El español global o la lengua múltiple

El pasado mes de marzo el presidente de Francia, Emmanuel Macron, expuso en la sede de la Academia Francesa un conjunto de medidas destinadas a hacer de su lengua un gran idioma mundial, por encima del español. Este anuncio no deja de parecer en exceso voluntarista, en tanto que la cifra de francófonos, unos 270 millones de personas, no supone hoy por hoy ni la mitad de la de los hispanohablantes, y tan solo 75 millones tienen al francés como lengua materna.

No obstante, la demografía indica que mientras que la población iberoamericana se ha estabilizado, el África francófona va a triplicarse en los próximos 50 años, pero resulta difícil admitir que, como afirmaba Macron, sus hablantes (no nativos, a diferencia de los hispanoamericanos) lleguen a los 700 millones a mediados de siglo. A ello se añade la ambición de sus propuestas: atracción de más universitarios extranjeros, expansión de sedes de la Alliance Française, enseñanza gratuita a refugiados, etc., sin olvidar la presencia del francés en los organismos internacionales y el prestigio histórico y cultural que conserva. Pero lo más relevante radica en constatar la vocación invariable de todo gobierno galo por promocionar su lengua. Esto es: su inequívoca toma en consideración de lo lingüístico como política de Estado.

Paradójicamente, este espíritu se ha ido asentando de forma muy tímida en España, según ilustra la tardía, aunque fructífera, creación del Instituto Cervantes, así como la suspicacia que, por defecto, despierta toda estrategia gubernamental encaminada a ensanchar la influencia de nuestra lengua común. En este sentido, es conveniente distinguir entre tales políticas oficiales (que nunca sobran, como refleja el ejemplo francés) y el inexcusable acento iberoamericano que implica su gestión y puesta en práctica. Y es que a nadie se le pasa por la cabeza que el trabajo de la RAE no prolongue su fecunda colaboración con la Asociación de Academias creada en México en 1951, tanto en la producción de Diccionarios y Gramáticas panhispánicos como en la organización de los Congresos Internacionales de la Lengua; o que la Fundación Carolina marche en la primera línea de la consolidación del espacio iberoamericano del conocimiento.

De hecho, la iberoamericanización del español, más que el resultado de una serie de iniciativas particulares y concretas, es el fruto natural de cinco siglos de historia, en cuyo curso cumple destacar el decisivo trance de las independencias, cuando las nuevas repúblicas deciden adoptar el español como el idioma sobre el que fundamentar el edificio de sus respectivos Estados. Es más, en lugar de “iberoamericanización”, lo correcto es hablar de “americanización”, puesto que en todo el continente hay más de 450 millones de hispanohablantes, frente a los 300 millones que hablan inglés y la segunda comunidad hispana más numerosa del mundo se halla precisamente en EEUU. De ahí que en la VI Convención de Líderes Hispanos que organiza en San Antonio la Fundación Carolina, coincidiendo con el tercer centenario de la ciudad, se resalte el papel del español como lengua para los negocios, la comunicación y el intercambio cultural entre nuestras naciones.

Así, la titularidad del español, lejos de corresponder en exclusiva a España —en términos demográficos, por detrás de México, Colombia y EEUU—, se distribuye policéntricamente, y se plasma en su prolífica riqueza léxica, la diversidad de sus acentos y la plasticidad sintáctica. Ciertamente, nuestro idioma posee una naturaleza extraordinariamente versátil, en constante apertura a la multiplicidad de matices y músicas diversas sin perder por ello su molde gramatical estable y común, y una recia ortografía compartida.

Conviene recordar que, sin duda, nuestros mejores lingüistas en el XIX, Andrés Bello y Rufino José Cuervo, fueron hispanoamericanos. De ahí que el español que se maneja en lugares separados por más de 10.000 kilómetros sea, normativamente, más parecido que el que se habla en cualquiera de las demás lenguas francas, y que su empleo no quede reservado a ningún estrato social. De ahí, igualmente, que el español sea el soporte lingüístico de una comunidad de valores inclusivos y solidarios, que en medio de todas las tormentas y vendavales históricos ha servido y sirve para proclamar las ansias de democracia y libertad.

Esta realidad de lengua policéntrica y “múltiple”, según la caracterizó nuestro último Cervantes, el nicaragüense Sergio Ramírez, se manifiesta día a día de manera espontánea e inconsciente y, sin embargo, no tiene por qué colisionar con todo ejercicio de voluntad política dirigido a favorecer la propagación del español, también en clave económica, científica y, por supuesto, tecnológica. Recordemos que nuestra lengua es la segunda más utilizada en Facebook y Twitter, y que su uso en internet avanza exponencialmente según se va cerrando la brecha digital en nuestros países, a lo que se añade su progresivo empuje en el terreno de la innovación creativa (videojuegos, arte y animación digital, etc.).

En consecuencia, en un contexto internacional de creciente competitividad cultural, donde cada nación puja por proyectar sus atractivos artísticos, académicos o patrimoniales, resultaría inexplicable que desde España no se impulsase más el potencial que atesora nuestro idioma común. Algo que, por otra parte, no está reñido con una suma de esfuerzos que incluya las voces imprescindibles de nuestros hermanos de lengua americanos, sino que exige perentoriamente la cooperación, hombro con hombro, de todos nosotros.

Darío Villanueva es director de la Real Academia Española y Jesús Andreu es director de la Fundación Carolina.

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