que la obra estaba concebida “para la comprensión de textos escritos desde el año 1500”, y que, las voces molestas recogidas lo eran “sin que ello suponga prestar aquiescencia a lo que significan ahora o significaron antaño”. La constante revisión del Diccionario permite matizar cada una de sus definiciones de acuerdo con la sensibilidad del momento, pero, siempre, “sin ocultar arbitrariamente los usos reales de la lengua”. Usos que el Diccionario ilustra, además, con marcas en abreviatura que, antes de la definición, indican si se trata de una voz o acepción coloquial, despectiva, desusada, eufemística, inusual, jergal, malsonante, peyorativa o vulgar.

Los redactores del primer diccionario académico, popularmente conocido como Diccionario de autoridades, en su prólogo de 1726 en el que comienzan declarando que “el principal fin que tuvo la Real Academia Española para su formación fue hacer un Diccionario copiosso y exacto, en que se viese la grandeza y poder de la lengua”, afirman, sin que les temblara el pulso, que, además de los nombres propios de personas y lugares, más propios de una enciclopedia, “se han excusado también todas las palabras que significan desnudamente objeto indecente”. Y, en efecto, resulta ocioso buscar en las páginas de sus seis tomos cualquier vocablo referente al sexo o la escatología. Mantener hoy por hoy semejante reserva sería expresión de una pudibundez inaceptable. Pero expurgar el Diccionario para hacerlo seráfico y biempensante no dejaría tampoco de ser una reiterada expresión de una nueva forma de censura difusa, no impuesta por el Estado, el Partido o la Iglesia sino por la etérea instancia que decreta lo políticamente correcto.

Así, se le ha reprochado a la Academia la cuarta acepción, y última, de la palabra cáncer, definida como “proliferación en el seno de un grupo social de situaciones o hechos destructivos”, a lo que se añade este ejemplo: “La droga es el cáncer de nuestra sociedad”. Quienes lo han hecho consideran que este uso, muy común en el español oral y escrito, representa un agravio a las víctimas de dicho mal. También personas identificadas con las Historia y cultura de Japón protestan que el nombre de los heroicos pilotos suicidas en la segunda guerra mundial, los kamikazes, sirva en la prensa, radio y televisión hispanohablantes para designar personas que se juegan la vida realizando una acción temeraria –por ejemplo, un conductor kamikaze que circula en dirección contraria por una autopista– o a un terrorista suicida del ISIS.

Esta última consideración a propósito de la corrección política, asunto de tanta actualidad, remite inexcusablemente a esas dos dimensiones del lenguaje que son lo individual y lo social, el escenario en el que actúan las 23 academias de la lengua española reunidas desde 1951 en ASALE.

Precisamente, iré concluyendo con una cita tomada de la Biblia de Ferrara, traducción de los libros sagrados de la religión mosaica realizada en 1553 por los sefardíes asentados en esa ciudad italiana. Lo que en el Eclesiastés latino es una frase que se ha vuelto proverbial, Nihil novum sub sole, en el original hebreo del Kohélet se convierte en una expresión pleonástica de gran belleza y eficacia: “Y no nada nuevo debaxo del sol”.

Pues bien, las tensiones aludidas a propósito de la actual corrección política estaban ya previstas en la tercera obra de Aristóteles, junto a la Poética y la Retórica, que trata de eso mismo: el gran teatro del lenguaje. Leemos así, en el libro primero de la Política, “la razón por la cual el hombre es un ser social, más que cualquier abeja y que cualquier animal gregario, es evidente: la naturaleza, como decimos, no hace nada en vano, el hombre es el único animal que tiene palabra. Pues la voz es signo del dolor y del placer, y por eso la poseen también los demás animales, porque su naturaleza llega hasta tener sensación de dolor y de placer e indicársela unos a otros. Pero la palabra es para manifestar lo conveniente y lo perjudicial, así como lo justo o lo injusto. Y esto es lo propio del hombre frente a los demás animales: poseer, él solo, el sentido del bien y del mal, de lo justo y de injusto, y de los demás valores, y la participación comunitaria de estas cosas constituye la casa y la ciudad”.

Me gustaría subrayar, finalmente, esta última frase del filósofo de Estagira porque conviene a mi argumentación actual acerca de la indeseable censura de cualquier Diccionario, pero que habla también de las ineludibles implicaciones políticas y sociales de todo lo que tiene que ver con la palabra. Otros traductores de la Πολιτικα cierran el párrafo que he citado con la referencia a la familia y el Estado, en vez de la casa y la ciudad. Esto es, lo individual y lo social, los dos órdenes entre los que se realiza el prodigio del lenguaje.

Los lingüistas diferencian entre dos situaciones distintas en lo que al contacto entre lenguas se refiere: el bilingüismo y la diglosia. Detrás del distingo están las relaciones de poder. Una cosa es la convivencia de dos lenguas en un plano de razonable equidad y otra cuando la lengua A, así denominada por los expertos, representa la riqueza, el poder y el prestigio social, mientras que la lengua B aparece subordinada como perteneciente a quienes también lo están en una determinada sociedad.

Tengo para mí que, aparte de los datos estadísticos, que sin duda son muy positivos, y al margen incluso de un cierto enrarecimiento del clima político en lo que a nuestra lengua común se refiere desde hace algo más de un año, el español está afianzando su posición como un idioma en modo alguno subalterno, sino que está en condiciones de servir sin limitación alguna a la sociedad norteamericana en convivencia bilingüe con el inglés. Y ello no es mérito de ninguna Academia, sino de los millones de mujeres y de hombres, niños, jóvenes y mayores, que hacen de una lengua universal como es la nuestra la herramienta de sus trabajos y de sus días, pero también el emblema de pertenencia a una comunidad extendida por cuatro continentes, acrisolada por una Historia compleja y fructífera, y abierta a un futuro prometedor.

Darío Villanueva, Director de la Real Academia Española (RAE) y presidente de la Asociación de Academias de la Lengua Española (ASALE)


Conferencia pronunciada durante la VI Convención de Líderes Hispanos en los Estados Unidos, reunida en San Antonio (Texas) el 17 de junio de 2018.

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